Homo sapiens. Antonio Vélez
naturales, son buenas. ¿Para qué son buenas? Aquellos que caen en la trampa de la falacia olvidan imperdonablemente cuatro hechos fundamentales:
1 Lo que fue biológicamente bueno para la especie o el individuo en épocas pasadas no necesariamente sigue siéndolo ahora, cuando las condiciones del nicho han variado de forma tan sustancial. Recordemos que el hombre moderno tiene alrededor de doscientos mil años de haber aparecido en África, y que el 95% de ese tiempo los vivió en pequeñas comunidades integradas por parientes cercanos, sin ninguna tecnología y en medio de una cultura menesterosa.
2 Lo que para la selección natural es bueno, esto es, lo que realza la eficacia reproductiva, no tiene que serlo necesariamente para nuestros modernos criterios éticos, modelados fundamentalmente por la razón, la cultura y, en algunas ocasiones, por el capricho de las circunstancias o por la conveniencia de los poderosos. Es una falacia afirmar que si algo se explica por medio de la biología es porque ha sido legitimizado; o que al decir que algo es adaptativo lo estamos dignificando.
3 Cuando se afirma que algo fue importante para que se diera la posibilidad de la evolución del hombre, no se está implicando con ello que ese algo tenga que ser bueno, pues ni siquiera estamos seguros de que al mismo hecho de evolucionar se le pueda calificar de “bueno” o “afortunado”; no obstante, en el lenguaje corriente se toman “evolución” y “progreso” como términos sinónimos.
4 Se confunde “explicar” con “justificar”. Al explicar un comportamiento no estamos exonerando al sujeto que se comporta. La diferencia entre explicar y excusar, puntualiza Pinker (2000), se sintetiza en el dicho “entender no significa perdonar”. Y continúa: “Muchos filósofos creen que, a menos que una persona sea literalmente obligada, consideramos que su acción ha sido libremente elegida, aun cuando haya sido causada por un evento dentro de su cerebro”.Troquelado y señuelos
En 1953, Konrad Lorenz (1974b) describió por primera vez cómo un polluelo de ganso, apenas unas horas después de salir del cascarón, se fijaba y seguía, como si fuera su madre, a la primera cosa que se moviera en su entorno. Al fenómeno lo denominó “troquelado” o “impronta” (imprinting, en inglés). El fenómeno tiene sentido evolutivo, pues por lo regular lo primero que se mueve en el entorno de un polluelo es la madre, si bien en esa ocasión fue un señor de barba canosa (figura 5.4). Lorenz descubrió que existe una estrecha ventana de tiempo para que ocurra el troquelado: si el polluelo es menor de quince horas de nacido o mayor de tres días el troquelado no ocurre. Una vez llegado el momento preciso para la troquelación, el animalito identifica como “madre” al primer objeto que se mueva en su entorno, y más tarde no aceptará sustitutos, ni siquiera a la madre auténtica. Esta conducta de fijación es innata, pues el animalito no tiene tiempo para aprenderla.
Algunas conductas humanas guardan cierta semejanza con el troquelado, pues tienen un periodo crítico de aprendizaje y lo aprendido nunca se olvida. Por ejemplo, hay un periodo crítico para formar lo tabúes alimentarios y estos son prácticamente indelebles. Por eso dicen que “al marrano, con lo que lo crían”. Las fobias se forman temprano y tienen la rigidez del troquelado. El rechazo al incesto tiene también un corte que nos hace pensar en una especie de troquelado, pues se “aprende” solo entre personas que comparten la crianza desde muy temprano, sean o no parientes; una vez superada cierta edad, la ventana se cierra y el rechazo no se establece. Igual ocurre con el aprendizaje de la lengua: superada cierta edad crítica, el comienzo de la adolescencia, dicha lengua ya no se aprende como idioma nativo. Pero hay algo más: las ideologías y las religiones aprendidas durante la edad crítica del lenguaje se conservan casi siempre hasta la muerte, sin mayores cambios, como si se tratara de verdaderos troquelados.
Figura 5.4 Gansos de las nieves, troquelados al nacer por Konrad Lorenz
Para que un animal no racional (los prehomínidos pudieron serlo) realice todas las acciones requeridas para sobrevivir y reproducirse, debe estar provisto de los mecanismos neuronales y hormonales que lo inciten, urjan y muevan en la dirección apropiada. Todas las sensaciones internas operan entonces como señuelos, espejismos perpetuos que atraen (a veces repelen) la atención del animal y, en una especie de engaño provechoso, lo llevan a ejecutar acciones de doble faz: en la superficie, la acción busca satisfacer una necesidad inmediata, que se manifiesta como sed, hambre, deseo sexual, deseo lúdico, antojo por un alimento particular, molestia por la presencia de un congénere extraño en el territorio propio (xenofobia) o imperiosa necesidad por dejar las marcas olorosas en los sitios apropiados; pero, en el fondo, la acción tiene un propósito más profundo e importante —a veces indescifrable— para la supervivencia y la reproducción.
La antropóloga Helen Fisher (1987) argumenta que la dopamina —neurotransmisor asociado con el placer— ocupa un puesto central como señuelo o agente motor, pues dirige o impulsa a los animales para que encuentren recompensas, como alimento y sexo, y les paga con la sensación de placer cuando los impulsos quedan satisfechos. Se trata de un verdadero centro de recompensas. Así, entonces, el animal se ve arrastrado por sus sensaciones y emociones, casi siempre en la dirección acertada. El prehombre también, y lo mismo le ocurrió al hombre primitivo, su heredero directo, salvo que les agregó más color emotivo a las sensaciones, gracias a la hipertrofia de su sistema límbico o emocional. Y el hombre moderno precientífico lo heredó, a su turno, amplificado y mejorado, de sus antecesores. Nuestras pulsiones vitales son anteriores a la consciencia, por eso esta no puede dar cuenta de los sentimientos humanos de origen primitivo. Están del otro lado del espejo. Detrás de la satisfacción de necesidades directas y personales se esconde la satisfacción de necesidades vitales para el individuo y la especie. Son los trucos ingeniosos de la evolución. Los cerebros de los animales, incluido el hombre, llevan a cabo un conjunto notable de actividades bioquímicas, moleculares y eléctricas sin saber conscientemente cómo ni para qué.
El placer sexual es el señuelo de la reproducción. El perro es atraído por el estro de la perra y compelido a aparearse con ella, sin importarle un higo, o un hueso, la fisiología y la reproducción. Nosotros, los humanos, no nos apareamos porque deseamos tener descendientes, aunque algunas veces esto pueda ser cierto, sino porque sentimos placer al aparearnos. Y si llegan los hijos, derivamos el placer adicional de su presencia, crecimiento y desarrollo. Entonces, por lógica, tenemos más descendientes, justamente porque nos apareamos y cuidamos a los hijos. En un mundo sin contracepción, eso bastaba para que los genes hicieran abundantes copias de sí mismos. Y eso bastaba para que la evolución seleccionara a los que así se comportaban.
Comemos, al igual que el resto de los animales superiores, por el placer, el gusto, la atracción que nos produce el alimento, y no con el fin inmediato y consciente de abastecer de combustible el organismo. El niño juega con el fin de prepararse para la vida adulta, pero sus argumentos inmediatos son muy diferentes. No nos interesa la relación sexual con la madre, señuelo negativo, luego no nos apareamos con ella y así evitamos el daño genético que puede resultar y los inconvenientes sociales que de ello se derivarían; sin embargo, no advertimos naturalmente la función de la prohibición; muchísimos antropólogos, ni siquiera hoy, con la gran información que hay disponible, han podido comprender el funcionamiento de tales mecanismos ocultos. Siguen en la oscuridad cuando hay ya tanta luz.
Por tales motivos, resulta casi siempre más fácil hacer lo que a uno le place que hacer lo que la razón ordena. Como nuestra mente no es monolítica, una parte de ella busca el licor y otra lo rechaza. La sinrazón casi siempre triunfa. Por eso comemos y bebemos con desmesura, muy a pesar nuestro, y muy a pesar de nuestro peso. La lucha secular de los educadores ha sido por desviar al hombre de sus trayectorias naturales, y eso explica su relativo fracaso. Con mucho pesar por Rousseau, tenemos que admitir que el hombre nace “malo” y a veces la sociedad lo mejora. Siendo tan firmes y obstinados los impulsos naturales, se hace necesario que el esfuerzo educativo sea más intenso, constante y temprano, si se quiere competir con algún éxito contra las “malvadas” instrucciones programadas en el código genético. Advirtamos que cuando una forma de conducta no ofrece dificultad para dejarse modificar por medio del trabajo cultural, está demostrando con ello que es un valor agregado, sin raíces genéticas significativas.
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