A través de un mar de estrellas. Diana Peterfreund
mayor parte de los aristos galatienses habían sido horribles con su población tras la aplicación de la cura. Aunque la gente ya estaba naciendo nor, a la mayoría se la había tratado como esclavos reducidos. A muchos no se les pagaba por su trabajo, ni se les proporcionaba una educación, ni se les permitía tener un control de bienes; y los aristos y nores más afortunados que habían hecho campaña por la igualdad de derechos habían sido acallados por la reina y sus seguidores, o peor.
Las ansias de lograr un cambio estaban más que justificadas. Persis no podía negarlo. Pero la revolución estaba cambiando las cosas de forma negativa. La solución no era más esclavitud; y la tortura seguía siendo tortura.
Además, si Justen iba a constituir una ventaja para Isla, tendría que aprender a pisar con más cuidado sobre las minas desperdigadas en la aristocracia albiana.
—¿Has oído su historia? —inquirió—. Yo sí. Fueron esclavizados en sus propias tierras ancestrales, obligados a hacer trabajos forzosos para entretenimiento de sus propios carceleros. —Hasta que la Amapola Silvestre los había rescatado.
—¡Oh, qué horror! —gruñó Justen sin darse la vuelta—. Tener que trabajar. Como sus sirvientes hicieron durante generaciones. Como tus sirvientes hacen ahora.
Persis enfureció.
—Mis sirvientes hacen su trabajo. Tienen un horario justo y una paga justa. No están esclavizados ni encarcelados. —Dudó, eligiendo las palabras con más prudencia, del modo en que lo haría Persis Blake—. Y tampoco les suministramos fármacos para volverlos estúpidos.
—¿Y qué hay de los sirvientes reducidos a los que lord Seri no quería administrar la cura? —preguntó Justen, girándose para encarar a Persis en el timón—. Al elegir privarlos de la cura, habrían quedado esclavizados para siempre, en sus cuerpos y en sus propias mentes.
Persis aferró el timón con fuerza mientras un escalofrío le sacudía la carne. Eso era lo que estaba pasando con los prisioneros en Galatea. Y no solo la revolución guardaba un destino tan espantoso para su gente. Incluso allí, en Albión, algunos eran esclavos en sus mentes, y a otros les aguardaba ese futuro, planeando ante ellos sin escapatoria posible. Nada había que Persis pudiese hacer por los oscurecidos, nada en absoluto. Pero tales inevitabilidades estaban escritas en el código genético y no iba a permitir que ese sufrimiento se cerniese sobre alguien que no tuviese por qué experimentarlo. La Reducción había llegado a su fin. No iba a dejar que los revolucionarios la recuperaran con sus espantosas píldoras rosadas.
—Pero, al final, la cura no se retuvo —señaló finalmente. Era lo bastante seguro. Era una afirmación que incluso Persis Blake podía pronunciar—. La reina que gobernaba entonces hizo que su aplicación fuese universal, tal y como hizo el rey aquí. ¿Vosotros, los revolucionarios, perdonasteis a sus descendientes en agradecimiento? —Ella jamás olvidaría la noche en que la reina Gala había muerto. Su reducción había constituido el primer golpe; pero, incluso entonces, Persis (y todo Albión) había sido lo bastante inocente como para creer que se trataba de una locura temporal y que todo acabaría por resolverse. Pero, al morir y, luego, cuando su cuerpo fue profanado por una muchedumbre furiosa, lo único en lo que Persis había podido pensar era en su propia princesa. Su mejor amiga, joven y gobernando sin el poder de prevenir que ese tipo de cosas sucediera.
Fue la noche en que nació la Amapola Silvestre.
—No. —Justen bajó la cabeza—. Cometimos muchos errores. Te lo he dicho, ya no creo en la manera en la que está actuando la revolución. Pero eso no hace menos válidas las metas que nos han traído hasta este punto. A veces ocurren cosas malas cuando intentas hacer algo bueno.
Persis sabía exactamente de lo que hablaba, al igual que su tocaya antes de morir. Como los síntomas de la enfermedad no se manifestaban hasta que sus víctimas rondaban los cuarenta, Persistence Helo ya era muy mayor cuando la Demencia de Normalidad Adquirida había aparecido por primera vez entre la población de los nores rehabilitados por la Cura Helo. Se pasó el resto de su vida aislada. Algunos decían que era por la vergüenza, pero Persis a menudo pensaba que, a lo mejor, había estado investigando, tratando de encontrar el modo de enmendar el problema que había ocasionado sin querer.
Persis se lo habría preguntado a Justen, pero no se suponía que debiera tener curiosidad por algo así.
—Pienses lo que pienses —profirió finalmente—, debes cuidar tu tono en la corte albiana. No todo el mundo es tan comprensivo con los ideales de vuestra revolución como la princesa, y no te interesa ganarte enemigos en tu posición. —La estaba mirando fijamente, así que se colocó el cabello detrás de la oreja y se encogió de hombros de manera coqueta y despreocupada—. No soy política, pero sé cómo apañármelas en la corte.
Justen asintió.
—Tienes razón. Estoy demasiado acostumbrado a las actitudes de casa. Me… esforzaré más. —Él le obsequió con lo que probablemente pretendía ser una sonrisa esperanzada—. Soy consciente de que no todos los aristos son malvados, que lo sepas.
—¿Sí? —Ella ladeó la cabeza. Era mono cuando sonreía. Le suavizaba las facciones, haciendo que sus ojos se arrugaran un poco en las esquinas y que sus pómulos cambiaran de severos y graves a… bueno, probablemente sexis era exagerado.
—Tú estás bien. Es decir, sin contar con eso de tu cabeza. Cualquier cosa con tantas plumas y que no pueda volar es malvada seguro.
Ella se rozó el tocado con los dedos e hizo un puchero.
—Pues te diré que este es mi segundo mejor sombrero.
El Daydream avanzó hasta atracar y Slipstream repiqueteó en la cubierta, lanzando su largo cuerpo desde el borde hasta el agua verdosa de debajo.
—Ostras —señaló Persis a Justen—. No hay nada que le guste más a Slippy.
La cara del acantilado se alzaba delante de ellos, vertical y escarpada. Caminaron por el muelle hacia el ascensor y Persis se deshizo del cubremuñecas para que su palmport abriese la puerta.
Justen soltó una risita.
—¿Qué? —preguntó.
—Me acabo de acordar de la noche pasada —explicó—. Andrine y yo lo pasamos fatal intentando activar tu puerto lo suficiente como para introducir la clave de acceso en el ascensor. A ninguno nos hacía gracia la idea de tener que arrastrarte arriba y abajo.
Persis levantó la mirada hacia la antigua carretera en zigzag del acantilado. Era el resquicio de otro tiempo muy lejano en que un propietario de Centelleos había abarrotado el camino, con pronunciados altibajos, de sirvientes reducidos y los había tratado como mulas de carga. Pero el ascensor había sido instalado mucho antes de la cura. Los Blake habían sido aristos progresistas durante generaciones.
—Supongo que, si vas a quedarte aquí, deberías tener tu propia clave de acceso.
—¿Sí? —profirió Justen cuando las puertas del ascensor se abrieron y se adentraron en él.
—Bueno —añadió Persis—, depende de cuánto impresiones a mi padre. —El sitio era lo bastante grande como para que cupiesen diez pasajeros a la vez, pero Justen presionó las manos contra las ventanas, como intentando escapar de allí a medida que el ascensor se elevaba en el aire. Ella se quedó donde estaba, en el centro del ascensor, observándolo. Las paredes, que daban al mar, estaban inclinadas hacia el exterior y largos paneles de vidrio revelaban el vasto y resplandeciente canal que había más allá. A veces, cuando el cielo estaba lo suficientemente despejado, se podía vislumbrar Galatea; pero, a pesar de que su acompañante examinaba el horizonte con diligencia, la niebla bloqueaba la vista hacia el sur.
—¿Nostálgico, ya?
Justen no contestó.
Con una sacudida, el ascensor se detuvo y las sólidas puertas traseras se abrieron en espiral, como pétalos, revelando el patio delantero de Centelleos y a todos sus habitantes, firmes y engalanados con la ropa de ocasiones especiales.
Sus