A través de un mar de estrellas. Diana Peterfreund
enfureció, y enfureció todavía más cuando su padre, de entre toda la gente, intervino en su rescate.
—Lo importante aquí es que ese espía albiano está llevando a cabo sus actividades en nuestro territorio —apuntó su padre, y toda conversación cesó—. Ya es hora de que respondamos con fuerza y le paremos los pies de una vez por todas. Necesitamos averiguar su identidad para neutralizarlo.
—Motivo por el que un interrogatorio a una testigo habría sido prudente —musitó Gawnt. En voz más alta, dijo—: ¿Hay alguna duda del tipo de persona que buscamos? Sin duda, este es el caso de un aristo albiano frustrado por la absoluta inutilidad de la pequeña princesita que en estos momentos reina en su país. —Miró a Vania con desagrado.
Ella pensó en todos los instrumentos de la mesa que podrían ser aptos como armas. ¿Cómo se atrevía a compararla con la princesa Isla de Albión? ¿Una mocosa arista mimada y cabeza hueca, engendrada por endogamia, a la que ni siquiera le permitirían simular que reinaba si ese rey infante fuera lo bastante mayor como para tomar el trono? No se asemejaban en nada.
—¿Llevamos algún registro de los aristos que han visitado la isla? —preguntó el ciudadano Aldred.
—Si pasan por el puerto de Halahou —señaló el general—. Pero hay un montón de amarraderos no oficiales por toda la isla. No es probable que el espía vaya por la ciudad, a no ser que no le quede más remedio.
—Creo que es hora de ir a la fuente —opinó Vania—. Los albianos nos están enviando espías. Tal vez es hora de que enviemos nuestros propios espías a sus costas y averigüemos quién es el responsable de los asaltos. Debe de haber rumores en la corte albiana…
—Ya basta, Vania —la interrumpió su padre—. Solo por estar sentada en esta mesa no significa que puedas olvidarte de tu rango. El general Gawnt sabe lo que hace.
—Pero, papá…
—¡He dicho basta! —El ciudadano Aldred golpeó la mesa con la mano.
Vania se quedó mirando a su padre con ojos muy abiertos y sin pestañear. No iba a llorar delante de aquellas personas. Bajo la mesa, retorció su servilleta hasta hacerla pedazos.
Gawnt procedió a hablar con voz monótona, trazando un plan para apresar al espía albiano, al tiempo que soltaba unas cuantas pullas a expensas de Vania. Después de un rato, dejó de escucharlo. Dejó de escucharlos a todos. En su lugar, pensó en su remoto antepasado, el líder militar que había resquebrajado la Tierra y había matado a todas las personas que odiaba de un plumazo.
Capítulo 8
El galatiense que Persis había llevado a la casa de sus padres se acercó a los Blake a zancadas e hizo una reverencia. Ella lo siguió, preocupada por el modo en que iba a comportarse el revolucionario y por lo que sus padres podían estar pensando.
—Lord y lady Blake, les agradezco mucho su hospitalidad…
—En absoluto —replicó su padre—. Si mi hija hubiese sido hospitalaria de verdad, no habría pasado usted la noche en un cuarto trasero. No sé en qué estaría pensando Persis.
Ah, eso era fácil. No había estado pensando, había estado inconsciente. Persis se quedó sorprendida (y muy aliviada) cuando Justen no contestó. Ya estaba metida en un buen lío solo por llevar a un chico a casa, se apellidase Helo o no.
—Papá —exclamó—. A Justen no le importa…
—Por favor —continuó su padre—, tenemos una suite reservada para nuestros invitados más ilustres. Debe usted aceptarla. El rey llegó a quedarse ahí.
Y la princesa había acampado con Persis en la terraza cuando tenían seis años y no es que fuera suelo sagrado.
—Gracias, pero su «cuarto trasero», como usted lo llama, me resulta muy cómodo. Es el lugar más elegante en el que he dormido nunca.
Persis comprendió que aquello era mentira. Los Aldred se habían mudado al palacio real cuando la reina había sido derrocada, lo que significaba que seguramente él vivía allí con ellos.
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