Días de magia, noches de guerra. Clive Barker
sobre el mundo de los insectos, estaba preparado para el horror de las formas de esas criaturas; ni para su infinita variedad. Algunos de los sacbrood eran del tamaño de gusanos y estaban rodeados por grandes charcos de vida apestosa, con sus cuerpos siseando cuando se retorcían uno contra otro.
Algunos parecían tener cientos de extremidades y se escabullían en hordas por el techo, ocasionalmente girándose hacia uno de los suyos y sacrificándolo a su apetito. Algunos eran planos como hojas de papel y se deslizaban por el suelo sobre una película de babas.
Pero estos eran lo de menos. Había sacbroods del tamaño de luchadores obesos, otros tan grandes como elefantes. Y en las penumbras de detrás de esas enormidades había enormidades aún mayores, cosas que no podían comprenderse con un simple vistazo, porque su inmensidad desafiaba incluso a la mirada más ambiciosa. Ninguno parecía estar asustado por las luces que quemaban a su alrededor, ni siquiera después de haber pasado tanto tiempo entre penumbras. Más bien buscaban la luz con hambre, de modo que parecía que todo el contenido de la Pirámide se estaba moviendo hacia la puerta, dejando al descubierto sus terribles anatomías con más y más claridad. Sus extremidades producían sonidos secos como si fueran tijeras, sus dientes castañeteaban como monos encolerizados, sus garras se restregaban entre sí como las herramientas de un afilador de cuchillos. No había nada en sus siluetas que sugiriera bondad o compasión: eran malvados, puros y simples.
—Esto es mejor de lo que había imaginado —dijo Carroña lleno de orgullo perverso—. Qué terroríficos son.
Mientras hablaba, una criatura del tamaño de diez hombres emergió de la gran masa. Innumerables formas parasitarias, como piojos, trepaban por su cuerpo inquieto.
—¿Quieren matarnos? —se preguntó Vol en voz alta. Los insectos de su cabeza se habían refugiado en su cuello. Se le veía extrañamente vulnerable sin su presencia punzante.
—Esto nos lo dirá, me atrevería a decir, cuando tenga ganas de hacerlo —dijo Carroña observando a la gran criatura con una mezcla de respeto y prudencia.
Finalmente habló. La lengua que usaba, sin embargo, no era ninguna que Carroña conociera. Escuchó con atención, y después se giró hacia Leeman Vol para que le ayudara; Vol, a quien la bestia parecía reconocer como alguien que le entendería. De hecho le entendía. Empezó a traducir, al principio con cierta cautela.
—Ellos… esto… te da la bienvenida. Después ha dicho: «Nos estamos impacientando».
—¿De verdad? —dijo Carroña—. Entonces dile por mí: pronto, muy pronto.
Vol contestó a la bestia, quien siguió hablando inmediatamente con una voz gruesa y ondulante.
—Dice que han oído que hay intrusos en las islas.
—Hay uno o dos —dijo Carroña. Las tres bocas de Vol proporcionaron una traducción—. Pero nadie se interpondrá entre nosotros y nuestro Gran Plan.
La bestia habló de nuevo. De nuevo, Vol tradujo.
—Dice: «¿Lo prometes?»
—Sí —dijo Carroña, claramente irritado porque su honestidad fuera cuestionada por ese monstruo—. Lo juro. —Miró a la criatura desafiante—. Lo que hemos planeado sucederá —dijo—. No hay duda de ello.
En ese momento la bestia reveló que sabía más del arte de la comunicación de lo que había demostrado, ya que volvió a hablar, pero esta vez de un modo reconocible.
Habló despacio, como si juntara las palabras penetrándolas como fragmentos de una sierra; pero no había duda de qué había dicho.
—No… nos… engañarás… Car-ro-ña —dijo.
—¿Engañaros? ¡Por supuesto que no!
—Hemos… esperado… muchos… años… en… las… penumbras.
—Sí, yo…
—¡Hambre!
—Sí.
—¡Hambre! ¡Hambre!
El coro se alzó desde todos los rincones de la Pirámide, y de los túneles y los enjambres que había a miles de metros por debajo de ellos, y hasta de las otras Pirámides de las seis en que el sacbrood también se había extendido a lo largo de los años, y esperaban su momento.
—Entiendo —dijo Carroña, alzando su voz por encima del estruendo—. Estáis cansados de esperar. Y tenéis hambre. Creedme, os entiendo.
Sus palabras no lograron aplacarlos, sin embargo. Avanzaron hacia la puerta desde todas las direcciones, haciendo más evidentes sus horribles detalles a cada momento. Carroña no era ajeno a lo monstruoso —las canteras y los bosques y los campos de bichos de Gorgossium alardeaban de las innumerables formas de los abominables y los bastardos—, pero no había nada, ni siquiera allí, que fuera igual de nauseabundo que ese repugnante clan, con sus grupos de ojos gordos y húmedos y sus inacabables filas de extremidades arañando el aire espesado con putrefacción.
—Señor, deberíamos ir con cuidado —murmuró Vol a Carroña—. Se están acercando.
Vol tenía razón. Los sacbrood se estaban acercando demasiado para estar cómodos.
Los que estaban en el techo eran los que se movían con mayor celeridad, se escabullían por encima de los cuerpos de los otros con su tremenda velocidad y mudaban fragmentos vivos de sus cuerpos mientras lo hacían, y estos se retorcían sobre el suelo en el que caían.
—Sí que parecen muy hambrientos —observó Mendelson.
—¿Qué supones que deberíamos hacer con esto, señor Shape? —preguntó Carroña.
Shape se encogió de hombros.
—¡Alimentarlos! —dijo.
Carroña alargó el brazo de repente y agarró a Shape por el cogote.
—Si estás tan preocupado por su bienestar, señor Shape, quizá deberías sacrificar tu propia y apenada carne por su apetito, ¿no? ¿Qué dices?
—¡No! —dijo Shape, intentando liberarse mientras se retorcía.
—¿Dices que no?
—Sí, Señor, por favor, Señor. Le seré más útil vivo, lo juro.
—En realidad, Shape, no puedo imaginarte en ningún caso en el que me seas de utilidad.
Carroña alejó a Shape de un empujón. El hombre se tambaleó sobre su muñón y cayó sobre sus rodillas en la sombra de la bestia que había estado hablando con Carroña. Durante un momento fugaz, la cosa miró hacia abajo con algo parecido a lástima en su rostro deforme. Shape le dio la espalda y, después de levantarse, corrió por el suelo iluminado sin importarle estar adentrándose en la Pirámide, decidido a evitar tanto a Carroña como a la criatura.
Mientras se marchaba cojeando, oyó un ruido sobre él. Se quedó congelado en ese lugar y, en ese instante, una forma con púas e irregular —húmeda y vigorosa, y unida al techo por algún alargado material lleno de nudos— cayó sobre él. Shape gritó mientras este lo eclipsaba; después la cuerda viviente con la que la cosa estaba unida al techo arrastró su carga, y la criatura volvió a las sombras, con Shape en sus garras. Él llamó a su amo una última vez, pero su voz fue enmudecida por la bestia en cuyas garras había caído. Se produjo una serie final de pequeñas patadas lastimeras. Después tanto los quejidos como las patadas se detuvieron, y la vida de Shape llegó a su fin.
—Tienen instintos homicidas —le dijo Leeman Vol a Carroña—. Creo que deberíamos irnos.
—Quizá sí.
—¿Hay algo más de lo que quieras hablar con ellos?
—Ya he dicho y visto todo lo que quería —contestó Carroña—. Además, ya habrá otras ocasiones. —Se dirigió hasta la puerta, llamando a Vol mientras lo hacía—. Sal.
Incuso