La chica de ayer. Anne Aband

La chica de ayer - Anne Aband


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¿diga?

      —Soy yo. Estamos en casa de Elena. ¿A qué hora es el funeral?

      —A las doce. Deberías estar en tu casa. Qué van a decir.

      —No. Hasta mañana.

      Eva colgó. Lo cierto era que no tenía mucho que decir. Esa mujer no era nada para ella, pero no podía evitar que le doliera dentro, en el fondo del corazón.

      Vivian se acercó por detrás y le dio un abrazo para animarla. El día siguiente sería duro, aunque al menos estaría acompañada.

      Los padres de Elena acompañaron a las dos mujeres al cementerio. Ambas llevaban abrigos oscuros y pantalones con botas. Elegantes y discretas. Elena cogió del brazo a Eva y entraron en el complejo funerario. Su padre estaba en el velatorio seis, así que se fueron hacia él. Había bastante gente fuera, que las miró curiosa. Eva pasó de todos y entró. Allí, llorando en un rincón, estaba su madre. Sin hacerle caso, se acercó al cristal donde estaba su padre. Parecía igual que siempre, aunque su rostro ahora lucía más sereno. Seguramente porque se había librado de la bruja de su esposa.

      —¡Eva! —Su madre se levantó haciendo el teatro y la abrazó. Ella se quedó rígida, sin poder reaccionar. No esperaba que su madre la abrazase. De repente, no pudo soportarlo más, se soltó de ella y salió disparada del edificio hacia la calle.

      Paró entre dos coches y se apoyó en ellos, doblada, sin poder respirar.

      —Tranquila, Eva, respira. —Un joven alto se acercó a ella y la hizo incorporarse para que le entrara aire en los pulmones. Ella lo reconoció.

      —¡Adán! No puedo respirar. No puedo entrar allí. Es demasiado.

      —No tienes por qué entrar. Vamos. Mira ese banco. Aunque hace frío, nos sentaremos en él hasta que sea la hora de la misa.

      Adán llevó del brazo a la chica, que todavía estaba confundida, hasta un banco dentro de un pequeño jardín. La sentó, le pasó el brazo por los hombros e hizo que se apoyara en su pecho.

      —¿Más calmada?

      —Sí. —Ella ya respiraba más despacio.

      Eva se incorporó y se lo quedó mirando. El chico había crecido en estos tres años, aunque tenía la misma cara. Llevaba una pequeña barba muy bien recortada y el pelo castaño y rizado le llegaba al cuello. Estaba guapo.

      —¿No estabas en Madrid estudiando?

      —Sí, pero quería venir al entierro de tu padre. Supuse que vendrías. Quería verte. Estás muy bien, muy guapa. Tu hija, ¿qué tal?

      —Bien, es un pequeño trasto de dos años y medio. Se ha quedado con mi tía Caroline.

      —¿Estás contenta de vivir allí? ¿Vas a volver?

      —El chico parecía ansioso.

      —No lo creo, Adán. Soy feliz y quiero terminar mis estudios.

      —Ya veo. ¿Sales con alguien?

      —Pues no. ¿Y tú?

      —Ahora no.

      Se quedaron mirándose a los ojos. El afecto que sentían volvió a renacer. Adán acarició el rostro de la preciosa joven con los ojos tristes.

      —Cuando te he visto, me ha dado un salto el corazón. Sentí todo lo que pasó, ¿sabes?

      —Lo sé, de todas formas, tenías razón. Éramos muy jóvenes y tampoco hubiéramos podido estar juntos. Aunque lo de mi madre es de pena. Apenas consigo mirarla a la cara. No sé si algún día llegaré a superarlo. Pensé que sí, pero al volver…

      —Tu padre te echaba de menos. Alguna vez habló con el mío. Pero tu madre, no sé. Hizo muy mal.

      —No quiero hablar de ella. Ni con ella. He venido para presentarle mis respetos a mi padre.

      —Te entiendo. Menos mal que mi madre no es como la tuya, aunque sean primas. Vamos dentro, te acompaño.

      La misa fue bastante penosa para Eva, que estaba deseando que se acabara. Su madre seguía lloriqueando en el primer banco, acompañada de su prima, la madre de Adán. Ella se había sentado en uno de los lados, junto a su tía Vivian.

      Tras la misa, la familia pasó a darles el pésame. Eva aguantó todo lo que pudo. Parecía a punto de desmoronarse. Adán se acercó a ella y le infundió ánimos en silencio. La madre miró de reojo a su sobrino y se dirigió en voz baja a su hija.

      —¿Tenías que ponerte al lado de él? ¿Otra vez? Estás enferma.

      —Madre, tú sí lo estás. Déjame en paz —contestó también susurrando.

      —No me extrañaría que estuvieras preñada de nuevo. ¿O estás gorda? —La sonrisa cínica de la madre, que solo Eva pudo ver, la hizo sentir peor todavía.

      Adán observó la palidez de la chica y sin esperar a que pasara el resto de la familia se la llevó de allí. Salieron hacia el aparcamiento donde tenía el coche; en silencio, Adán la sentó y le abrochó el cinturón.

      —Vámonos de aquí.

      Arrancó el coche y la llevó a un restaurante a las afueras. Aparcó cerca y entraron. Él la llevaba del brazo y la condujo a una mesa libre. Eva todavía seguía sin soltar palabra.

      Adán pidió el menú del día para los dos, mientras, les trajeron unas copas de cerveza. Ella miraba las manos que se movían nerviosas en su regazo. Al final, levantó la cabeza.

      —¿Por qué, Adán? ¿Por qué me odia tanto? No lo comprendo.

      —Creo que tu madre está trastornada. Una vez la mía me contó que de pequeña era muy rara. No tenía amigas y se casó ya mayor con tu padre. Es lo único que sé. La verdad, no lo entiendo. —Adán tomó la mano de la chica—. Olvídate de ella y sé feliz. Y ya sabes que me tienes para lo que necesites.

      —Lo sé, Adán. —Eva apretó la mano del chico—. Pero tú y yo no podemos estar juntos.

      —Algún día, Eva, nos iremos a un país muy lejano los tres. Y seremos felices.

      —Quizá en otra vida. En esta no lo creo.

      Terminaron de comer poniéndose al día de otros asuntos, de su vida en Pontoise y en Madrid. La tarde se pasó enseguida y Eva estaba mucho más animada.

      —Te acerco a casa de Elena. —Ella asintió.

      Se dirigieron al aparcamiento y él le abrió su puerta.

      —Eva, yo… sigo sintiendo lo mismo por ti.

      Ella lo miró y sin poder evitarlo, se acercó a él. Adán llenó el espacio que quedaba entre los dos y la besó. Sus labios, al principio tímidos, fueron abriéndose para recibir a los del joven. Sintió un calor en su pecho mientras él la abrazaba y se quedaban tan cerca que era imposible distinguir los límites.

      Eva quedó con su tía en la ciudad un par de días para arreglar temas legales y aprovechó para estar con él. El reencuentro fue muy bonito. Hablaron de su vida en ese momento, de sus sueños y de sus aspiraciones, como si fueran una pareja. Estaba claro que no podían estar juntos. Adán estaba estudiando Derecho en Madrid y ella había comenzado con la Enfermería. La vida se les había complicado demasiado, así que se limitaron a pasear y a disfrutar de la compañía mutua.

      El último día, Adán fue a llevarlas al aeropuerto. Su tía Vivian se adelantó al punto de embarque mientras ellos se despedían.

      —Me gustaría irme contigo, Eva, pero es tan complicado —dijo él bajando los ojos.

      —Lo entiendo, yo tampoco me puedo quedar por el mismo motivo.

      Adán tomó las manos de Eva y besó el dorso de ambas. Ella alzó la vista y entonces él le dio un beso de


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