El hábito del miedo. Irene Klein
la sombra:
—¿Papá?
—Walter. Iba con su Leica a todos lados.
—¿Un novio?
—Sí.
—¿Mucho antes que papá?
—En el ’76.
—¿Y qué pasó?
Hizo un gesto con la mano y salió de la habitación con la foto. No hubo más explicaciones, nunca más habló de Walter pero yo no me olvidé del nombre. De esa sombra en la foto.
Varios años después encontré, en ese mismo armario, la Leica. Fue una noche cuando estaba en casa, después de haberme escapado del departamento de Johnny y que no podía dormir. La casa y mamá eran un refugio cuando me faltaba el aire. Yo caminaba por el jardín, la cocina, el comedor. Deambular cuando todos duermen por la casa es hereditario. Mamá también lo hacía. ¿Qué buscábamos? ¿Tagesreste?
La Leica estaba entre dibujos, boletines, carpetas y cuadernos de la escuela, Barbies, osos, libros antiguos de papel biblia, álbumes de fotos, cajas de diapositivas, bolsas con agujas de tejer. Debajo de la Leica había carpetas con hojas escritas a máquina en la que decía OPFYL, Oficina de Publicaciones de la Facultad de Filosofía y Letras, Introducción a la Filosofía, 1973. Eran las clases del Profesor Walter Fischer, editadas por el centro de estudiantes de la facultad.
Saqué la Leica del armario. Me la llevé a mi cuarto y la escondí entre mi ropa.
Cuando me fui definitivamente de casa, la puse en el bolso. Nunca se lo dije a mamá. Tal vez si se la hubiera pedido, mamá me la habría dado, incluso, quién sabe, le habría alegrado que la quisiera. Pero yo tenía que llevármela así. Para que mamá no me contara nada y de esa forma, sin historia, se volviera mía. Mamá nunca supo cuánto tuvo que ver la Leica en el armario con mi decisión de dedicarme a la fotografía. Probablemente también de irme a Cuba.
Entro al comedor que está en penumbra. Un mundo de bultos que no me es familiar. Enciendo la lámpara del secretaire y los muebles van apareciendo en la oscuridad. El armario de puertas vidriadas está en una esquina, al lado de la ventana. Sonrío, aliviada. Paso la mano sobre la madera de roble. Intento abrirlo pero no puedo. Está con llave y la llave no está. Busco en los estantes del baiud, en los muebles de la cocina. ¿Dónde las guardará mamá?
“Si las llaves no están, es tu madre la que debe haberlas perdido”. Eso decía papá. ¿Realmente mamá perdía cosas? Lo que ella perdía era el hilo de una charla, la concentración, la mirada. Los objetos los perdía él.
Cuando se rompió el calefón llamamos a un plomero. Papá, para mostrarle algo en la salida de gas, se subió a la mesada de la cocina. Con un brazo se sostuvo del armario, con el otro señaló el caño que iba del calefón a la pared. Mamá dijo:
—Te vas a caer, Marcos.
Pero papá no se cayó. El plomero dijo que vendrían a arreglarlo a la mañana siguiente. Cuando se fue, papá no encontró sus llaves. Mamá dijo que estaba casi segura —ella nunca lo estaba del todo— de que ella había cerrado la puerta con el juego de llaves de ella, que estaban sobre la mesa de la cocina. Las llaves de papá no estaban por ningún lado. Buscaron hasta que se hizo de noche. Papá tiró algo sobre la mesa. ¿Un salero, una vasija de madera? No me acuerdo pero hizo un ruido seco. Y dijo:
—El plomero.
Estaba seguro (siempre lo estaba). Meses después, en uno de sus esporádicos ataques de limpieza, Mirta se subió a la mesada de la cocina para limpiar la grasa en la parte superior del armario. Desde las alturas, lanzó un grito triunfal:
—¡Las llaves!
—¿Usted tiene la llave del armario? —le pregunto a Mirta que aparece de pronto en el comedor con un camisón que le llega hasta los tobillos.
—Tenemos que preguntarle a la señora Elena.
Se da vuelta y avanza con pasos enérgicos por el pasillo hacia el dormitorio de mamá. La sigo. Mamá no está en el dormitorio sino frente a la biblioteca en el pasillo.
—Si fumás, abrí las ventanas —me dice.
—Ya no fumo, mamá.
Me mira sobresaltada. No es a mí a quien habla.
—Su hija quiere la llave del armario —dice Mirta.
—Pero que no salgan.
Se tapa la cara con las manos. Le hago un gesto a Mirta para que deje de insistir con la llave y acompañe a mamá a su habitación.
—Está colgada en la cocina —dice Mirta.
En el llavero de la cocina hay varias llaves. Llevo todas pero no hace falta que las pruebe, sé perfectamente cuál de todas es. Es pequeña y de bronce. Abro con la sensación de violar un cofre.
Lo que veo me deja sin aire. No encuentro ningún boletín, ninguna carpeta de OPFYL, ninguna Barbie, ningún osito, ningún juego de mesa sino un juego de lápices sin punta, un aparato de teléfono, llaves, bombitas de luz, un carretel de hilo, adaptadores, un frasco de vidrio con clavos, un martillo. Cierro la puerta del armario con la sensación de haberme metido en un recuerdo ajeno.
13
La memoria tiene su propio lenguaje. La de mamá es pura memoria desflecada. Dibuja en el aire. Trenza hilos imaginarios, desordena el mundo. Camina a tientas, sin atar cabos. Sentada en el sillón junto a la ventana, mamá elige entre la carbonilla y la tiza. El desayuno que le llevó Mirta sigue intacto en la bandeja. Las tostadas de pan negro se pierden entre las barritas de colores, los pasteles de tiza.
—Buen día, mamá.
Me escucha pero no levanta la cabeza. Inclinada sobre el block, dibuja. Las manos van y vienen sobre la hoja como si tocara un arpa. La cabeza ladeada, casi rozando el hombro, mamá parece atender al sonido que hacen los trazos sobre el papel. Elige los marrones, los ocres suaves, los bronces. Bañada en la luz cálida de la mañana, mamá tiene algo de ángel. Un ángel flaco, los omóplatos que se perfilan bajo el camisón son duros como las aletas de un pez.
No deja de asombrarme cómo con solo algunas líneas, que esfuma con la yema de los dedos —el índice para las superficies más extensas, el anular para sombrear o iluminar— mamá puede construir volúmenes, incluso movimientos. Adivino la redondez de los hombros, la curva sinuosa de los pechos, las nalgas, los muslos de las mujeres que dibuja; sus manos gigantes que ella colorea con una sanguínea rabiosa. En los borrones de sus caras, sobresalen los ojos. Me miran desde el fondo blanco de la hoja.
—El tacho de basura volvió a sus andanzas —dice.
Andanzas. Qué palabra. Mezcla de paso y de bailarín. Y a eso mismo se refiere mamá cuando me explica que el tacho no la deja dormir cuando de noche se desplaza a lo largo de la vereda.
—¿Otra vez? —digo y no sé si me refiero al tacho o a la manía de mamá de inventarle acciones a las cosas.
—Lo asustan los paraguas —dice y me señala la ventana con la mano izquierda para que vaya a mirar.
Veo solo las copas de los tilos, el camión de reparto del supermercado.
—¿Lo ves? —insiste.
Al lado del tacho anaranjado que está agarrado a un poste, hay un paraguas negro, despatarrado.
—Parece un pájaro —digo.
—Exacto, un cuervo —dice, triunfal.
14
Nadia se fue a vivir con Johnny y fue como si desapareciera. No les había dado la dirección, no les habló por teléfono, no atendía las llamadas. El contacto se limitó, en las primeras semanas, al mensaje por celular. Todas las noches, Nadia escribía: “Que descanses, ma” y Elena contestaba: “Gracias, hija, vos también”.
Una noche, Nadia no respondió. Elena le mandó