La chica de ayer. Anne Aband

La chica de ayer - Anne Aband


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no se perdían ni una. Desde luego que se parecía a su padre, eso sí, tan inteligente como su madre. Rio su chiste interno y volvió al camino.

      —Recuerda que tienes que quedarte en la cocina y que no te puedes mover de allí. ¿Te acordarás? —Eva miró a su hija por el retrovisor.

      —Sí, mamá. Me lo has repetido trescientas veces. —Gesticuló Violeta igual que lo hacía la tía Caroline. Eva se echó a reír. La verdad era que le costaba ser severa con ella. Siempre se portaba bien, estudiaba mucho y era muy cariñosa. Esperaba que, cuando creciera, continuara así.

      —Está bien, perdona, cariño. Estoy preocupada porque no he avisado a Jean Paul, al señor Duchamps, de que te traía y espero no molestarle.

      —Pero si soy una niña encantadora, me lo dicen en el colegio. —La sonrisa de Violeta era auténtica y seductora.

      Eva giró hacia la verja de entrada, que ya estaba abierta, y se metió por el sendero. Lo que le había dicho Jean Paul que era una casa a las afueras, había resultado ser un enorme edificio de dos plantas de al menos cuatrocientos cincuenta metros y unas diez hectáreas de terreno. Tenían lavanda alrededor de toda la casa y jardines arbolados. Incluso había una zona con frutales y un pequeño viñedo con el que hacía su propio vino. Violeta abrió la boca asombrada y no la cerró hasta que salió del coche.

      —Mamá, ¡es enorme! Menuda casa.

      —Sshhh, que viene el señor Duchamps. Pórtate bien, por favor, que este trabajo nos ha pagado el viaje a Disneyland.

      —Hola, mira quién ha venido, ¡ya era hora de que tu madre te trajera para conocerte! —Jean Paul extendió su mano y Violeta se la dio muy seria.

      —He traído unas ramitas de lavanda para su esposa, señor.

      —¡No me llames señor, que no soy tan mayor! —contestó Jean Paul guiñándole el ojo—. Vamos, las pondremos en un jarrón y las subiré a la habitación.

      Él miró a Eva que asintió. Era mejor que no subiera. En todo este tiempo Camile había perdido masa muscular y no era algo que una niña debiera ver.

      —¡¡Ala, qué cocina!! Es más grande que nuestro salón. —Violeta miró a su madre con los ojos como platos.

      —Pórtate bien, pequeña. Quédate aquí con tu libro y yo bajaré enseguida.

      —Sí, mamá. —La niña entregó la brazada de lavanda a Jean Paul y se sentó en una silla al lado de la mesa de la cocina. Eva la miró de nuevo y se dio la vuelta con su maletín.

      Cuando Eva desapareció por la puerta de la cocina, el hombre sonrió. Cogió un jarrón y lo llenó de agua para meter la lavanda.

      —¿Quieres ver algo muy chulo? —preguntó a Violeta.

      —Es que mi madre ha dicho que me quedase aquí sin moverme.

      —Aún estará un ratito ocupada. Ven, ya verás.

      Jean Paul se llevó a Violeta de la mano hacia fuera, al jardín. Había un pequeño cercado y una casita con un agujero redondo. Se quedaron de pie delante de la alambrada y esperaron.

      —Mira, estos son mis vecinos. Son muy simpáticos.

      Violeta se quedó mirando la cerca que estaba vacía. Luego miró al hombre, pero nada.

      —Aquí no hay nadie —dijo algo desilusionada.

      —Me parece que tendremos que convencerles para que salgan.

      Jean Paul cogió un par de zanahorias de un cubo, las partió y las echó dentro del cercado, delante de la casita de madera.

      —No te muevas.

      Violeta se quedó quieta, esperando. Un pequeño hocico comenzó a asomarse por el agujero de la casita, seguido de unas enormes orejas. Un conejito de color canela avanzó temeroso hasta el primer trozo de zanahoria. Tras él, salió uno más pequeño con manchitas color chocolate.

      —Mira, toma unas zanahorias y agáchate. Quédate muy quieta y verás que el pequeñín se acerca. Es muy curioso.

      La niña se acercó a la valla y colocó la zanahoria a través de un agujero de la cerca de alambre. Se sentó en el suelo, sin importarle mucho ensuciar sus vaqueros, y esperó. El conejito manchado olisqueó el aire y se acercó a ella. Poco a poco, cogió confianza hasta tal punto que Violeta pudo tocarlo.

      Eva los miraba desde la ventana. Al principio se había sentido incómoda al ver a su hija con Jean Paul. Pero la niña sonrió al ver los conejitos y se relajó. Desde que la niña naciera había trabajado frenéticamente. Primero terminó la secundaria, luego la universidad; trabajaba los fines de semana para pagarse sus estudios, pero todos los días acostaba a su hija y le contaba un cuento. Sacarse la carrera fue duro, le costó un año más de lo establecido, pero no le importó, porque eso significaba estar más con Violeta. Y después, a trabajar en el hospital y hacer horas extras cuidando enfermos, como Camile.

      ¿Era una compensación por lo que se había divertido cuando era joven? Aunque, a decir verdad, solo había salido mucho hasta los dieciséis. ¿Un par de años? Ni siquiera había aceptado las invitaciones a salir de los chicos de la universidad. Al menos, no muchas. O estudiaba o trabajaba o estaba con Violeta.

      —No importa —se dijo a sí misma observando a la niña, que había conseguido coger al conejo en sus brazos y sonreía de oreja a oreja—. Ha valido la pena.

      Junio 2016

      —Violeta, vamos a llegar tarde a tu fiesta de fin de carrera —Vivian se asomó por tercera vez al baño donde la joven estaba maquillándose todavía.

      —Ya voy, tía Viv. Quiero estar muy guapa.

      Vivian miró a la joven. Era una preciosa chica, inteligente y capaz, igual que su madre. Había terminado Medicina y las tres mujeres con las que convivía presumían de ella constantemente, lo que la hacía sentir un poco avergonzada.

      Violeta miró a su tía a través del espejo. Se notaba ya que rozaba los sesenta, eso sí, con las mejillas llenas de color y salud gracias a vivir en el campo. Caroline estaba un poco más débil tras su cáncer de útero, pero aguantaba bastante bien la quimio. Y su madre. ¡Su madre! Violeta estaba muy orgullosa de ella. A pesar de lo mal que se lo había hecho pasar su abuela, a quien Violeta no conocía, y aunque no sabía quién era su padre, no le importaba. Se había criado con las tres mejores personas que conocía. Su madre se había sacrificado, había sacado la carrera de Enfermería y después había trabajado duro, muy duro, para sacarlas a ella y a sus tías adelante. Vivian había perdido su trabajo hacía varios años y Caroline estaba de baja, así que el único sueldo que entraba en la casa era el de su madre. Al menos hasta que ella pudiera trabajar o su tía Viv cobrase la jubilación.

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