El hábito del miedo. Irene Klein

El hábito del miedo - Irene Klein


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pero ella prestaba atención a las cosas insignificantes como ella misma.

      Clarice Lispector

      —Al fin —dice Mirta como si me hubieran invitado a almorzar y la comida se enfriara.

      Me cuesta reconocerla. El pelo, que era negro, ahora está mechado de gris y ya no le llega hasta la cintura sino apenas por debajo de las orejas. El cuerpo sigue imponente y todavía usa remera con escote. “No aguanto el calor”, protestaba cuando mamá le decía que se le veían las tetas.

      Me besa sin efusividad ni amaga a ayudarme con la valija. Mira con recelo la cámara de fotos que llevo colgada del hombro. No sostiene la puerta y apenas paso la suelta y tengo que poner el pie para que no se me venga encima. Esperaba otro tipo de recibimiento.

      Descubro en el nuevo departamento de mi madre algunos muebles que estaban en la casa de Olivos. Los sillones de pana en los que se pegaban los pelos de gato. La lámpara de pie, de hierro enroscado donde mamá sigue colgando pájaros de madera. El secretaire con los cajoncitos llenos de cosas que nunca ordena. Hay carpetitas sobre los muebles y olor a carne asada a pesar de que son más de las tres de la tarde, los bronces en la repisa brillan, hay flores frescas en los jarrones, una pila de ropa planchada sobre la silla. El departamento es más lindo de lo que yo lo imaginaba y es evidente que Mirta se ocupa de todo.

      —¿Cómo está Elena? ¿Cómo está mamá? —pregunto, pero Mirta desaparece por el pasillo. La sigo. En una de las paredes están las fotos que saqué en La Habana. La mulata en solero amarillo. La vieja que ríe con dientes muy blancos. Así, detrás de un vidrio y con un marco de madera se ven más importantes que cuando se las envié a mamá. Ella nunca me dijo que le hubieran gustado. Ni siquiera supe si las había recibido.

      —Lindo departamento —digo.

      —Usted está mucho más flaca. Le queda bien —dice Mirta desde alguna parte.

      —No debe haberle resultado fácil a mamá adaptarse a un departamento, ¿no? Es tanto más chico que la casa de Olivos.

      —¿Se va a quedar?

      —Por supuesto.

      —Como usted no me dijo… Pero igual le preparé el cuarto —dice señalando la habitación a través de la puerta apenas entreabierta.

      La cama está hecha, sobre la frazada hay dos toallas. Dejo la cámara en el piso, con el pie empujo la valija. El empujón abre la puerta de par en par y veo los dibujos. Están pegados de manera desprolija, con chinches en todas las paredes. La mayoría son figuras humanas. Mujeres, hombres, niños en carbonilla, en sanguínea, en lápiz, en tinta china. Entro con paso suave como si temiera despertarlos.

      —¿Los dibujó Elena?

      —Su mamá —enfatiza—. Imaginé que querría tenerlos.

      —Gracias, Mirta.

      —La habitación de la señora Elena, su mamá, está del otro lado. Es la más luminosa. Ella necesita luz, mucha luz —dice y sale del cuarto. Voy detrás de ella.

      —Para dibujar.

      —Por el miedo a la oscuridad. Tiene miedo a los objetos, usted sabe.

      —No, yo no sé nada, Mirta.

      Tiene la mano apoyada en el picaporte. La agarro del brazo.

      —Mirta, ¿por qué nunca me dijeron?

      —La señora Elena no quería. No le diga a mi hija, decía. Y usted… —se interrumpe.

      La miro. Ella desvía la mirada y abre la puerta.

      —Tiene visita, señora Elena.

      Mamá dibuja junto a la ventana. No alza la cabeza cuando entro. La mecedora de mimbre en la que está sentada es la que papá le regaló alguna vez para su cumpleaños, una de las pocas veces que él la sorprendió con algo que ella deseaba. El sol —es de verdad una habitación muy luminosa— hace brillar el pelo de mamá, que sigue tan rubio como antes —¿Puede ser que no tenga canas? A mí me aparecieron hace dos años y me las tiño todos los meses—. Una camisola bordeaux, calzas negras, ojotas. Camino hacia ella, me hace una seña para que me detenga. Espero. Sigue dibujando un rato, concentrada en una carpeta que tiene apoyada en las piernas.

      —Mamá—digo.

      Aleja la mirada del dibujo, lo observa con cara de enojo. Protesta.

      —Un espanto. Parece un sapo. Como ese que de noche se para en la ventana y no me deja dormir.

      —¿En el departamento hay sapos?

      Mamá se recuesta en el respaldo y me mira.

      —Sapos. Y sacos. De lana, de seda, de hilo blanco. —Tiene arrugas nuevas alrededor de los ojos y un tono enérgico que le desconozco.

      —Hola, mamá. Tanto tiempo.

      —Hola —dice sin mirarme.

      El tren pasa tan cerca que parece que va a atravesar la habitación. Mirta sale, se queda un rato afuera, en el pasillo, luego se aleja arrastrando los pies.

      Me pregunto si podré dormir en ese cuarto debajo, de los dibujos que están en las paredes. De las miradas de esos ojos. Las manos y los ojos exageradamente grandes, los pies ínfimos. Los cuellos largos alejan las cabezas; los brazos, las manos; los torsos, los pies. Me impacta la obsesión por los detalles. Los pliegues de una tela. Los tendones de los pies. La cavernosa interioridad de una oreja. Como si mamá retratara lo que al ojo normal le pasa desapercibido. Todos tienen la firma de mamá. Elena, con una E larga como un cuello de Modigliani.

      Al fondo de la habitación, casi ocultos detrás de la cortina, descubro otros. No son figurativos. Formas que parecen encendidas de luz. Una lluvia de puntos negros delante de estallidos de color.

      Abro la valija. Todo lo que tengo está ahí adentro. La ropa, las fotografías. Desde hace mucho vivo con lo mínimo como si estuviera en una huida constante. Saco la carpeta, desparramo las fotos en el piso. Creí haberlas elegido al azar cuando las puse en la valija antes de venir a Buenos Aires, pero me doy cuenta de que son las que saqué antes de irme y que me llevé cuando me fui. Las más recientes, las de La Habana, las dejé en Cuba. Ahora que vuelvo a mirarlas, descubro que todas, o la gran mayoría se vinculan, y lo que se repite, me estremece. No es que en todas aparezcan objetos ni tampoco que sean en blanco y negro o en sepia (al igual que mamá, tampoco yo uso colores), sino otra cosa. Lo que está en todas es lo que me pertenece y que ahora recupero: la vida con mamá.

      Sé ahora por qué traje esas y no otras, las de bellas mujeres de la Habana, de atardeceres en el malecón. Tagesreste llamaba Freud a los restos del día que se cuelan en los sueños. Estas fotos son algo así. Trozos congelados, pisadas en la nieve.

      —La señora Elena y yo nos vamos a la plaza —dice Mirta. Mamá, con un sombrero negro de rafia, el brazo enganchado en el de Mirta, me mira y sonríe. Pero no es a mí quien sonríe. Simplemente sonríe.

      —¿Las acompaño? —pregunto.

      —Mañana, ahora descanse —dice Mirta. Exactamente es lo que me diría mamá. Descansá, hija. Hay tiempo.

      Salen despacio, una erguida, la otra arrastrando un poco los pies. Escucho en el pasillo el tintineo de las monedas chinas. Mamá todavía usa el llavero que papá le regaló hace más de veinte años.

      En la valija, plegado entre la ropa, está el mantel que compré en La Habana para mamá. Me había parecido hermoso con los encajes bordados. ¿En qué pensaba cuando lo elegí? ¿Que ella seguiría poniendo carpetitas por todo este departamento como hacía antes en la casa de Olivos?¿Que me prepararía la mesa con las tazas de porcelana de ribete dorado? Abro el placard para acomodar la ropa. Huele a lavanda como olía el armario en la casa de Olivos. Es el olor de mi infancia. Mamá cortaba las flores, las secaba al sol, las ponía en bolsitas que después acomodaba en los estantes. Hay solo tres estantes ocupados.


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