Días de magia, noches de guerra. Clive Barker
ella pudiera saber realmente quiénes eran. ¿Cómo podía recordar algo que no había presenciado? Y aun así las imágenes persistían y crecían más fuertes cuanto más avanzaba en el lugar. Vio en su mente hombres y mujeres trabajando a la luz de globos flotantes como si fueran pequeñas lunas, el olor de madera recién cortada y pintura recién mezclada impregnando el aire.
—Imposible —se dijo en voz alta, simplemente para dejárselo claro de una vez por todas.
Después de un rato se dio cuenta de que alguien le seguía el ritmo, moviéndose velozmente entre las penumbras. De vez en cuando vislumbraba una pequeña parte de su perseguidor —un destello de sus ojos, un borrón de lo que parecía un pelaje con rayas. Al final la curiosidad la venció. Gritó:
—¿Quién eres?
Sorprendentemente, recibió una respuesta gutural inmediata.
—Me llamo Filth.
—¿Filth?
—Sí. Filth el munkee.
Antes de que pudiera responder, la criatura apareció de entre los árboles y se posó, con las piernas arqueadas, delante de ella.
Se trataba sin duda de un mono, como había dicho, pero tenía un aspecto indudablemente humano en su rostro torcido. Sus ojos estaban ligeramente enfadados y su amplia y ridícula boca hospedaba un extravagante surtido de dientes, que mostraba cada vez que sonreía, lo cual hacía a menudo. Vestía con lo que parecían los restos de un antiguo traje de un circo: pantalones anchos a rayas atados con un cinturón podrido, un chaleco rojo, amarillo y azul bordado y una camiseta en la que había escrito «SOY FILTH». Todo el conjunto estaba cubierto de barro y trozos de comida podrida. El olor que desprendía era muy poco aromático.
—¿Cómo has encontrado el camino hasta aquí? —le preguntó a Candy.
—He seguido la música.
—¿Quién eres, por cierto?
—Candy Quackenbush.
—Un nombre ridículo.
—No más que Filth.
El hombre-mono levantó un dedo mugriento y, sin más preámbulos, se lo metió en la nariz y lo empujó dentro de su orificio mientras le daba forma de gancho para que el extremo saliera por el otro agujero. Candy hizo todo lo que pudo para no parecer sorprendida por si le daba ánimos.
—Bueno, entonces ambos somos ridículos, ¿no? —dijo, retorciendo su dedo.
Candy no fue capaz de seguir escondiendo su repugnancia.
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