La chica de ayer. Anne Aband
de las continuas riñas de su madre, alternadas con etapas que no le hablaba ni una sola palabra. Si no hubiera sido por su padre, ya se hubiera ido.
—Escucha, Eva. —Adán la cogió del brazo e hizo que se volviera—. Me gustas mucho, pero hay que ser realistas. Además, quiero ir a la universidad. Y tú deberías ir también.
—Mis padres no creo que me paguen la universidad. Ni siquiera sé qué estudiaría. Y, por cierto, estás hablando como un carca, parece que tengas cuarenta años.
Adán frunció el ceño y la soltó. Podría ser que verse con Eva no fuera lo mejor para ellos. Llevaba un tiempo dándole vueltas a su relación. Sus amigos le decían que no era normal. Sus padres, por supuesto, no sabían nada. Y estaba cansado de no poder ir «por la zona de salir» con ninguna novia. Nadie podía verlos juntos. Esto era malo para los dos. Tras estar callado un rato, decidió soltar la bomba que llevaba dentro.
—Mira, Eva. Yo te quiero y siempre te querré. Pero nunca vamos a conseguir estar juntos, aunque seamos mayores. —Adán suspiró—. Puede que sea mejor que dejemos de vernos.
Eva se quedó paralizada sin saber qué decir.
—¿Estás…, estás cortando conmigo? —pudo finalmente hablar con la voz muy baja.
—No puedo cortar contigo porque no somos novios —dijo pacientemente Adán—. Yo te quiero…
—¿Pero?
—Pero es que no vamos a llegar a ninguna parte. Nunca podremos ser novios o casarnos o presentarnos a nuestra familia —rio nerviosamente al pensar en ello.
—De acuerdo —respondió ella en voz baja.
Eva se levantó sin despedirse y se marchó corriendo. Corrió y corrió mientras las lágrimas caían sin parar. Excepto su inseparable amiga Elena, Adán era todo lo que tenía en la vida. ¿Por qué le decía «yo soy tu Adán y tú mi Eva» si estaba pensando en dejarla?
Se cayó y se hizo una herida en la rodilla y otra en la mano. Se levantó sin mirar demasiado y fue andando más tranquila hacia su casa. No valía la pena llorar. De hecho, tomó una decisión: no lloraría nunca más por un chico.
El viaje
Julio 1989
Eva estaba adormilada en el tren que la llevaba a su destierro. Tuvo la suerte de que no se sentara nadie a su lado, así que se encogió lo que pudo y se recostó en los dos asientos. Dobló la chaqueta de ganchillo que le había hecho su abuela materna y fabricó una improvisada almohada. Con su sobrepeso, y «eso», apenas podía moverse.
Las lágrimas habían hecho que los ojos estuvieran rojos e irritados, pero le daba bastante igual. Cuando se despidió de sus padres en la estación del Portillo, no había llorado. Hasta que no salió de Zaragoza no empezó, y durante casi una hora, no pudo controlarse. Una amable pasajera le prestó un pañuelo y le preguntó si necesitaba algo. Ella no supo qué decir.
Cómo explicar que su propia madre la había echado de casa y que su padre no había hecho nada por ella. Solo tenía dieciséis años, por Dios. Sabía que, desde aquel momento, desde aquel fatídico día de la boda de su tía, todo lo que había hecho o dicho le había parecido mal a su madre, que la había condenado antes de pecar, así que decidió darle razones para criticarla.
Empezó aquel día, cuando la llamó poco menos que puta, o prostituta, más bien, ya que ella no decía tacos o palabras malsonantes. Y solo fue un inocente beso con su primo. Ni que se hubiera acostado con él. La bofetada que le dio fue apoteósica. Él no hizo nada por defenderla y, cuando acudieron sus padres, no se llevó ni una reprimenda. Así era la vida de injusta.
Levantó la mirada y se incorporó en el asiento. Hacía mucho calor y estaba algo deshidratada. Su madre le había dado poco dinero y solo dos bocadillos y una cantimplora con agua para todo el viaje de quince horas hasta París. De todas formas, tampoco tenía mucha hambre.
Habían pasado tantas cosas desde ese dos de septiembre de 1987 que se había quedado grabado en su memoria. La sacó de la boda casi arrastrándola, colorada y medio llorando. Su vestido se había rasgado por la fuerza con la que su madre la llevaba y habían saltado dos botones. Lo había hecho a empujones, delante de toda la familia, que se quedó mirándolas asombrada. Subieron en el coche y fueron directos a casa. Su padre no entendía qué había sucedido, pero siempre obedecía a su madre. La encerró en su habitación, gritándole sin parar. Lo más suave que le dijo fue que estaba poseída por el demonio. A veces pensaba que su madre estaba mal de la cabeza, no porque fuera religiosa, sino porque llevaba la religión a su máximo extremo.
Después, todo fue cuesta abajo. Ella creció, se desarrolló y se convirtió en una chica llamativa, con curvas, que parecía mayor que las demás. Los chicos se la rifaban y en el colegio las chicas envidiaban lo bien que le quedaba el uniforme. Incluso sorprendió a algún profesor mirándole el escote.
Empezó a salir por la noche y a desobedecer a su madre. Ya que decía que era una puta, lo sería. Aunque fue virgen hasta la noche en que se quedó embarazada, su madre jamás la creyó. Su padre siempre se quedaba callado, nunca se atrevió a defenderla de las barbaridades que le decía.
Una cita
Mayo 1989
Después de acabar la relación, Adán desapareció de su vida. Ella siguió en el colegio con el bachillerato y, aunque no tenía muchas ganas de estudiar, aprobaba las asignaturas. Algunas incluso con buena nota.
Había perdido a un gran amigo al que le contaba todas sus cosas. Eso le había resultado casi más doloroso. La amistad era más fuerte que la relación. Durante el primer mes estuvo devastada, pero, como buena superviviente, siguió adelante.
Se cardaba el pelo y se maquillaba con el lápiz de ojos hasta casi la sien. Se ponía su minifalda negra, los botines, una cazadora de cuero de segunda mano que se parecía a la de Madonna en su película favorita Who´s that girl y se iba a ver qué pillaba.
Le daba igual pijos que macarras. Todos caían rendidos a ella. Se daban el lote, se dejaba manosear y ya está. Así cada fin de semana. No tenía muy buena fama en el instituto, cosa que le traía sin cuidado.
Si supieran que todavía era virgen, no se lo creerían. Durante todo este tiempo no había conocido a nadie que le gustase tanto como para acostarse con él. Aunque no por falta de proposiciones, que podría haber estado con cualquiera. Hasta que vio a Nico.
Nicolás Santamaría. Era un chico de los pijos, mayor que ella, que iba por los bares de «la zona» como el Tal y Cual, un sitio donde iba los más arregladitos de Zaragoza. Lo había visto varias veces y era muy guapo. Por supuesto, todas las chicas estaban locas por él, y, aunque tonteaba con muchas, no se veía que fuera con ninguna de modo habitual. Ella había decidido que saldría con él.
—¿Quedamos en el Derby? —Su amiga Elena la había llamado por teléfono y ella entró en el baño, cerró la puerta casi por completo y estiró el cordón del auricular hasta que ya no tuvo forma de muelle.
—¿Sabes si estará él? —Elena o tenía contactos o muchos amigos, pero siempre lo sabía todo.
—Sí, claro. Queda todos los viernes a las cinco a jugar a las cartas con sus amigos. Pero si te lo quieres ligar, tienes que parecer buena. —Elena se carcajeó. La semana pasada le había dado por imitar a Alaska y se había pintado las uñas de negro y cardado el pelo hasta unos quince centímetros de altura. Se había pintado los ojos oscuros con una gruesa línea negra y los labios morados. Menos mal que no le había dado por raparse media cabeza como era su primera intención, al estilo de la cantante Ana Curra.
—Por eso no te preocupes, pero tú vístete también de pija o desentonaremos.
—¿Quedamos a las cinco menos cuarto en la plaza Aragón? Y así vamos juntas.
—Vale. Nos vemos.
Colgó el teléfono y se fue a