El hábito del miedo. Irene Klein
Elena miraba con asombro cómo Nadia se comportaba como una adolescente rebelde. Rechazaba el caldo y la gelatina que le traía la mucama: —No es light —protestaba.
También se había portado así en el Fernández cuando la internaron con un coma alcohólico. El profesor de filosofía los llamó por teléfono a las tres de la mañana:
—Estamos llevando a Nadia al hospital, señora Miceli.
Nadia tenía 18 años recién cumplidos y apenas unas horas antes se había pavoneado en un vestido largo, de hombros descubiertos y sandalias altísimas frente al espejo del dormitorio y a Elena. Luego Marcos y ella la habían llevado a la fiesta de egresados del Nacional Buenos Aires.
Cuando la volvieron a ver, Nadia dormía en la guardia sobre una camilla, encogida. En la cama de al lado, detrás de un biombo, estaba acostado un hombre con una máscara de oxígeno. Un policía lo custodiaba. Nadia tenía barro en el pelo y agujeros en las medias. La habían tapado con una frazada corta que le dejaba los pies al aire. Estaba sin zapatos y nadie sabía dónde habían quedado. El médico preguntó si, además de alcohol, se había drogado.
Elena lo miró sin entender. Marcos se alzó de hombros.
Nadia despertó al rato. Arrojó la frazada al piso, sacudió brazos y piernas. Le pegó un puñetazo en la nariz a una enfermera. Marcos se dio vuelta y miró a Elena:
—¿Ves? Tu educación liberal. Una madre sin autoridad. Una hija sin límites.
El médico le pidió que bajara la voz. Sedaron a Nadia y volvió a dormirse. Elena la tapó.
—Siempre terminan así las fiestas en el Buenos Aires—dijo el médico y Marcos asintió con la cabeza.
Elena salió de la guardia. Cuando pasó junto al biombo, el policía levantó la cabeza y la siguió con la mirada.
Ahora, en el Policlínico, Nadia volvía a actuar de manera agresiva. La enfermera le volvió a colocar la cánula de la nariz que ella se había arrancado y ella le gritó “hija de puta”.
—Te voy a atar las manos —dijo la enfermera.
—Tiene carácter la señorita Nadia Miceli—sonrió Torrezi.
—¿Hacer pis ahí? —dijo Nadia cuando le sacaron la sonda.
—¿Qué preferís, pañales? —dijo la enfermera.
—Me duele la cabeza. Váyanse a la mierda.
—Te voy a lavar la boca con jabón —dijo la enfermera.
—Voy al baño —dijo Nadia intentando incorporarse.
—¿Qué hacés?—gritó la enfermera.
—Si quiere levantarse, que lo haga —dijo Torrezi.
La enfermera salió de la habitación ofendida. Nadia se sentó al borde de la cama y deslizó la cola por la sábana hasta alcanzar el piso con los pies y se levantó. Aferrada al carro del suero, se tambaleó hacia el baño.
—Un milagro. Su hija puede caminar —dijo Torrezi.
Elena se dejó caer sobre el sillón. Nadia, con la bata levantada hasta la cintura, se sentó en el inodoro. Desde ahí miró a Torrezi. Él desvió la mirada.
Un mediodía apareció Johnny. En muletas, una pierna enyesada, como un héroe de guerra.
—Hola, Johnny. ¿Te dieron de alta en el Castex?
—Me escapé. ¿Dónde está Nadia?
—No es horario de visita, pero pasá.
Entró a la habitación a los saltos como un tero. Elena lo miró de reojo. La cabeza rapada a los costados, el pelo a lo cepillo en el centro, espaldas tan anchas. ¿Qué de él podía atraerle a su hija? Lo tomó del brazo.
—Decíme cómo fue.
Johnny apoyó las muletas en la pared —no quería asustar a Nadia, dijo —y le contó. Iban a poca velocidad y un coche los embistió de atrás. Cuando el conductor vio cómo la moto de ellos impactaba contra el poste, huyó.
—Ahora debe estar en La Rana. Ahí se esconden esos hijos de puta. Ahí no entra la cana.
Mentía. Corrían picadas con los amigos. Elena estaba segura. Uno de los que corrían había sido el que los llamó esa noche.
—Me duele la cabeza—dijo Nadia y miró a Johnny sin verlo. Él se acostó al lado de ella y le acarició los brazos.
—Johnny, estamos en un hospital—dijo Elena.
Él trató de abrazar a Nadia. La llamó mi escarabajito. Nadia repitió que le dolía la cabeza.
—¿Dónde está el baño? Me saqué la sonda y no puedo aguantar mucho tiempo —dijo Johnny.
Cuando volvió, Nadia dormía.
—Vuelvo mañana. Cuídela bien, eh —le dijo a Elena.
El sueño de Nadia era profundo y breve. Elena se sentó en el sillón y cerró los ojos. Se despertó al rato. Era de noche y había refrescado. Alguien, tal vez Torrezi o una enfermera, la había tapado con una frazada sin que ella se diera cuenta. Fue hacia la ventana. Se trepó al sillón para alcanzar las perillas que estaban muy altas y abrió una de las hojas. Una brisa trajo olor a flores. A magnolia o a dama de noche. Sobre el alféizar se apareaban dos palomas. Cerró la ventana y volvió a bajar. Nadia respiraba rítmicamente, la cara serena. Elena levantó las hojas que el viento había tirado al piso. Agarró la birome que el médico había dejado sobre la mesa y dibujó. Caras de mujer. Piernas. Cuerpos. Brazos y caderas ondulantes. Nadia con 16, un cigarrillo en la boca, bailando en medio del salón. Nadia sentada en las gradas del Buenos Aires tomando de una petaca.
Nadia durmió toda la noche y Elena dibujó durante ese tiempo. Casi sin levantar el lápiz. Como quien corre y no para de correr aunque se haya quedado sin aliento. Bajo todos los dibujos firmó Elena.
8
Inclinada sobre el tablero, la cabeza envuelta en el brillo cálido que entra por la ventana, mamá firma con su nombre bajo cada dibujo. Como una lagartija, corre el atril por la habitación persiguiendo los charcos de sol. Bajo la luz de la tarde, que es anaranjada, el trazo de la sanguínea adquiere una tonalidad más cobriza.
Ahora dibuja una mujer desnuda. Surge de un entramado de paños y cada pliegue parece una llama de fuego. ¿Cuándo le habrá aparecido esa manía de dibujar?
—¿Puedo sacarte una foto? —pregunto.
No me responde. Alza un poco la mirada, observa la cámara de reojo, con recelo y me arrepiento. Tal vez la incomode. Pero no. Se desabotona el chaleco de lana, se peina el pelo hacia atrás, lo recoge en la nuca con un lápiz a modo de pincho y posa. Apenas la enfoco, gira la cabeza.
La distrae la cortina de voile que ondea en el viento.
—No dejan de bailar en toda la noche —dice.
—¿Quiénes, mamá?
Saca el lápiz de la cabeza y señala el placard. El pelo se le desliza por la cara como una cortina de lluvia.
—Todos. Los vestidos, las polleras, las blusas de seda. Sobre todo las blusas de seda.
—¿Blusas de seda? No tenés blusas de seda, mamá.
—Me lo imaginé. Vienen de otro lado. De lejos, de cerca. Las escucho cuando voy al baño. Entran por debajo de la puerta, se deslizan por el piso y se esconden en el armario. Yo hago como que no las veo. Pero escucho el fru fru. Salen cuando apago la luz.
—Apagás la luz.
Me dijo Mirta que mamá deja el velador encendido.
También yo, de chica, tenía miedo.
—Si no la apago, no salen. Es un ir y venir sobre el piso,