A través de un mar de estrellas. Diana Peterfreund
mejor… aunque no por mucha diferencia.
Se oyó a alguien aclarándose la voz al otro extremo de la mesa y Vania alzó los ojos. Su padre había llegado por fin. El ciudadano Aldred presidía la mesa, con la espalda recta; su abrigo estaba abotonado hasta el cuello y llevaba todas las medallas e insignias que la antigua reina le había otorgado cuando era tan solo el jefe de la milicia nor. Vania le había preguntado una vez que por qué seguía llevándolas, dado que la reina y, por supuesto, todo su sistema de gobierno eran una vergüenza.
—Los símbolos son importantes, Vania —le había explicado su padre. Y en esos días la población se aferraba a símbolos del antiguo régimen. La gente confiaba en Aldred, tanto por su prolongado servicio al viejo país, como por sus promesas acerca del nuevo.
Símbolos como esas estúpidas guirnaldas, objetos nanotecnológicos y amapolas silvestres que Vania no dejaba de encontrarse por todas partes. No era solo que la Amapola Silvestre estuviera llevándose a los aristos de los campos de trabajo. Era la ostentación del espía. Atraía los corazones vanidosos de los aristos y socavaba la pureza de la revolución.
—¿El ciudadano Helo tampoco nos honra hoy con su presencia? —preguntó el ciudadano Aldred con sequedad—. Encima que acabas de regresar del asedio, Vania. Pues parece que vamos a ser un grupo pequeño.
Vania arrugó la frente. Había estado demasiado ocupada con las barricadas de los Ford como para ponerse en contacto con Justen; pero, si se paraba a pensarlo, había transcurrido casi una semana desde la última vez que habían hablado. Tal vez aquello era lo que entrañaba ser adulto. Justen estaba ocupado con su investigación; ella, con la revolución de su padre. Cuando eran más jóvenes, lo habían compartido todo, pero ya no eran niños, y tampoco eran como los antiguos compañeros de clase de Vania, quienes se pasaban la mayor parte de su vida paseándose por Halahou, de fiesta con tempogenes y cotilleando, tan holgazanes como los aristos. La última vez que se había esforzado en sociabilizarse con ellos, habían estado más interesados en charlar sobre sus distintos líos amorosos que sobre la revolución que estaba teniendo lugar a su alrededor y que estaba cambiando el mundo.
Vania y Justen estaban por encima de todo eso. Tenían asuntos importantes en la cabeza.
Los comensales se dieron las manos e inclinaron la cabeza, y el padre de Vania comenzó a hablar.
—Nos hemos reunido aquí esta noche para dar las gracias a aquellos que estaban antes que nosotros: Darwin y Persistence Helo, quienes presenciaron el sufrimiento de los reducidos e inventaron la cura.
Vania sonrió sobre su plato. A pesar de la ausencia de sus hermanos adoptivos, los Helo nunca quedaban olvidados. Remy y Justen se sentían comprensiblemente orgullosos de su herencia. El padre de Vania los había animado a estarlo, y siempre había aseverado que los Helo eran los mejores nores que habían vivido; al menos, hasta ese momento. Vania estaba segura de que pronto la gente empezaría a ensalzar el apellido Aldred del mismo modo. Al fin y al cabo, ellos eran los que habían liberado finalmente a los nores de ser esclavos de los aristos.
—También le estamos eternamente agradecidos al creador de Nueva Pacífica, cuyo nombre se ha perdido en la historia debido a la tiranía de monarcas y a la esclavitud de la gente. Sin el trabajo de ese genio anónimo, la humanidad no habría sobrevivido a las guerras.
Hubo un conjunto de asentimientos y de murmullos de conformidad en toda la mesa. Vania se alegraba de que, desde la revolución, la verdadera historia hubiera salido a la luz. Al crecer, la habían obligado a aprenderse la versión aprobada por la corona: que las islas de Nueva Pacífica habían sido terraformadas y colonizadas por la primera reina Gala y el primer rey Albie como refugio después de que las Guerras de los Perdidos hubiesen convertido en inhabitables las demás zonas de la tierra.
Pero era mucho más importante contar la verdad: que la tierra había sido creada por el último general, el que había ganado la última Guerra de los Perdidos resquebrajando la tierra y aniquilando a todos sus enemigos. Si no lo hubiese hecho (quienquiera que fuese ese valiente hombre) Nueva Pacífica no habría llegado a existir.
Los aristos que habían gobernado la tierra durante tanto tiempo no eran nadie, probablemente descendientes de bedeles o de sirvientes en la embarcación del general Perdido. La única razón por la que no habían acabado reducidos era porque habían sido demasiado pobres como para costearse las mejoras genéticas que habían provocado la Reducción accidentalmente. Y luego se habían aprovechado de los descendientes reducidos de las personas que de verdad habían ganado la guerra.
Como el general Perdido. Nadie sabía qué había sido de él, o de su familia. Estaban en el grupo de los perdidos: sus hijos nacieron reducidos. Pero los aristos no habían llevado registros sobre ese tipo de cosas. Podrían incluso haber sido antepasados de los Aldred. Probablemente así era, teniendo en cuenta que Damos Aldred también era un magnífico genio militar.
Y Vania estaba decidida a ser igual.
Mientras se servía el primer plato, el ciudadano Aldred le dirigió su atención.
—¿Cómo va el asedio de la hacienda Ford, Vania?
—Muy bien, señor. Me han dicho que las fortificaciones caerán en menos de una semana.
—Excelente. —Su padre sonrió. A su derecha, el general Gawnt puso sus protuberantes ojos en blanco, pero Vania hizo lo que pudo por ignorarlo, tal y como hacía con todos sus comentarios insidiosos y susurros de «nepotismo» y «niña mimada» precariamente disimulados. Vania era joven para ser capitana y algunos no estaban conformes con ello; aunque no sabía por qué se sorprendían. Ella tenía aptitudes de liderazgo y políticas, como su padre. Solo porque compartían las mismas habilidades y seguían la misma línea de trabajo no los convertía en aristos, cuyas posiciones y privilegios hereditarios habían constituido la ruina de Galatea. Habría sido un desperdicio que su padre no se hubiese aprovechado de su talento natural por culpa de las tenues protestas de favoritismo, igual que habría sido un desperdicio no utilizar el genio científico de Justen solo porque su apellido era Helo. La revolución no habría conseguido tener tanto éxito sin la contribución de Justen.
Ojalá hubiese estado allí. Dudaba que Gawnt hiciera esos comentarios si Justen Helo lo estuviera mirando directamente a los ojos.
—He oído que han usado métodos poco convencionales para persuadir a los Ford de que se rindan —intervino otro de los tenientes—. ¿Cuál ha sido el resultado?
Vania hizo una mueca.
—Desgraciadamente, no ha sido bueno. Sobornamos a la canguro para que sacara a los niños de la barricada, pensando que sus padres se rendirían preocupados por el bienestar de sus hijos.
—Buena idea, Vania —comentó su padre y ella sonrió ampliamente.
El general Gawnt se aclaró la garganta y la sonrisa de Vania se marchitó.
—Desgraciadamente, la canguro era una imbécil y le entregó los niños a la Amapola Silvestre.
—¡La Amapola! —resopló el general Gawnt—. ¿Otra vez?
Vania respiró hondo.
—No obstante, hay buenas noticias. La canguro no consiguió sacar a la heredera, así que no ha hecho daño de verdad. Lord y lady Ford se acabarán rindiendo y, cuando lo hagan, los tendremos a ellos, a la heredera de la hacienda Ford y a todo su círculo interno.
—¿Por qué no me has contado esto antes, Vania? —preguntó su padre.
—Me he encargado de todo. —Vania apretó los puños bajo la mesa cuando todos los ojos se giraron en su dirección—. La sirvienta ha sido castigada debidamente, solo los niños más pequeños escaparon, y el asedio sigue en curso.
—¿Castigada debidamente? —repitió Gawnt—. ¿Cómo?
—Reducción, por supuesto.
—¿La interrogó usted primero? —inquirió. Vania se preguntó si el hombre era capaz de hablar sin arrojar saliva desde su boca—. ¿Dio alguna información que