Días de magia, noches de guerra. Clive Barker

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ser el final.

      Candy parecía irritada.

      —No te enfades —dijo Malingo—. Pero no tengo el derecho de enseñarte cosas que ni siquiera yo entiendo del todo.

      Candy caminó en silencio durante un rato.

      —De acuerdo —dijo finalmente.

      Malingo le lanzó una mirada de soslayo a Candy.

      —¿Seguimos siendo amigos? —preguntó.

      Ella alzó la vista hacia él y sonrió.

      —Por supuesto —dijo—. Siempre.

      Capítulo 2

      Lo que hay que ver

      Después de esa conversación, no volvieron a mencionar el tema de la magia de nuevo. Simplemente siguieron saltando de isla en isla, usando la guía consagrada de las islas, el Almenak de Klepp, como su principal fuente de información. De vez en cuando tenían la sensación de que el Hombre Entrecruzado les estaba alcanzando, y entonces interrumpían sus exploraciones y seguían adelante. Unos diez días después de haber dejado Tazmagor, sus viajes les llevaron a la isla del Gorro de Orlando. Era poco más que una simple roca con un psiquiátrico construido en lo más alto. El edificio había sido desocupado muchos años atrás, pero su interior conservaba los signos inconfundibles de la locura de sus inquilinos. Las paredes blancas estaban cubiertas con garabatos extraños que, en algunos puntos, se convertían en la imagen reconocible de un lagarto, un pájaro, para después reducirse a garabatos de nuevo.

      —¿Qué le pasó a toda la gente que vivía aquí?

      Candy se lo preguntaba.

      Malingo no lo sabía. Pero rápidamente decidieron que ese no era un lugar en el que quisieran detenerse. El manicomio tenía ecos extraños y tristes. De modo que volvieron al pequeño puerto a esperar otro bote. Había un anciano sentado en el muelle, enrollando un cabo desgastado. Tenía un aspecto extraño, con los ojos entornados, como si fuera ciego. Ese no era el caso, de todos modos. En cuanto Candy y Malingo se acercaron, empezó a observarles.

      —No deberías haber vuelto —refunfuñó.

      —¿Yo? —dijo Malingo.

      —No, tú no. Ella. ¡Ella! —Señaló a Candy—. Te encerrarán.

      —¿Quién?

      —Ellos lo harán, en cuanto sepan qué eres —dijo el hombre, incorporándose.

      —No te acerques —le advirtió Malingo.

      —No pienso tocarla —contestó el hombre—. No soy tan valiente. Pero puedo ver. Oh, puedo ver. Sé qué eres, niña, y sé lo que haces. —Sacudió la cabeza—. No te preocupes, no te tocaré. No, señor. Yo no haría algo tan estúpido como eso.

      Y, después de pronunciar estas palabras, los rodeó, procurando mantener la distancia, y echó a correr por el muelle chirriante y desapareció entre las rocas.

      —Bueno, supongo que eso es lo que pasa cuando dejas salir a tipos chiflados —dijo Malingo con una alegría forzada.

      —¿Qué era lo que veía?

      —Está loco, mi señora.

      —No, realmente parecía que estuviera viendo algo. Por el modo en que me miraba.

      Malingo se encogió de hombros.

      —No sé —dijo. Tenía abierta su copia del Almenak y la usó para cambiar de tema ágilmente—. Sabes, siempre he querido ver la cripta de Hap —dijo.

      —¿En serio? —dijo Candy, sin apartar la vista de las rocas por donde el hombre había desaparecido—. ¿No es una simple cripta? Bueno, es lo que dice Klepp.

      Malingo leyó en voz alta un fragmento del Almenak.

      —«Huffaker: la cripta de Hap de Huffaker, que está en las Nueve en Punto de la Noche… Huffaker es una isla impresionante, en el sentido topográfico. Sus formaciones rocosas, sobre todo las que están bajo tierra, son enromes y están hermosamente elaboradas, ¡asemejándose a catedrales y templos naturales!» Interesante, ¿no? ¿Quieres ir?

      Candy seguía distraída. Su sí apenas fue audible.

      —Pero escucha esto —Malingo continuó, haciendo todo lo posible por apartar sus pensamientos de las palabras del anciano—. «La más grande es la cripta de Hap»… bla-bla-bla… «descubierta por Lydia Hap»… bla-bla-bla… «Fue la señorita Hap la primera en sugerir la cámara de Skein.»

      —¿Qué es Skein? —dijo Candy, algo más interesada.

      —Cito: «Es el hilo que une todas las cosas vivas y muertas, sintientes y no pensantes con otras cosas».

      Ahora Candy sí que estaba interesada. Se situó al lado de Malingo, mirando el Almenak por encima de su hombro. Él siguió leyendo en voz alta.

      —«Según la persuasiva señorita Hap, el hilo se origina en la cripta de Huffaker, y aparece momentáneamente en forma de luz parpadeante antes de recorrer Abarat, invisible… para conectarnos, los unos con los ostros.» —Cerró el Almenak—. ¿No crees que deberíamos ver esto?

      —¿Por qué no?

      La isla de Huffaker estaba a solo una Hora de distancia de Yeba Día Sombrío, la primera isla que Candy había visitado en su llegada a Abarat. Pero, mientras Yeba Día Sombrío aún tenía algunos rayos de luz tardía en el cielo que la cubría, Huffaker estaba bañada en oscuridad, una gruesa masa de nubes que oscurecían las estrellas.

      Candy y Malingo se hospedaron en un hotel andrajoso cerca del puerto, donde comieron, hicieron sus planes para el viaje y, tras algunas horas de sueño, partieron hacia la carretera oscura, aunque debidamente señalada, que conducía hasta la Cripta. Habían tomado la precaución de cargar con comida y bebida, puesto que la necesitaban. El viaje era considerablemente más largo de lo que les había hecho pensar el dueño del hotel, quien les había dado algunas indicaciones. De vez en cuando, oían el ruido de algún animal persiguiendo y derribando a algún otro en las tinieblas, pero generalmente el trayecto estuvo desprovisto de acontecimientos.

      Cuando finalmente llegaron a las cuevas, se encontraron con que algunos de los escarpados pasadizos tenían antorchas llameantes colocadas en unos soportes dispuestos a lo largo de las frías paredes para iluminar la ruta. Sorprendentemente, teniendo en cuenta cuán extraordinario sonaba el fenómeno, no había más visitantes allí para presenciarlo. Estaban solo ellos dos recorriendo los empinados caminos que les guiaban dentro de la Cripta. Pero no necesitaban a ningún guía que les indicara cuándo habían llegado a su destino.

      —Oh, Dios Lou… —dijo Malingo—. Mira este lugar.

      Su voz resonó a lo largo de la extensa caverna en la que habían entrado. Del techo, que se encontraba a suficiente distancia de la luz de las antorchas como para estar sumido en completa oscuridad, colgaban docenas de estalactitas. Eran inmensas, cada una podía ser fácilmente del tamaño del capitel invertido de una iglesia. Eran las perchas de los murciélagos abaratianos, un detalle que Klepp había olvidado mencionar en su Almenak. Las criaturas eran más grandes que cualquier murciélago que Candy hubiera visto en Abarat, y ostentaban una constelación de siete ojos brillantes.

      En cuanto a las profundidades de la caverna, eran de un negro tan oscuro como el techo.

      —Es mucho más grande de lo que esperaba —dijo Candy.

      —¿Pero dónde está el Skein?

      —No lo sé. Quizá lo vemos si nos ponemos en el centro del puente.

      Malingo le dedicó una mirada nerviosa. El puente que colgaba sobre la oscuridad insondable de la Cripta no parecía muy seguro. Las vigas estaban agrietadas y eran antiguas; las cuerdas, desgastadas y delgadas.

      —Bueno,


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