A través de un mar de estrellas. Diana Peterfreund

A través de un mar de estrellas - Diana  Peterfreund


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que los revolucionarios llamaban rosadas. Tras dos semanas cumpliendo su pena, la encontraron sin vida en su celda. Otro accidente, según los revolucionarios.

      Acto seguido, habían alimentado con su cuerpo a sus propias bestias guardianas, la manada de mini orcas que había poseído en su cala privada cerca de Halahou. Tras aquello, Persis había estado segura de que su propio país se pronunciaría en contra de las tácticas de la revolución, segura de que la furia justificada de Isla debido a la muerte de la monarca vecina se traduciría en actos contra sus asesinos. Pero, seis meses más tarde, el Consejo Real Albiano todavía vacilaba y, peor aún, impedía que la princesa regente actuara.

      Algunos deseaban evitar una guerra a toda costa; otros temían que la revolución pudiese extenderse a sus fronteras; pero las voces más ruidosas eran las que se aprovechaban del conflicto para sus propios fines, especialmente, el de lograr que la princesa pareciese débil.

      En ese momento, Isla se levantó y se sacudió los pantalones, que cayeron hasta sus pies formando pliegues cremosos. El blanco también era estratégico. En contraste con los exuberantes colores del jardín y con los llamativos trajes de los otros cortesanos, Isla destacaba. Distante. Inaccesible. Inconfundible. Persis recogió la capa del suelo, y su amiga hizo una mueca mientras la tomaba.

      —Odio esta cosa.

      —Es un símbolo de poder —señaló Persis, asistiendo a su amiga con el broche. A Isla le venían bien todos los símbolos de poder que pudiese obtener. Las leyes albianas que impedían que las mujeres pudiesen recibir una herencia no solo evitaban que Isla se erigiera como la verdadera reina, sino que incluso convertía su regencia temporal en sospechosa a ojos de la mayor parte del pueblo.

      Mientras el rey aún vivía, el Consejo Real albiano se había formado para constituir un ejemplo de gobierno modelo en comparación con el poder absoluto de la reina de Galatea. En Albión, el monarca estaba sujeto a la inspección e imparcialidad del Consejo. Pero ahora Persis e Isla veían la verdad que no habían aprendido en la escuela: el Consejo también podía incapacitar a la regente y culparla de no actuar.

      Su único recurso era la Amapola Silvestre; y no podían permitir que nadie se enterase jamás.

      —Ya, bueno. Los reyes de antaño llevaban capas emplumadas y gigantescas coronas metálicas todos los días. Es increíble que pudieran andar. —Isla suspiró—. Quedan quince años para que mi hermano tome el relevo.

      —¿Y cuántos para que tú lo hagas? —interrogó Persis, e inmediatamente se arrepintió. Ya bastante dudaban de ella el Consejo y el pueblo. No necesitaba que su mejor amiga también lo hiciera.

      Isla adoptó una expresión adusta.

      —Galatea está reduciendo a sus ciudadanos a un ritmo de doce al día. El país se está desmoronando por la guerra. Con eso en el horizonte, ¿cómo piensas que se tomarían que condenara al Consejo por su pasividad?

      —Eso lo entiendo, pero…

      —¿Pero qué, Persis? —La voz exigente de Isla estaba teñida de un deje de frustración—. No quiero una guerra en Albión. Si eso significa ser amable con el Consejo hasta que las aguas vuelvan a su cauce después de la muerte de mi padre, que así sea.

      El Consejo sostenía que intervenir en Galatea podría originar un levantamiento de plebeyos en sus costas. Pero los aristos albianos no estaban muy contentos viendo cómo la corte se quedaba de brazos cruzados mientras los aristos galatienses eran torturados y reducidos. Isla lo sabía. Los riesgos de un golpe de Estado de la aristocracia la afectaban a ella, no a los miembros del Consejo. Y Persis estaba segura de que los líderes del Consejo (casi todos aristos) lo sabían.

      —¿Y si el Consejo nos conduce a una guerra civil?

      —Entonces cuento con que la Amapola Silvestre nos salve. —Y, con eso, Isla apartó las cortinas de bambú y ambas muchachas salieron al jardín. Incluso la tonta chica que Persis fingía ser podría interpretar las acciones de su amiga. La conversación había concluido. Y, tal vez, era lo mejor. No podían cambiar las cosas. Isla únicamente podía contar con Persis, y Persis únicamente podía contar con la Amapola.

      Fuera, en el jardín, el agua goteaba melódicamente a través de un riachuelo artificial hasta terminar sobre una serie de tubos musicales. El órgano hidráulico había sido diseñado durante el reinado del abuelo de Isla por un nor de nacimiento y era uno de los elementos de orgullo de la familia real albiana. Su rápido apoyo a los nores de nacimiento, además de la pronta adopción de la Cura Helo, eran dos hechos que al Consejo le gustaba sacar a la luz todo lo posible para conservar el apoyo poblacional de la monarquía. El sanatorio dirigido por el estado para aquellos con Demencia de Normalidad Adquirida (u Oscurecimiento, como la mayoría la llamaba) debería haber sido un tercer motivo de orgullo, pero a nadie le gustaba que le recordaran la sombra que planeaba sobre la cura.

      Ni siquiera a los oscurecidos.

      En todo el jardín, los hibiscos florecían y las hojas de palmera ondeaban por encima de las cabezas de los cortesanos, quienes se desplazaban en grupos, chismeando acerca de las últimas hazañas de la Amapola Silvestre o sobre qué aristo había sido sorprendido con la mujer de cuál otro. Aquí y allá, se podía oír el zumbido de las aleteonotas, volando de persona en persona, llevando mensajes o promesas, o únicamente impresiones. Eran un gasto de energía, pero igualmente causaban furor. Persis era en parte responsable. Suponía que no podía evitarlo.

      Lo único sobre lo que la gente quería hablar era la Amapola Silvestre. Las aristas de Albión que no proclamaban ser su amante secreta, expresaban el deseo de serlo, en caso de que el espía estuviese interesado. A veces, Persis sentía la cruel tentación de gastar una broma o dos. ¿Qué harían si recibieran una aleteonota con forma de amapola silvestre pidiéndoles que se reuniesen con él, digamos, al amanecer, en el cenador del promontorio norte, llevando exclusivamente una guirnalda de amapolas, acompañada de una sonrisa? Pero no se arriesgaría. Tenía trabajo serio que hacer.

      Lo que le recordaba algo. La situación con la joven soldado ese día había sido demasiado delicada como para sentirse cómoda. Alzó una mano para tocar la elevada torre que formaban sus trenzas, bucles y tirabuzones amarillos y blancos que eran la envidia de todas las chicas de la corte. Persis adoraba su cabello. Le encantaba el modo en que le enmarcaba el rostro cuando examinaba su reflejo, el modo en que evidenciaba el tono dorado oscuro de su piel. Le encantaba que cada trenza y bucle le recordara las horas que su madre se había pasado con ella en la terraza de piedra de Centelleos, enseñándole cómo elaborar las trenzas.

      En su momento, su madre había sido la belleza reinante de Albión, y su cabello tupido y abundante era un legado genético del que Persis podía sentirse orgullosa. Pero si debía sacrificarlo por la Amapola Silvestre, por la misión, lo haría. Al fin y al cabo, hacía mucho tiempo que los días de trenzarse el cabello con su madre en la terraza habían llegado a su fin.

      Una aleteonota en forma de pez volador zumbaba en torno a su rostro. Andrine. Persis se desprendió del cubremuñecas que protegía su palmport. La flor se hundió limpiamente en el disco de su mano y el mensaje fue emitido como un susurro en su conciencia.

       Cargamento trasladado a la clínica sin problemas. Todos siguen inconscientes.

      Ella cerró los ojos brevemente, centrándose en elaborar una respuesta. Codificó la forma de amapola, en lugar de la que tenía por defecto, la plumeria de la familia Blake.

       Que la soldado siga dormida hasta nuevo aviso.

      —¿Persis? —preguntó Isla, observando la aleteonota que, cual azúcar hilada, estaba formándose sobre el palmport de Persis—. ¿Va todo bien?

      En efecto, era raro que Persis arreglara los asuntos de la Amapola Silvestre en público.

      Mientras la aleteonota desaparecía volando con una brisa marina, Persis forzó una sonrisa.

      —Nada que no pueda manejar.

      La soldado que había capturado durante la misión Lacan había constituido una


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