A través de un mar de estrellas. Diana Peterfreund
propósito —comentó la anciana mientras se subía de nuevo al asiento del conductor—, ¿qué ha pensado hacer si los hombres de los Ford salen en su busca?
Sharie sacudió la cabeza.
—Si pudieran pasar por encima de los revolucionarios, ¿no cree que ya lo habrían hecho? —En cualquier caso, no necesitaba preocuparse por los Ford. La revolución la protegería. Sharie había escogido el lado ganador.
—Hmm —profirió la anciana, y arrancó.
Tan pronto como se hubo marchado, Sharie corrió al interior de la casa. En los palés del suelo aún podían verse las marcas rosadas de los cuerpos de los niños Ford; Sharie desvió la mirada. Al menos había conseguido el dinero. Metió la mano en el bolso, deleitándose con el tacto frío de las monedas. Ese dinero sería más que suficiente para empezar su nueva vida en Halahou. Abrió el bolso; lo mejor era ver su recompensa. Ahí había cuarenta y cinco piezas de plata. Dinero a cambio de nada, excepto librarse de la ira de los revolucionarios. La luz del sol saliente se filtraba a través de las ventanas de la casa y destelló en la superficie de las monedas.
Que empezaron a cambiar.
Ante sus ojos, los grabados de las monedas comenzaron a disolverse y a girar en la superficie. Sharie pestañeó con fuerza, pero la ilusión óptica continuaba. Agarró una de las monedas y se la acercó a los ojos. El rostro de la antigua reina Gala se volvió borroso, las líneas pasaron a ser puntiagudas y dentadas, hasta que tomaron forma de nuevo, la de una flor de hojas puntiagudas.
Sacudió la cabeza con estupefacción y consternación. La nanotecnología no se aplicaba a las monedas. ¿La habían timado? ¿Aquella vieja arpía le había dado dinero falso? Le dio la vuelta a la moneda para ver lo que había por detrás.
Mi agradecimiento eterno, Amapola Silvestre.
La moneda produjo un golpe sordo contra la encimera. Sharie retrocedió, tambaleándose. No.
Se oyeron golpes contra la puerta desde del exterior.
—¿Sharie Bane? Hemos venido a por los niños.
Sharie se puso las manos contra el pecho con fuerza, sintiendo cómo la trampa se cerraba firmemente. ¿Cómo había podido ser tan necia? Con dedos temblorosos, abrió la puerta. En el umbral aguardaban dos guardas revolucionarios junto a una tercera persona: una joven que llevaba unos elegantes pantalones negros y una chaqueta militar a juego con una insignia que la señalaba como capitana. La mirada de Sharie descendió hasta el nombre bordado en la chaqueta de la mujer.
Aldred.
Vania Aldred, la joven capitana a cargo del asedio de los Ford. La mismísima hija del ciudadano Aldred. A Sharie se le secó la garganta.
—¿Es usted Sharie Bane? —preguntó la capitana, elevando una ceja hasta que desapareció bajo su flequillo oscuro. Su cabello negro era demasiado largo, y más liso que el agua al fluir desde un grifo.
Sharie pensó en fingir ignorancia.
—Yo…
La mujer la rozó al pasar a su lado para revisar la habitación.
—¿Dónde están los niños Ford? ¿Ha fracasado en cumplir su promesa a la revolución?
—No… yo… —La mirada de Sharie se dirigió a las monedas de la encimera. La joven (apenas una niña también) miró en aquella dirección. Alzó una de las monedas, siseó y la dejó caer con otro golpe sobre la encimera.
—Idiota. ¿Qué aspecto tenía él?
—Era… era una anciana. —Tragó saliva y retrocedió—. Por favor, ¿cómo iba a saberlo? Yo no he…
La capitana dio una pequeña sacudida con la cabeza.
—No, no ha hecho nada de lo que debía. —Se giró y desfiló hasta los guardas en la puerta, murmurando órdenes. Los hombres avanzaron hacia ella.
—Por favor —musitó.
—Idiotas inútiles como usted no merecen sus cerebros —espetó la capitana Aldred.
Justen Helo caminaba por el muelle con las manos en los bolsillos, como para proteger los oblets que había escondido ahí. Dudaba que hubiese una sola persona capaz de detectar aquellos ordenadores del tamaño de guijarros, pero, de igual forma, se sentía mejor al rodearlos con los puños. Hasta el momento, su huida se había producido sin incidentes. El personal de la sala de registro apenas había advertido su visita, y los guardas junto a la entrada del palacio tan solo habían inclinado la cabeza en su dirección cuando se los había cruzado. Su seguridad estaba a muy poca distancia.
¿Realmente iba a seguir adelante con aquello?
¿Tenía elección? En cuanto los oficiales de la hacienda Lacan se dieran cuenta de lo que había hecho, su detención estaría esperándolo a la vuelta de la esquina. Ya no podría despistar a su tío, ni evitar que su investigación se convirtiese en una mofa de todo aquello por lo que se había pasado la vida trabajando.
Delante de él, un precioso yate tiraba impacientemente de sus amarras. Por el aspecto de sus aparejos, era albiano. Mejor que mejor. Los viajes entre ambas naciones se habían reducido desde la revolución, pero Justen había albergado la esperanza de que hubiese alguien en el puerto de Halahou que le permitiese subir a bordo. Se paseó delante del barco dos veces, con la perspectiva de encontrar al capitán, pero no vio a nadie en la cubierta. La tercera vez que atravesó el muelle, la mirada de uno de los guardas se mantuvo en él durante un tiempo y los ojos se le iluminaron con lo que podía ser comprensión.
Aquello había sido un error, el último de muchos. Debería haber sabido que su tío acabaría adivinando sus planes. Había un motivo por el que Damos Aldred era la primera persona que había desafiado a un gobernante de Galatea en siglos, desde la creación de la isla.
—Usted —le llamó un guarda; Justen se puso rígido. Pero el hombre, ataviado con el uniforme de la revolución, no señalaba en su dirección, sino a alguien detrás de él. Justen se volteó para ver a una figura tambaleándose por el muelle. Alta y bien entrada en años, la mujer era una arista, a juzgar por su ropa, una cascada de volantes de seda de color rojo oscuro y azul marino que se extendían desde su clavícula hasta sus rodillas. Su cabello estaba dispuesto en un elaborado embrollo de bucles y trenzas del color de las nubes en un día tormentoso. Justen se sorprendió. Dudaba que quedara un solo aristo en Albión que aún conservase su color natural de pelo. Y aquella arista era, sin duda, albiana. Una noble galatiense que, de alguna manera, había evitado la revolución durante tanto tiempo no saldría al exterior vestida con ropas tan finas. A eso se le llamaba buscar problemas.
—Usted —repitió el guarda—, identifíquese.
La arista, quienquiera que fuera, lo ignoró. Toda su atención estaba en el yate, como si pudiese subir a bordo simplemente con la fuerza de su voluntad.
Era una arista albiana drogada, disfrutando de las distracciones baratas que se podían obtener en los suburbios de la zona del muelle. Justen sintió una sacudida de desprecio, seguida inmediatamente por arrepentimiento. A pesar de lo que proclamaban, la revolución no se había esforzado mucho por ayudar a los nores más empobrecidos. ¿Qué sentido tenía castigar a los aristos por su comportamiento si no se protegía a las víctimas?
—Deténgase ahora mismo—ordenó el guarda.
En aquella ocasión, la mujer sí se detuvo y, por vez primera, Justen reparó en que los volantes de su vestido eran iridiscentes al oscilar y ondear al sol. Un segundo después, se dio cuenta del motivo. La arista estaba temblando, estremeciéndose tanto que era increíble que sus dientes no se hiciesen añicos en su boca.
Intoxicación por tempogenes. Al menos, esa era la impresión que daba, y la explicación más probable si había estado de fiesta en los suburbios. Con el instinto surgido tras años de entrenamiento médico, Justen alargó los brazos hacia la mujer, que se desplomó contra su cuerpo. Él le aferraba