A través de un mar de estrellas. Diana Peterfreund

A través de un mar de estrellas - Diana  Peterfreund


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que no manipularon genéticamente a sus hijos fueron objeto de desprecio y lástima. Pero, una generación más tarde, cuando estos niños «perfectos» solo pudieron engendrar bebés reducidos, disminuidos mental y físicamente, se demostró que se había cometido un error descomunal. Con la mayor parte de la humanidad afectada por esta tragedia, los perdidos no aceptaron su derrota con aplomo. Se volvieron en contra de aquellos que habían salido ilesos, convirtiéndolos en objeto de envidia y odio. Y, con las Guerras de los Perdidos, intentaron su exterminación total.

      Una vez acabadas las guerras, los supervivientes se dieron cuenta con horror y consternación de lo que habían provocado. Casi no quedaban lugares habitables en el mundo, y pocas personas se habían salvado de la Reducción.

      Desesperados, dos sirvientes sin recursos desafiaron a sus patrones, pertenecientes a los perdidos. Valiéndose del arma más espantosa de las guerras, terraformaron un nuevo hogar, un oasis en las ruinas del mundo: Nueva Pacífica. Allí declararon que condenarían para siempre a los responsables de la destrucción de la Tierra y no volverían a cometer los mismos errores.

      No fue así.

      —«Derechos humanos en Albión: ensayo escrito por lady Persis Blake».*

      Capítulo 1

      Si la Amapola Silvestre se atrevía a regresar a Galatea, el Ciudadano Cutler estaba preparado. Había puesto guardias armados en la entrada de la propiedad y diez soldados adicionales rodeando los campos de ñame. Aunque sabía que ningún reducido intentaría escapar, Cutler era consciente de que el peligro real se hallaba en el exterior. El floreado espía albiano había «liberado» al menos a una docena de enemigos de la revolución en los últimos meses, pero eso no iba a suceder durante su guardia.

      Durante la mejor parte de la mañana, una brisa marina había atravesado los campos más bajos, moviendo las hojas de ñame y provocando que el agua se agitara y ondeara como la piel de una serpiente. Los prisioneros reducidos se desplazaban lenta y metódicamente en sus parcelas, siguiendo una antigua, y francamente innecesaria, tradición de cortar las raíces a mano y replantar los tallos con el fin de que estuviesen listos para la siguiente cosecha.

      El último patrón del estado (llamado Lacan, aunque Cutler dudaba de que el hombre lo recordara tras haber sido reducido) chapoteaba y daba traspiés en el campo, podando los tallos de ñame con un cuchillo muy poco afilado para la tarea. Su pelo gris se le apelmazaba en el cuello por el sudor y el barro; y su boca, que una vez había sido altanera, le colgaba flácida y estúpidamente. Mientras Cutler lo observaba, el cuchillo se le resbaló de la mano y el filo se le hundió profundamente en el pulgar.

      Lacan lanzó un lamento, y los guardias comenzaron a gritar y a reírse a carcajadas. Cutler no se movió de su posición, inclinado contra una de las máquinas de cosecha en desuso. Era bueno dejar que los soldados se entretuvieran. Estar allí, en la costa rural este, ya era lo bastante aburrido.

      —¿No deberíamos ir a ayudarlo? —preguntó una de sus reclutas más recientes, una muchacha que apenas parecía lo suficientemente mayor para recibir un entrenamiento básico. Se llamaba Trina Delmar, había llegado aquella mañana y no se callaba nunca—. Parece un corte feo.

      Cutler se encogió de hombros y escupió a la marisma. Chica tonta. Siempre eran las chicas las que se ponían sentimentales al ver a los prisioneros.

      —Ese es el antiguo patrón de esta plantación. ¿Cree que los de su clase se preocuparon alguna vez de los pulgares de nuestros antepasados, cuando Galatea estaba en sus manos?

      —¡Sus manos ya no son tan efectivas! —soltó un guarda.

      —No se sienta mal por estos aristos, Ciudadana Delmar —continuó Cutler—. Si se hubiesen preocupado por nosotros, la cura para la Reducción se habría descubierto mucho antes.

      Por eso había sido un nor quien había descubierto la Cura Helo hacía dos generaciones. Durante cientos de años, antes de la cura, la mayor parte de las personas que no eran aristas habían nacido reducidas, enfermizas y retrasadas mentales. Se decía que solo una persona de cada veinte nacía ya siendo nor, con un cerebro y un intelecto normales. La Cura Helo terminó con la Reducción en tan solo una generación: tras la cura, todos los bebés nacieron con normalidad.

      Y ahora, gracias a la píldora de la Reducción obtenida por los revolucionarios, era el turno de los aristos de revolcarse en el fango. En el campo, el antiguo patrón estaba gimiendo y aferrándose la mano herida contra su pecho. Cutler le daba una semana, dos como mucho. La Reducción no se había diseñado para constituir una pena de muerte, pero las cuchillas afiladas y los idiotas no debían mezclarse.

      —Pero lo cierto es que lord Lacan se esforzó por distribuir la cura entre los reducidos —señaló Trina—. Cuando era joven; vi una foto suya con Persistence Helo…

      Cutler la miró echando chispas por los ojos.

      —No sabe de lo que habla, Ciudadana. Si está aquí, significa que es enemigo de la revolución. Enemigo de normales como nosotros.

      Pero Trina seguía lanzando miradas de lástima a Lacan. La recluta había sido una molestia desde que había aparecido, cuestionando las dosis de la píldora y la cantidad de tomas, como si importase que Cutler repartiera las píldoras rosadas de la Reducción con una frecuencia un poco mayor de la requerida. Una vez reducidos, unas pocas píldoras de más no los volverían más estúpidos. Además, a Cutler le gustaba ver a los aristos retorcerse un poco. Allí no había mucho más que hacer.

      Y ahora aquella recluta idiota se abría paso a través del campo. Se estaba acercando a Lacan, que de manera infructuosa se afanaba de nuevo con los tallos de ñame usando su mano sana. Eso era exactamente un reducido. Trabajaban hasta caer hechos pedazos.

      —¡Regrese a su puesto, Delmar! —vociferó Cutler. Una recluta novata no iba a ponerlo en evidencia.

      La recluta lo ignoró y extendió un poco de ungüento en la herida de Lacan antes de vendarla.

      —¿Le he indicado que ayudase a este reducido inmundo? —espetó Cutler, mientras entraba agitadamente en el campo y golpeaba el costado de Lacan con el mango de su pistola. El hombre mayor cayó contra el ñame y Trina hizo una mueca de dolor—. Tenga cuidado, Delmar. O me veré obligado a entregarle un informe negativo al Ciudadano Aldred.

      Trina ni siquiera alzó la mirada. Bien. Seguramente la había asustado y la había metido en vereda.

      —Usted no está aquí para ayudarlos. Está para mantenerlos alejados de la Amapola Silvestre. Cada prisionero que perdemos a favor de Albión debilita la revolución.

      —Lo que debilita la revolución —escupió —, de verdad, es… —Pero bajó la cabeza y dejó de hablar cuando vio la expresión amenazadora del hombre.

      Justo entonces, un deslizador pasó a toda velocidad por el sendero que había entre los campos, formando nubes de polvo con sus elevadores. Había una jaula vacía detrás de la cabina.

      —¡Oficial! —gritó el conductor, un joven que llevaba uniforme militar.

      Cutler se desplazó por el agua hasta el límite del campo y elevó la vista hacia la cabina con ojos entornados. Trina lo siguió, para mayor irritación de él.

      —Solicitud de transferencia —manifestó el conductor con la mano izquierda extendida. Un oblet cobró vida en su palma, revelando un holograma del rostro del ciudadano Aldred.

      —Todos los reducidos de nuestras plantaciones externas han de trasladarse de vuelta a la prisión en la ciudad de Halahou —indicó la voz de Aldred, que provenía de la imagen.

      —No tengo noticias de eso. —Cutler extrajo su propio oblet y la superficie negra destelló al sol como el guijarro de obsidiana por el que había recibido su nombre. No había mensajes de Halahou. Ni un solo mensaje.

      El muchacho se encogió de hombros. La gorra militar le sombreaba los


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