El hábito del miedo. Irene Klein

El hábito del miedo - Irene Klein


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vela. La mujer a la que le dio la muestra estaba al tanto del accidente.

      —No pierda la esperanza —le dijo.

      Elena quiso preguntarle por qué tendría que perderla pero la mujer no la dejó hablar. Manipulaba la sangre y, al mismo tiempo, sin mirarla, contaba del hermano. Había sufrido un accidente de moto dos años atrás que lo dejó dos meses en coma. Ahora había terminado el secundario y tenía novia. Elena salió del laboratorio sin decir nada. Subió las escaleras, se sentó otra vez frente a la puerta de Terapia que seguía cerrada. El hombre de seguridad sacaba agua caliente del dispenser.

      —¿Quiere un vaso de agua o un mate? —le preguntó.

      —Agua. Gracias.

      —Autorizaron la orden. La trasladamos al Policlínico —dijo Marcos de pronto al lado de ella. Había salido de Terapia y venía a avisarle. Sacó un paquete de chicles del bolsillo, se puso tres en la boca. Sin decir palabra, volvió a irse.

      El hombre de seguridad sintonizó en la radio un programa de música clásica.

      —¿Le gusta? —le preguntó.

      —Sí —dijo Elena.

      —A mí también —dijo él.

      Una hora después, la puerta de Terapia se volvió a abrir. Llevaban a Nadia otra vez en camilla. Una médica muy joven iba junto a los camilleros. Daba órdenes, suaves, con la mano.

      Que tuvieran cuidado, era estrecho, les dijo cuando la subieron al ascensor. Cerraron la puerta y Elena bajó las escaleras, corriendo. Fue hacia la entrada del hospital, donde esperaba la ambulancia, frente a la guardia. Habían bajado la camilla de Nadia al suelo. La médica estaba agachada. Elena quiso acercarse pero no la dejaron. La médica controló la máscara de oxígeno, el suero. Elena vio como luego se inclinó y le dio a Nadia un beso en la frente. Los camilleros volvieron a levantar la camilla y la empujaron dentro de la ambulancia. Solo una persona podía acompañar a Nadia. No les preguntaron quién de los dos iría, si Elena o Marcos. Fue Marcos el que subió. Alzó la mano y Elena pensó que la saludaba pero le estaba indicando a la médica que podían partir. La médica dio la orden y los camilleros cerraron la puerta con un golpe seco.

      Cuando la ambulancia partió, la médica se acercó a Elena:

      —Tranquila. Todo va a salir bien.

      Unos segundos después, Elena estaba sola frente a la puerta de la guardia. No había ambulancias, ni médicos. Caminó hasta la ruta, hacia una parada de taxis. Los coches eran ráfagas de luz. Le parecía caminar al borde de la luna.

      En el Policlínico todos parecían estar al tanto de que habían internado a Nadia, la hija del Dr. Miceli y Elena no necesitó preguntar. Una médica la llevó a terapia.

      —Por acá, señora Miceli.

      Elena tuvo la sensación de ingresar en un espacio sagrado. El silencio. El olor a desinfectante. Los zuecos de goma de las enfermeras. Los gestos sin palabras. Le señalaron la pileta y Elena se lavó las manos con el Pervinox que estaba en una botella de plástico y se las secó con toallitas de papel. Caminó entre biombos, tanques de oxígeno, cuerpos y sábanas. La cama de Nadia estaba al final, en una esquina. Seguía dormida, entre tubos y mangueras. Pensó en el surco que ahora bajaba sobre el cráneo de ella y que parecería un pequeño cierre relámpago. Se acordó cuando a los quince Nadia había aparecido un día con la cabeza rapada y un piercing en la ceja. Marcos clavó la mirada en la franja de pelo que recorría la cabeza:

      —Parecés una psiquiátrica.

      Había que hablar con los pacientes en coma. Ellos escuchaban, entendían. Lo había visto en las películas. Elena besó la frente de Nadia. Pero no pudo decirle nada.

      Unos días después, cuando ella estaba ahí, el cuerpo de su hija se torció en un espasmo. Hubo un revuelo de enfermeras y la empujaron hacia la puerta. Elena alcanzó a ver cómo sostenían a Nadia para impedir que se ahogara. Gritaba. Así como los bebés cuando nacen.

      Cuando la pasaron a terapia intermedia Nadia, ya estaba sin respirador. Elena quiso abrazarla pero Nadia la miró como si despertara de una siesta:

      —Me duele la cabeza.

      Elena miró al médico que estaba junto a la cama.

      —Su hija sufre amnesia. El olvido es la manera que tiene el cerebro de protegerse contra el trauma —dijo Torrezi. Tenía el nombre bordado en hilo azul en el bolsillo superior del delantal.

      Dejo la valija a medio deshacer y salgo de la habitación. La última vez que vi a mamá vivía en la casa de Olivos. Camino por el departamento como se recorre un museo, sin acercarme demasiado a las cosas. Está el baiud, el cristalero, los sillones. Me pregunto qué habrá pasado con el resto de los muebles, si se los llevó papá, si quedaron en la casa de Olivos. Hay tapices de telar, dibujos de mandalas y máscaras en las paredes; vasijas de barro pintadas con ramas secas en los rincones. En el cristalero sigue estando la sopera de filete dorado, las copas, los vasos de cognac, las teteras de cobre que Mirta mantiene brillantes. Armo inventarios. De lo que está. De lo que falta. No están el perchero, ni el revistero con apliques de cuero, la mesa de caoba en la que mamá apoyaba sus plantas, altísimos palos de agua. No están los malvones. Había dos en enormes tinajas en Olivos, a la entrada. Un malvón era rojo, el otro era blanco. Cuando papá volvía a casa, hundía el dedo en la tierra: —Elena. Están secos.

      Y mamá bajaba de su estudio atropellándose con las piernas, el perro, la alfombra.

      Tampoco veo el antiguo reloj de madera de cedro y péndulo de bronce. Me extraña que mamá no lo haya traído acá. Ella le daba cuerda todas las noches en Olivos. Los gong retumbaban por la casa a cada hora. Dejó de andar un día, de repente, como si se hubiera cansado. Mirta le siguió pasando el plumero, con veneración, como si se tratara de una reliquia. Pero se olvidaba de los techos de la cocina, sobre todo en verano, cuando se amontonaban las telarañas. Papá las señalaba con espanto como si viera un muerto.

      —Mirta, podría pasar por favor un plumero antes de que vuelva mi marido —decía mamá como pidiéndole permiso. Y Mirta arremetía con un plumero de mango largo con visible malhumor:

      —Veneno tiene que poner, señora Elena.

      —¿A quién?

      —preguntó mamá. Mirta se rió. Mamá no.

      Tu risa, mamá, nos hubiera salvado.

      Entre los libros de la biblioteca, que son muchos pero, calculo, bastante menos de la mitad de los que mamá tenía en la casa, hay fotos, casi todas sin enmarcar. En la mayoría está Boris. Algunas veces echado sobre la alfombra, otras corriendo por el jardín, las orejas al viento. En otras, mamá, de joven, en otras, yo, de chica. Parecen suspender el tiempo. Mamá no envejece, yo no me vuelvo adulta, Boris sigue junto con las cosas, los muebles de siempre. Tagesreste. “La fotografía es una pequeña muerte”, dice Barthes. Una esquirla de la realidad. En cambio para mamá olvidar es un alivio. Le permite vivir en un mundo evanescente, apenas sombreado en lápiz.

      Mirta emerge en el comedor como un espectro.

      —Me asustó, Mirta. ¿Ya volvieron de la plaza?

      —Sí, va a llover… Las otras las tiene la señora Elena —Señala con la cabeza el estante de la biblioteca—. En las que está usted. La señora Elena las tenía en la mesa de luz y las miraba todas las noches. Para no olvidarse.

      Enfatiza el tono de reproche entrecerrando los ojos.

      —Cómo se va a olvidar de mí, Mirta. Qué dice.

      —Usted no sabe.

      —No, no sé nada —protesto.

      —Cuando la señora Elena supo que iba a perder la memoria, me dijo: ¿y si me olvido la cara de mi hija?

      —¿Por qué no me dijeron?

      Sin


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