A través de un mar de estrellas. Diana Peterfreund
padre, extendiendo los brazos y sonriendo abiertamente—, bienvenido a Centelleos. Es un honor y un privilegio recibirlo como invitado. —Su madre, que agarraba con firmeza el brazo de su marido, también sonrió. Todos los sirvientes de la propiedad daban la impresión de estar listos para dar un concierto y, si Persis conocía bien a su padre, probablemente llevaban ensayando toda la mañana.
Justen se giró hacia Persis y alzó las cejas. Ella se encogió de hombros.
—A mí no me mires. Si hay algo que le guste a papá de verdad, es hacer de todo una exageración.
—Ah —repuso Justen con una sonrisa irónica—. Entonces, es genético, ¿no?
Capítulo 7
Antes de la revolución, el palacio real de Halahou había sido un monumento a la egoísta extravagancia de sus habitantes. Mientras los campesinos luchaban por la igualdad de derechos contra sus crueles amos aristos, la reina Gala y sus compinches no sabían lo que significaba la escasez, no experimentaban la injusticia, ni sufrían los problemas que formaban parte de la estructura diaria en la vida de la mitad de los galatienses. ¿Había enfermedades? ¿Disputas legales? ¿El caso de un aristo maltratando a un nor con crueldad? A la reina le daba igual. Ni siquiera era consciente. Nada había hecho, nada en absoluto, por ayudar a la gente que gobernaba.
Vania Aldred se recordaba aquello cada vez que pasaba junto al retrato de la antigua reina. Sabía que su padre no había pintado sobre el mural, situado en el patio público, por esa misma razón. La única alteración que había hecho eran las palabras en nanopintura que ahora destellaban en la cara pintada al fresco de la monarca.
TIRANA
Vania escupió al suelo frente al retrato antes de adentrarse en las puertas. La reina Gala, la tirana. La reina Gala, quien había muerto antes de cumplir el castigo que su padre había concebido. Los demás aristos sufrirían por ella: ellos y cualquier otro enemigo de la revolución.
Incluyendo a aquel estúpido y floreado espía albiano. Solo a un aristócrata idiota habría podido ocurrírsele un nombre en clave tan deplorable y vergonzoso. Era increíble que se lo tomaran en serio.
Pero así era. Y su padre se lo tomaría especialmente en serio en cuanto Vania le informase de que había perdido a los niños Ford por culpa de la Amapola Silvestre.
El patio interior estaba ocupado por un pequeño grupo de aspirantes a policías enfrascado en la práctica del combate mano a mano. Al pasar a su lado, Vania se enderezó. La mayoría de sus compañeros de clase seguía en el programa, mientras que ella había terminado su formación a toda velocidad y ya escalaba los rangos del orden militar de su padre.
—¡Ciudadana Vania! —la llamó el instructor—. Llega usted a tiempo. Enseño unos movimientos que recordará de sus días de entrenamiento. ¿Le importaría obsequiarnos con una demostración?
Ella le sonrió. Ese instructor era un poco pelotillero, siempre buscando que su padre lo ascendiera pero, al mismo tiempo, el rango de Vania como combatiente era un hecho objetivo.
—Sin problemas. —Se quitó la chaqueta y se unió al grupo.
Los cadetes formaron una fila y Vania tomó posición en el patio. Su primer oponente era torpe y lento. Lo derrotó con facilidad. La segunda cadete era hábil en la defensa de los golpes, pero su ofensa no la igualaba. Después de treinta segundos, ella también terminó por los suelos.
La tercera, una mujer alta y delgada, se aproximó con una expresión de determinación en su rostro. Al menos le sacaba diez centímetros a Vania y probablemente también unos años. A sus dieciocho años, Vania era la oficial más joven de toda la República de Galatea, como Justen era el científico más joven en los laboratorios reales (o, más bien, republicanos). Vania se echó el cabello tras el hombro en tanto la cadete Sargent tomaba posición delante de ella. No podía permitirse perder en aquellos combates, no ese día. No después de su error en la hacienda Ford. Ser vapuleada por una mera cadete solo añadiría combustible al incendio de rumores que aseguraba que Vania había logrado su posición únicamente por su padre.
Con una rápida patada a su abdomen, la lucha comenzó. Vania desvió la patada con la acolchada pantorrilla de sus pantalones de uniforme y luego se agachó cuando Sargent siguió con un puñetazo. Se rodearon una a la otra, lanzando golpes y puñetazos inútilmente. La cadete estaba en excelente forma y tenía buenos instintos. Parecía saber con exactitud el modo en que Vania planeaba defenderse de cada ataque. Ella se abalanzó sobre la cadete, cambiando su enfoque. Sargent, al ser más alta, poseía un alcance mayor y podía protegerse el cuerpo con más facilidad, pero el centro de gravedad de Vania era más bajo. Intentó convertirse en un objetivo lo más pequeño posible y arremetió con la intención de golpear las rodillas de Sargent para que perdiese el equilibrio.
La cadete dio un salto hacia atrás y luego arremetió con el puño, que conectó con un lateral de su cráneo. Sin aliento, Vania aterrizó con violencia sobre su espalda y su cabello le oscureció la visión momentáneamente. Se apartó los mechones de los ojos para encontrarse a Sargent de pie por encima de ella, triunfante.
No, se negaba a permitir que aquello acabase así. Con rapidez, Vania giró el brazalete que llevaba y agarró a Sargent por la rodilla. La cadete emitió un chillido de dolor cuando todos sus nervios, desde la cadera hasta los dedos de los pies, dejaron de funcionar; luego se desplomó.
Con calma, Vania se enderezó hasta quedar sentada y se sacudió el polvo de las mangas de su chaqueta. Luego se puso en pie.
—¡Tramposa! —resolló la cadete entre quejidos de dolor—. Menudo punzón… ¡No ha dicho que pudiésemos usar armas!
Vania pestañeó inocentemente.
—Lo siento, cadete. Una pregunta: ¿cree que los monárquicos contra los que peleo son tan amables como para no usar el arma que tengan a su disposición?
El instructor rio nerviosamente.
—Y esa es una lección para todos ustedes. La ciudadana Aldred tiene muchísima razón.
Otro cadete se acercó para ayudar a Sargent a levantarse. Su pierna no cesaba de dar espasmos y Vania desvió la mirada. Aunque el punzón solo contenía un poco de veneno de cono, la cadete no podría controlar sus músculos en, al menos, una hora. Los otros cadetes se la quedaron mirando, silenciosos y escépticos, a pesar de que el instructor había aseverado que sus tácticas eran válidas.
¿A quién le importaba lo que pensaran? Vania estaba en lo correcto, la resistencia monárquica no pelearía limpiamente, así que ¿por qué deberían hacerlo los revolucionarios? El objetivo era ganar, no jugar limpio.
Vania había albergado esperanzas de ver a Justen o a Remy antes de la cena, pero no fue así. Por lo visto, ninguno de sus hermanos adoptivos había pisado el palacio desde antes del fin de semana. Remy estaba en una excursión escolar y seguro que Justen estaría en el laboratorio, inmerso hasta el cuello en su investigación. Desde que la revolución había comenzado, apenas pasaban tiempo juntos. Remy era la que se llevaba la peor parte de la dedicación al trabajo de Justen y Vania. Menos mal que había madurado antes que la mayoría de jóvenes de catorce años. Y, por supuesto, entendía la importancia de la revolución.
Duchada y vestida para la cena, Vania tomó asiento al final de la mesa, en el sitio que en su momento había estado reservado a su madre. A su izquierda, se sentaban dos de los consejeros en los que su padre tenía más confianza y, a su derecha, había dos sillas vacías que pertenecían a los Helo.
Vania sacudió ligeramente la cabeza y su flequillo negro osciló en su frente. Una cosa era que Remy se encontrara en el este por su viaje de estudios, pero ¿qué excusa tenía Justen para saltarse otra cena? Su laboratorio estaba allí mismo, en Halahou, pero sus ausencias iban a la par con sus retrasos. Estaba adherido a su silla del laboratorio con pegamento, o estaba inmerso en sesiones de asesoramiento genético para las familias de los oscurecidos en los sanatorios. Miserables desgraciados. Vania no sabía cómo Justen podía