A través de un mar de estrellas. Diana Peterfreund

A través de un mar de estrellas - Diana  Peterfreund


Скачать книгу
creyesen que simplemente estoy de visita en vuestra isla —explicó—, al menos, hasta que pueda idear la manera de sacar a mi hermana de la casa del ciudadano Aldred. —Aunque su tío adivinara la verdad, una mentira pública podría bastar para proteger a Remy.

      Persis alzó la cabeza y fijó los ojos en su cara con interés.

      —Un momento… ¿ese revolucionario de Galatea tiene a tu hermana prisionera? ¡Eso sí que es interesante!

      La princesa le hizo un gesto a su amiga con la mano y, con un suspiro, Persis regresó su atención al diagnóstico que planeaba por encima de su disco de palmport. Justen se mordió la lengua, frustrado. A Isla no parecía importunarle la presencia de la muchacha y, como nor extranjero, ¿qué derecho tenía a exigir que una arista los dejara solos? Además, Persis era quien lo había llevado allí. Iba a tener que aguantarse, así de sencillo.

      —No prisionera —la corrigió Justen. Con el cerebro lavado, quizás. Igual que él, hasta hacía poco—. El ciudadano Aldred es su tutor. —También había sido el tutor de Justen y probablemente todavía se viese a sí mismo de esa forma, aunque ya hubiese cumplido los dieciocho.

      Era increíble la manera en que los pensamientos de una persona empezaban a rezumar desde el momento en que una sola grieta aparecía en la superficie de sus creencias. ¿Cuánto tiempo había estado planeando el tío Damos la revolución? ¿Sabía, diez años atrás, cuando había aceptado la custodia de los niños Helo que acababan de quedarse huérfanos, cuánta benevolencia iba a obtener de los nores de Galatea?

      No habría podido adivinar que sería Justen el que le entregase el arma que le haría falta para derrocar al gobierno. Ni siquiera Justen lo había sabido cuando lo había hecho.

      —Tutor —repitió Isla—. Rima con «celador».

      Justen asintió con alivio. Pues sí que lo entendía.

      —Ahora mismo, así son las cosas. Y somos valiosos para la revolución como símbolos de la cura.

      —Ustedes son valiosos para nosotros por el mismo motivo —afirmó Isla—. Doy por sentado que no desea intercambiar una jaula dorada por otra.

      —No soy un símbolo —replicó Justen con amargura—. Y, desde luego, no soy un símbolo de esta revolución.

      —Ya me cae usted mejor —declaró Isla. Las persianas de bambú que separaban la antecámara de la corte crujieron—. Persis, querida, vete a ver quién nos interrumpe.

      Allí había un hombre, ataviado también con ropa estrambótica y con aspecto de estar enfadado.

      —¿Quién es ese galatiense? —siseó a Persis—. ¿Qué hace la princesa con él?

      Persis presionó una mano contra su pecho.

      —Señor consejero, una dama no debe revelar demasiadas cosas.

      —¿Pues entonces qué hace usted aquí?

      —¡Ya le gustaría a usted saberlo! —Y cerró las cortinas de nuevo—. Eso no lo detendrá por mucho tiempo.

      —Desde luego —coincidió Isla—. El consejero Shift no soporta la idea de que algo se haga sin su permiso. —Suspiró—. Hasta ahora, esta conversación ha molestado al presidente del consejo y ha perjudicado mi reputación. Espero que merezca la pena, ciudadano. —Se dio la vuelta de nuevo para encarar a Justen y su faldón giró con ella; entonces, fijó sus ojos en los de él con intensidad.

      Se asombró a sí mismo al sentir ganas de retroceder un paso, o de inclinarse, o de ponerse de rodillas. ¿Cómo lo lograban esos aristos? Sabía que no nacían siendo superiores, a pesar de lo que proclamaban ellos. Más bien, los aristos y las personas de clase más baja habían sido adoctrinados desde su nacimiento en sus roles de patrón y subordinado. Creía que le habían enseñado a resistirse, que la revolución había extraído de su cuerpo ese instinto, pero era obvio que estaba profundamente arraigado.

      —¿Puede decirme, si no le importa, la excusa que planea utilizar con sus compatriotas y su hermana como motivo por el que se queda en la corte de Albión? No puede usted preferir nuestro sistema aristocrático a los ideales revolucionarios de Galatea, ¿no?

      —No… he pensado en eso a fondo todavía. —Había estado demasiado concentrado en salir de Galatea antes de que el trabajo de su abuela pudiese hacer más daño. Antes de que él lo hiciese. Escapar era la prioridad. Las excusas y las disculpas podían dejarse para más adelante.

      Isla chasqueó la lengua y se volteó hacia su amiga.

      —Persis, querida, ¿en dónde te encuentras a esta gente?

      Persis analizaba a Justen apreciativamente, como si fuese un rollo de seda o un sombrero particularmente exquisito.

      —La verdad es que él me encontró a mí. En el suelo. Me rescató en el puerto de Galatea.

      —¿Te rescató?

      —Sí —admitió Persis avergonzadamente—. Estaba sufriendo una intoxicación por tempogenes.

      Isla frunció el entrecejo.

      —Te dije lo que pasaría. ¿No te lo dije? —Dio un golpe contra el suelo con el pie. Como una verdadera reina, pensó Justen. El modo en que aquellas dos hablaban… eran amigas de verdad. Una princesa evidentemente inteligente y la medio arista idiota de la alta sociedad cuya idea de pasarlo bien era merodear en los barrios bajos de Halahou para conseguir tempogenes y seda barata.

      Puede que Justen estuviera fuera de lugar en Albión.

      La princesa le volvió a dirigir la atención.

      —¿Por qué huye de su país si se lleva tan bien con el ciudadano Aldred? Allí no corre usted peligro.

      —Eso no es cierto —replicó. En cuanto llegara a sus oídos la información acerca de la hacienda Lacan, las sospechas de su tío Damos quedarían confirmadas. Y, desde luego, Justen sería el sospechoso principal—. Ya no comparto las acciones de mis compatriotas. Ya no puedo apoyar la revolución ahora que se ha transformado en… —tomó aliento—, cruel venganza y violencia contra inocentes. Vale la pena luchar por la justicia social, no por un reinado de terror.

      —Así que —comentó Isla—, si no actúa como debe un buen revolucionario, ¿Aldred hará de usted un ejemplo para los demás?

      —Exacto. —Por supuesto, ella sabía cómo funcionaba. Probablemente estaba muy familiarizada con tales métodos de gobierno despótico. El mismo tío Damos le había enseñado sus peligros, mucho antes de la revolución. ¿Cómo había llegado a aquello? Justen Helo, en el salón del trono de Albión, aliándose con una monarca.

      —Pero usted es un Helo —continuó Isla—. Aldred no sería tan necio como para hacer algo en público.

      —Tal vez no —admitió—, pero lo he visto actuar en privado.

      La boca de Persis formó una pequeña «o».

      —¿Estás diciendo que podría daros a tu hermana o a ti esa píldora de la Reducción de la que tanto he oído hablar?

      Justen esperaba que no, aunque sería un castigo ejemplar por su desobediencia, y Aldred lo sabía. Nada había que le gustase más a su tío. Por eso se había abalanzado sobre las rosadas.

      No sabía con quién estaba más enfadado: con Remy o consigo mismo. Pocos días antes de marcharse, le había confesado todo a ella, todas sus dudas acerca de la revolución; incluso, había admitido haber saboteado un lote entero de rosadas listas para transportar a una hacienda de prisioneros en el este. Se había esperado su estupefacción, pero también su apoyo. En su lugar, su hermana de catorce años había empezado una lluvia de ideas sobre cómo enmendar el desastre que había ocasionado, como si fuese posible. Ya le habían prohibido la entrada a los laboratorios. El tío Damos sospechaba… algo.

      Remy no lo entendía. Aunque pudiese rectificar, no lo haría. Habían intercambiado


Скачать книгу