Muerte en el barro. Miguel Ángel Císcar

Muerte en el barro - Miguel Ángel Císcar


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      Teresa se sentó en el filo de la cama con las piernas juntas, estirándose el borde de la falda y repasó las fotografías que mostraban en primer plano la cara de su hermano, aquellas con el pañuelo alrededor de la cara. Muda, solo cabeceó levemente.

      —¿Es él?

      —Sí. Es Miguel —afirmó Teresa con un hilo de voz, las lágrimas blandas resbalando por sus mejillas—. Disculpe, tengo que ir al lavabo.

      Galán quedo solo en la habitación y aprovechó para hacer un registro rápido. En los cajones de la mesita había ropa interior, calcetines doblados y varias fotografías sueltas. En una aparecía Miguel con una cuadrilla de amigos en el campo haciendo una paella, otra de su madre y su hermana cogidas del brazo y la última foto era de un varón de mediana edad con bigote, mirada melancólica y en el reverso escrito con tinta negra: Valencia, 1936.

      En el armario varias camisas y pantalones con la raya impecable y una chaqueta gris oscuro con dos corbatas uncidas a la percha. Al pie, un par de zapatos negros, unas botas de trabajo y unas alpargatas de suela de cáñamo. Palpó la parte superior del mueble y solo había polvo y hojas de periódico amarillentas. En la estantería unos pocos libros. Poe, Emilio Salgari, Bill Barnes, el aventurero del aire y novelitas del Oeste de Silver Kane. Nada sospechoso, ninguna mujer, panfleto político, dinero o cartas comprometedoras.

      Galán oyó descargar la cisterna y dejó de revisar la habitación. Teresa volvió lánguida con la mano en el vientre.

      —Perdone, no me encuentro bien.

      —Es normal. Quería preguntarle… ¿dónde trabajaba su hermano?

      —En Macosa. Es tornero. Esa noche entraba de turno.

      —¿Sabe si tenía algún enemigo, o si había tenido alguna discusión con alguien?

      —No, no. Se llevaba bien con todo el mundo, era de buen carácter…

      —¿Tenía novia? ¿Podemos pensar en algún novio o marido despechado?

      —No, ninguna novia, al menos que sepamos. Hombre, salía con los amigos al baile los fines de semana, solían ir al Farol… Igual había empezado a salir con alguien recientemente. Pero nada serio, sino me hubiera enterado.

      —¿Algún problema en la empresa? ¿Estaba metido en política?

      —No, no, de política nada. Él no se metía en líos —aseguró recelosa al recordar la penosa detención de Ernesto Valero, buen amigo de la familia y administrativo de Macosa. La recomendación del militante comunista había facilitado la entrada como aprendiz de su hermano en la empresa, aunque de eso hacía siete años.

      —¿Tenéis alguna foto reciente de Miguel que nos podáis dejar? Que se le vea bien la cara a ser posible.

      Teresa se desplazó a su dormitorio y al poco volvió con una caja de cartón con fotos y le pasó a Galán una fotografía de estudio donde aparecía su hermano en plano medio, oteando con aplomo el horizonte.

      —Perfecto. Será suficiente.

      La mujer observó como Galán se guardaba la foto en el bolsillo interior de la americana y disimuladamente se fijó en los ojos del policía. Ojos grises, a juego con el traje barato y su gabardina. Sus miradas se cruzaron unos instantes.

      —En este barrio no se ven muchos coches. ¿Desde cuándo tenía coche su hermano?

      —No, el coche no era nuestro. Es de nuestro vecino Pedro. Mi hermano tenía una Vespa que usaba para ir a trabajar, pero se sacó el carnet de coche y si llovía Pedro se lo solía dejar.

      —¿Eran muy amigos?

      —Bueno, no sé si muy amigos, pero a veces cuando volvía de la faena salían y se tomaban una cerveza, jugaban a las cartas. Miguel también le dejaba la moto de vez en cuando.

      —Este vecino vuestro, habrá hablado con vosotros estos días, supongo…

      —Sí, claro, la finca entera estaban al tanto de la desaparición de Miguel. Todos estaban muy preocupados.

      Galán y Teresa se dirigieron al comedor donde la anciana todavía moqueaba y Sánchez dejaba correr el tiempo escudriñando la limpieza de la calle a través de los visillos.

      —¡Al loro, Sánchez! Ahora resulta que el coche no era de Planells sino que se lo había dejado un vecino. Vamos a hacerle una visita a ver qué cuenta.

      Galán y Sánchez salieron al descansillo seguidos por Teresa y llamaron a la puerta contigua. Tardaban en abrir. Finalmente una atractiva mujer morena con delantal estampado les abrió la puerta. Cargaba al brazo un niño de unos dos años que se recostaba sobre su abultado pecho. Un agradable olor a puchero les llegó procedente de la cocina.

      —Es Juana, la mujer de Pedro —observó Teresa en un susurro a espaldas de los inspectores.

      —Buenas, señora, somos de la Policía. Quisiéramos hablar con su marido —expuso Galán escudriñando con disimulo el pasillo por encima de la cabeza de la mujer. Una puerta entreabierta separaba el recibidor del resto de habitaciones—. Es referente a su vecino Miguel.

      —¡¡Pedro!! ¡¡Sal!! —gritó la mujer girando la cabeza hacia el interior de la vivienda. Buscó a Teresa con la mirada tras los hombros de los policías—. ¿Qué pasa, bonica? ¿Han encontrado ya a tu hermano?

      —Sí Juana, sí… Se ha confirmado lo peor. Los señores quieren hacerle unas preguntas a Pedro.

      Pedro Sanjuán acudió a la llamada, pausado, el cigarrillo en la boca y un periódico doblado bajo el brazo. Sobrepasaba los 40 años, de baja estatura pero fibroso. En su cara angulosa brillaban unos ojillos ratoniles. Iba en mangas de camisa y sus zapatos lucían lustrosos a pesar del barro de las calles.

      —Pero bueno… ¿A qué se debe el honor? La Brigada Criminal en mi humilde morada —manifestó con seguridad al ver a los inspectores plantados en el umbral.

      Galán y Sánchez cruzaron sus miradas y sonrieron al reconocer de inmediato a Pedro Sanjuán, también conocido como Pedrito el Nano o el Piernas. Un ladrón con varias detenciones, la mayoría por robos con escalo, en los que había demostrado una asombrosa pericia por su agilidad y rapidez de ejecución. Tampoco era desdeñable su habilidad con las ganzúas. Hasta donde ellos sabían parecía rehabilitado y ahora una parte de sus ingresos procedía de los servicios que ofrecía como confidente a la sección de atracos de Ruzafa. No era raro verlo zascandilear por comisaría o de compadreo en los bares con guardias e inspectores.

      —Hombre, Pedrito, menuda sorpresa, no esperábamos que el buen samaritano fueras precisamente tú —apuntó Galán. Con recato la mujer con el niño hizo mutis hacía la cocina.

      —¿Qué queréis? —preguntó desabrido Pedro.

      —Que nos hables de tu vecino Miguel. Como puedes suponer lo hemos encontrado cadáver dentro de tu coche —replicó impaciente Sánchez.

      —Bueno… En realidad me lo esperaba. Como llovía le dejé el coche para ir a la faena. No era la primera vez que lo hacía, aquí su hermana Teresa os lo puede confirmar —afirmó suspicaz señalando a la joven con el cigarrillo humeante en la mano.

      —¿Y eso es todo lo que tienes que decir? —preguntó Sánchez.

      —Pues no sé qué queréis que os diga… Di una batida por los alrededores de la fábrica del muchacho para ver si encontraba el coche. Pero fue imposible. Lo di por perdido. Acabé dando parte a los municipales por si aparecía por un casual… Pero no he recibido ninguna noticia. ¿Me podéis explicar qué pasa? ¿Dónde cojones lo habéis encontrado?

      Galán comenzaba a dudar que Pedrito Sanjuán estuviera implicado en aquella muerte. A nadie con dos dedos de frente se le ocurriría asesinar al vecino en su propio coche, a pocos metros de casa y aparecer tan tranquilo fumando, periódico en mano.

      —Alguien se lo cargó, y desde luego no fue el río —añadió lacónico Galán—.


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