Muerte en el barro. Miguel Ángel Císcar
al unísono.
—¡Joder! Pero si no tengo ni puta idea de eso. Es la primera noticia… ¡Mecagoendios!
—¡Déjate de hostias y vámonos! —sentenció Galán.
—Dejadme al menos que coja la chaqueta y le explique a la parienta que me lleváis a comisaría…
Pedro Sanjuán se dirigió hacia el interior de la vivienda juntando tras de sí la puerta del recibidor.
Los inspectores se removieron inquietos esperando en el angosto vestíbulo. Pasado un minuto Galán y Sánchez cruzaron una mirada desconfiada.
—¡¡Pedro!! ¡Estamos esperando! —chilló Sánchez hacia el pasillo entreabriendo la puerta.
Pero nadie contestó.
—¿Dónde se ha metido este cabrón? —comenzaron a mascullar mientras avanzaban pasillo adentro abriendo puertas y buscando ávidamente en las habitaciones.
—¿Y tu marido? —preguntó Galán al llegar a la cocina. La mujer se sobresaltó con el cazo en la mano. El niño jugaba en el suelo de linóleo con un camión de madera.
—¡Y yo que sé, estaba con vosotros!
Galán salió de la cocina, llegó a la última habitación del pasillo y vio a Sánchez asomado a la ventana pistola en mano.
—¡¡alto!! ¡Párate o disparo! —bramó Sánchez.
—¡No seas loco! Guarda la pipa —recriminó Galán empujando a Sánchez a un lado.
Miró por la ventana y vio la coronilla de Pedrito, que descendía pegado a la pared del edificio como una lapa. Se descolgaba por la tubería de plomo y ya estaba a nivel del segundo piso.
—¡Vigila por dónde tira! ¡Voy a ver si pillo a ese imbécil! —espetó Galán corriendo hacia la salida y arrollando a Teresa que, desde el recibidor, miraba estupefacta la escena.
Sánchez volvió a asomarse, vio como el Nano se caía de la tubería sobre el barro, se incorporaba a trompicones y comenzaba a correr sorteando los escombros, torciendo a la derecha al llegar a la calle Baja.
Viendo la dirección que tomaba, el subinspector se precipitó hacía el rellano y, por el hueco de la escalera, gritó a Galán que llegaba al patio.
—¡¡Se va hacia el río!!
—¡¡Oído!! —respondió Galán saliendo por la puerta.
El policía comenzó a correr todo lo que daban sus piernas sobre el asfalto enfangado, esquivando montículos de muebles rotos, colchones, maderas y cañas. Al llegar a la calle Baja torció a la derecha. Algunos tranvías ya comenzaban a circular por Blanquerias y era una buena vía de escape si lograba confundirse entre los pasajeros. Se dirigió hacia el río, que ahora bajaba manso. Llegó a la altura de la vivienda derruida donde había quedado sepultado el coche con Miguel en su interior. Obreros y bomberos sacaban a mano escombros a los contenedores. Un pequeño buldozer vertía cascotes en el volquete de una camioneta.
—¡Soy policía! ¿Habéis visto pasar corriendo a un tío flaco? —preguntó a voz en grito a los operarios que desescombraban.
—¡Por aquí no ha pasado nadie! —contestó un bombero que cargaba una viga al hombro.
Volvió sobre sus pasos lanzando miradas al final de la calle y vigilando los portales de las viviendas. Dudó entre dirigirse hacia la Plaza de San Jaime o torcer hacia la populosa plaza de Mossen Sorell. Optó por lo último, imaginando a Pedrito camuflado en los aledaños del mercado.
Sobrepasó un carro tirado por un caballo alazán que transportaba cantaros con leche. En la plaza los tenderos se afanaban en baldear sus comercios. Apoyados en las columnas de los soportales del mercado se apilaban cajones con la madera roída y varios mostradores desgajados por la fuerza de las aguas.
Dejó de correr. Se masajeó la cicatriz del muslo. Giró sobre sí mismo alzando la vista por encima de los viandantes, concentrado en sus miradas, pero sin encontrar los ojos esquivos de Pedro Sanjuán. Una gitana cargada de ajos le taladraba con sus ojos tintos. A su lado un indigente pretendía vender unos carteles de la Virgen de los Desamparados sentado sobre el fango.
—¡Jefe, jefe! Cómpreme una foto de la Virgen —insistió el mendigo tironeando de la trinchera de Galán.
—¡Suelta, joder!
«Esta ciudad de locos acabará conmigo», pensó con la respiración agitada.
5
Al llegar a la calle Baja Pedro Sanjuán torció a la derecha, pero al instante frenó en seco pegado a la pared, resoplando ansioso. Asomó un ojo por la esquina y observó que el polizonte ya no vigilaba en la ventana. Decidió escapar en dirección contraria al río.
Corrió como alma en pena hacia la plaza de San Jaime sorteando a los vecinos con monos de faena y botas de agua que aparecían a su paso. Cada veinte pasos giraba la cabeza temeroso. Su mente enlazaba tortuosos reproches, analizando qué podía haber fallado o por qué demonios el infeliz de Miguel Planells había aparecido muerto en su coche.
«La bofia no ha hecho más que joderme la vida. Pero claro, viniendo de esa panda de mamones qué otra cosa podía esperar. Seguro que se enteraron de mi apaño con Marcial, pero no me quedaba otra. No quisieron darme mi parte, pedía bien poco, solo eso… Lo justo».
Casi sin resuello decidió parar a mitad de la calle Quart. Se resguardó en la entrada de un portal y escrudiñó a derecha e izquierda. Los pies le pesaban una tonelada. Una gruesa capa de barro se había pegado a sus zapatos e intentó desprenderla raspando las suelas en el umbral.
«Mala suerte, Miguel. Pero mejor tú que yo. Si hubiera acudido a la cita con Don Alfredo en estos momentos estaría criando malvas. Primero Marcial que no contesta a mis llamadas y luego esa reunión a deshoras que apestaba a encerrona… ¡Y mira si me equivocaba! El flaco y el gordo seboso me la tenían jurada… Tendría que haberlo previsto».
Oyó el petardeo de un tubo de escape y distinguió el motocarro de Antonio el fontanero levantando salpicaduras de barro. Toni era un amigo del barrio con el que compartía partidas de mus y carajillos; un tipo de fiar al que podía pedir un favor sin que se fuera de la lengua.
Pedrito salió del portal al medio de la calzada con el brazo en alto; el motocarro frenó con un crujido.
—Joder, Pedro, si me descuido te llevo por delante. ¿Qué te cuentas?
—Toni, tienes que esconderme, hay unos guripas que quieren echarme el guante.
—Voy con prisa… Te puedo alejar algo, pero tengo que volver pronto al tajo. Venga, sube detrás.
—Tira, tira, arranca.
Pedrito se subió ágilmente a la caja cubierta por una gruesa lona encerada. Se recostó en el suelo metálico junto a unas tuberías de plomo y varios inodoros. Extendió de nuevo la lona, sumiéndose en la oscuridad y sintiendo su pecho desbocado. El traqueteo pronto lo sumió en un ligero sopor, notando un mareo dulce. A los pocos minutos de marcha alzó levemente el toldo y distinguió las grises torres de Quart que se alejaban. Un escalofrío recorrió su espalda. Volvió a acomodarse y cerró los ojos suspirando.
No controló el tiempo, quizá diez o quince minutos, pero notó que el motocarro disminuía la velocidad y finalmente paraba a un lado. El fontanero levantó la lona de un tirón.
—Se acabó el viaje. Tienes que continuar tú solo. Los caminos a partir de aquí son muy malos.
Pedro parpadeó deslumbrado y comenzó a incorporarse entumecido. Miró a su alrededor y a doscientos metros distinguió las siniestras paredes de la Cárcel Modelo. Mal presagio. Más allá un cielo encapotado gris plomo, aguazales grandes como lagunas y huerta hasta donde alcanzaba la vista.
—Gracias, Toni, me has hecho un gran favor. ¿No podrías acercarme a Picaña?, total queda aquí al lado…