A través de un mar de estrellas. Diana Peterfreund
¿cuál es el problema?
—Creo que, quizás —empezó el muchacho, sacudiendo su oblet al tiempo que el mensaje aparecía y desaparecía—, es la Amapola Silvestre —finalizó, y esperaron a que volviera a cargarse el mensaje—. El Ciudadano Aldred dijo que incrementar la guardia no había sido suficiente para evitar que el espía nos robase a nuestros prisioneros.
—Ya me he encargado de eso. —Y, si Aldred abandonara la comodidad de Halahou de vez en cuando y viajara hasta allí para ver lo que hacían sus tenientes en el campo, tal vez lo sabría. Pero Cutler jamás diría aquello en voz alta. El Ciudadano Aldred los había liberado a todos; primero, de su reina indiferente e insensata y, ahora, de los aristos que habían seguido sus pasos.
—Aquí está —señaló el conductor cuando la imagen de Aldred volvía a hablar.
—A todos los prisioneros reducidos hay que ponerles collares nanotecnológicos para evitar que fuerzas extranjeras se los lleven de Galatea.
El muchacho se asomó por fuera de la cabina y bajó la voz.
—He oído que los collares los asfixiarán si la Amapola se los intenta llevar de Galatea. —El joven mostró una expresión de suficiencia y Cutler sonrió. Ese era el tipo de reclutas que necesitaban allí. Duros y de buen juicio.
Collares nanotecnológicos. Merecería la pena verlo. Ojalá Cutler pudiera deshacerse de todos sus idiotas con tanta facilidad. Aunque, bien pensado, quizás podía.
—Delmar, ayude a este muchacho a cargar los prisioneros y acompáñelo hasta la capital.
—No hace falta —intervino el joven.
—Oh, sí que hace falta —replicó Cutler—. No he tenido a estos prisioneros controlados todo este tiempo para que la Amapola Silvestre rompa mi racha durante su último viaje por la isla. Su informe de recluta dice que es diestra con las pistolas. —Asintió en dirección a Trina, que ya se afanaba en reunir a los aristos—. Y a ella le vendrá bien ver cómo la revolución requiere que se lidie con estos prisioneros. —Además, eso también apartaría de su vista a aquella recluta molesta.
El muchacho frunció el ceño, pero Cutler se encogió de hombros. Trina Delmar sería su problema a partir de ese momento.
Si le hubiesen preguntado, Persis Blake habría estado de acuerdo con el odioso Ciudadano Cutler en un asunto en particular: la joven recluta era, en efecto, problema de ella. Pero no era uno insalvable. Al fin y al cabo, Persis acababa de llevarse, sin ayuda de nadie, a la familia Lacan ante las narices de diez soldados y su oficial. Persis podía manejar a un revolucionario más, incluso cuando la Ciudadana Delmar estaba sentada en su deslizador.
Y, aunque la ampliación de la guardia era una molestia, no podía evitar sentir una sacudida de orgullo, ya que, tras seis meses de misiones, la revolución finalmente reconocía que la Amapola Silvestre era una amenaza real. Ahora solo le restaba hallar la forma de salir de aquel aprieto sin arruinarlo todo.
«Piensa, Persis, piensa». Su cabellera larga le picaba, apelotonada bajo la gorra militar galatiense, pero ignoró la comezón, concentrándose, en su lugar, en la chica sentada en silencio a su lado mientras Persis conducía el deslizador por el elevado sendero que serpenteaba entre los pantanosos campos de ñame. La Ciudadana Delmar daba la impresión de ser demasiado joven como para ser soldado; aunque, en realidad, a sus dieciséis años, Persis también era demasiado joven para ser la espía más infame de su país, así que sabía bien cuán engañosas podían ser las apariencias.
Y Trina Delmar, quienquiera que fuera, había puesto de los nervios a aquel oficial, lo que hacía que mereciese la pena investigarlo más a fondo. Persis había clasificado enseguida al oficial como uno de aquellos hombres despreciables y sádicos que ni siquiera se molestaban en pensarse las órdenes dos veces, siempre que Persis prometiera castigar a los prisioneros con más crueldad. Sabía que su nueva aplicación portable estaba funcionando de maravilla; con ella, podía mezclar sílabas de cualquier discurso propagandístico de Aldred para crear el mensaje que deseara.
—No sabía que reclutáramos gente tan joven —comentó Persis cuando cruzaban el antiguo puente de madera que separaba la hacienda de los Lacan de la carretera principal. Había dejado en funcionamiento el inhibidor de señal que había utilizado para bloquear los mensajes entrantes del oblet del oficial, por si se daba el caso de que alguien de la plantación descubriera la verdad e intentara enviarle un mensaje a Trina—. ¿Cuántos años tiene?
—Dieciocho —contestó la chica con tanta rapidez que Persis supo que debía de ser mentira—. Y mira quién habla. La voz ni siquiera le ha cambiado aún.
Tal vez ese no era un tema de conversación aconsejable. Emitió un gruñido un tanto ronco.
—Así que las pistolas se le dan bien, ¿eh? —Era mejor saberlo, sobre todo teniendo en cuenta que la única arma de Persis estaba oculta bajo los guantes de su disfraz y la munición que se había llevado solo le serviría para un único disparo.
—Se me dan muy bien —replicó la soldado, y su tono esta vez era más afirmativo y menos defensivo, así que probablemente era verdad.
—Pues es un alivio —afirmó Persis, a pesar de que estaba pensando lo contrario—. No nos gustaría que la Amapola nos pillara sin posibilidad de defendernos.
El deslizador ganó velocidad al dejar el hundido laberinto de campos de ñame y avanzó por la carretera que limitaba con la costa norte. A la derecha, se extendían acantilados y, mucho más abajo, las playas de arena negra que conformaban la frontera de Galatea. Más allá, se expandía el reluciente mar que las separaba del hogar de Persis, Albión. Las dos islas tenían forma de media luna a punto de besarse, pero, tan al este, la orilla estaba demasiado lejos como para apreciarlo a simple vista.
La guarda no estaba disfrutando del panorama. En su lugar, echó un vistazo fugaz al patético grupo de prisioneros. Estaban apiñados en la cama próxima a los ventiladores.
—Cuidado con la velocidad. Esos prisioneros ya han tenido un día bastante duro.
Persis alzó las cejas. ¿Empatía por parte de una guarda revolucionaria? Eso sí que era inesperado. Decidió investigar.
—Había un reducido (un reducido real) que vivía cerca de mí cuando yo era muy joven. Probablemente el último que quedaba con vida. Pero no era… así. Mudo, sí; estúpido, sí. Pero no era como esta gente torpe y rota.
A lo largo de la historia, sobre todo antes de las guerras, habían existido personas que creían en dioses, en seres inmortales que imponían castigos y otorgaban premios a los seres humanos, basándose en un listado único. Algunos pensaban que la Reducción había constituido una venganza de esos dioses contra la humanidad por haber intentado perfeccionarse. Evidentemente, aquello era absurdo.
Los humanos habían estado tratando de perfeccionarse a sí mismos desde el principio de los tiempos. Crearon las herramientas porque no poseían dientes afilados, ni garras. Crearon la ropa debido a que no tenían pelaje, ni escamas. Inventaron las gafas para poder ver y los vehículos para permitirles viajar a mayor velocidad. Protegían sus cuerpos contra las enfermedades y realizaban intervenciones quirúrgicas para extirpar lo que les hacía daño. Se habían manipulado genéticamente antes y después de la Reducción. No había sido un castigo, sino un desgraciado error genético.
Y tampoco tendría que ser un castigo en aquellos días. Persis no descansaría hasta ponerle fin.
—Se cuenta que la Reducción real era exactamente así. —Trina estaba repitiendo la frase del partido.
Persis insistió con más empeño.
—¿Quién lo dice?
—¡Todo el mundo! —espetó Trina. Los médicos que la crearon… y el ciudadano Aldred, por supuesto. Va a conseguir que lo acusen de insubordinación si sigue hablando de esa manera.
Persis tomó una curva y empezó a ascender por el risco hacia el promontorio en donde Andrine estaba a la espera.