Días de magia, noches de guerra. Clive Barker

Días de magia, noches de guerra - Clive Barker


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las tablas —dispuestas a escasos centímetros las unas de las otras— rechinaban con cada paso que daban.

      —Escucha… —susurró Candy cuando llegaron a la mitad del puente.

      Encima de ellos podían oír el parloteo de un murciélago parlanchín. Y, muy a lo lejos, bajo ellos, una corriente de agua.

      —Hay un río aquí abajo —dijo Candy.

      —El Almenak no dice…

      Antes de que Malingo pudiera terminar su frase, una tercera voz emergió de las tinieblas y resonó por toda la Cripta.

      —Mientras viva y respire, ¿me harás el favor de mirarlo? ¡Candy Quackenbush!

      El grito alteró a varios murciélagos. Se precipitaron desde sus perchas hacia el aire oscuro y, al hacerlo, despertaron a cientos de sus hermanos, de modo que, en pocos segundos, incontables murciélagos aleteaban sin descanso; una nube agitada agujereada por constelaciones cambiantes.

      —¿Eso ha sido…?

      —¿Houlihan? —dijo Candy—. Me temo que sí.

      Tan pronto como hubo pronunciado esas palabras, se oyeron pasos al final del puente, y el Hombre Entrecruzado apareció a la luz de las antorchas.

      —Por fin —dijo—, te tengo donde no puedes huir.

      Candy echó un vistazo al tramo de puente que tenían detrás. Uno de los stitchling secuaces de Houlihan apareció de las tinieblas y avanzaba hacia ellos a zancadas. Era una cosa grande y deforme, con los dientes propios de una calavera, y, en cuanto puso un pie en el puente, la frágil estructura comenzó a balancearse de lado a lado. Al stitchling sin duda le gustaba esa sensación, ya que procedió a zarandear su peso de aquí para allá, haciendo más y más violento el movimiento. Candy se agarró a la barandilla, y Malingo hizo lo mismo, pero las cuerdas desgastadas ofrecían poco consuelo. Estaban atrapados. Houlihan avanzaba ahora desde su extremo del puente. Había cogido una de las antorchas llameantes de la pared y la sujetaba delante de él mientras avanzaba. Su rostro, con sus tatuajes entrecruzados, relucía por el sudor y el triunfo.

      Por encima de sus cabezas, la nube de murciélagos seguía creciendo, a medida que los sucesos del puente perturbaban a más y más de ellos. Algunos de los más grandes, quizá con la intención de expulsar a los intrusos, se abalanzaban sobre Candy y Malingo, soltando chillidos estridentes. Candy hizo todo lo posible por ignorarles; le preocupaba mucho más el Hombre Entrecruzado, quien ahora no se encontraba a más de dos metros y medio de distancia.

      —Te vienes conmigo, niña —le dijo—. Carroña quiere verte en Gorgossium.

      De repente tiró la antorcha por encima de la barandilla y, con las dos manos ya vacías, echó a correr hacia Candy. Ella no tenía a donde ir.

      —¿Ahora qué? —dijo él.

      Candy se encogió de hombros. Desesperada, buscó a Malingo a su alrededor.

      —Será mejor que veamos…

      —¿Lo que hay que ver? —contestó él.

      Ella sonrió levemente y, entonces, sin ni siquiera echar un vistazo a sus perseguidores de nuevo, los dos se lanzaron de cabeza por encima de la cuerda que servía de barandilla.

      Mientras se zambullían en la oscuridad, Malingo soltó un grito salvaje de euforia, o quizá miedo, quizá ambos. Pasaron segundos y seguían cayendo y cayendo y cayendo. Y todo estaba oscuro a su alrededor y los chillidos de los murciélagos se habían desvanecido, borrados por el ruido del río que tenían debajo.

      Candy tuvo tiempo de pensar: «Si nos golpeamos contra el agua a esta velocidad nos partiremos el cuello», y entonces Malingo le agarró la mano y, haciendo uso de algunos trucos acrobáticos que había aprendido colgándose boca abajo del techo de Wolfswinkel, consiguió darles la vuelta a los dos, de modo que ahora caían con los pies por delante.

      Dos, tres, cuatro segundos más tarde, cayeron al agua.

      No estaba fría. Al menos no congelada. Aun así, la velocidad que llevaban los sumergió muy hondo, y el impacto los separó. Candy sufrió un momento de pánico al pensar que ya había agotado todo el aire que había cogido.

      Entonces, ¡gracias a Dios! Malingo la agarró otra vez y, agonizando para coger aire, salieron juntos a la superficie.

      —¿Ningún hueso roto? —jadeó Candy.

      —No. Estoy bien. ¿Tú?

      —No —contestó, casi sin creérselo—. Pensaba que ya nos tenía.

      —Y Yo. Y él también.

      Candy rió.

      Alzaron la vista, y por un momento ella pensó que vislumbraba la oscura y andrajosa línea del puente que había encima de ellos. Entonces la corriente del río los arrastró, y lo que fuera que había visto fue eclipsado por el techo de la caverna por la que corrían esas aguas. No tenían otra opción que ir a donde les llevara. A su alrededor solo había oscuridad, de modo que las únicas pistas que tenían sobre el tamaño de las cavernas por las que viajaba el río era el modo en que el agua avanzaba más tempestuosamente cuando el canal se estrechaba, y cómo el escándalo del ajetreo se suavizaba cuando el camino se ensanchaba de nuevo.

      En una ocasión, apenas durante unos segundos, vislumbraron lo que parecía un hilo brillante, como el Skein del que hablaba Lydia Hap, a través del aire o las rocas que había encima de ellos.

      —¿Has visto eso? —dijo Malingo.

      —Sí —contestó Candy, sonriendo en la oscuridad—. Lo he visto.

      —Bueno, al menos hemos visto lo que hemos venido a ver.

      Era imposible determinar cuánto tiempo pasaba en un lugar tan irregular, pero poco después del atisbo del Skein entrevieron otra luz, en un lugar lejano enfrente de ellos: una luminiscencia que se hacía incesantemente más brillante a medida que el río les conducía hacia ella.

      —Es la luz de las estrellas —dijo Candy.

      —¿De verdad?

      Estaba en lo cierto; sí que lo era. Tras algunos minutos, el río finalmente les condujo fuera de las cavernas de Huffaker y les devolvió a ese momento tranquilo justo antes de la caída de la noche. Una delgada red de nubes había cubierto el cielo, y las estrellas que se habían quedado atrapadas en ella volvían plateada al Izabella.

      Sin embargo, su viaje por el agua todavía no se había acabado. La corriente del río los arrastró demasiado lejos de los oscuros acantilados de Huffaker como para intentar nadar a contracorriente hacia ellos y los condujo hasta los estrechos entre las Nueve y las Diez en punto. Ahora el Izabella se hizo cargo de ellos, sosteniéndoles con sus aguas para que no tuvieran que esforzarse en nadar. Pasaron sin esfuerzo más allá de Martillobobo —donde las luces ardían y resplandecían en la agrietada bóveda de la casa de Kaspar Wolfswinkel—, hacia el sur, hacia las brillantes aguas tropicales que rodeaban la isla del Presente. El aroma soñoliento de una tarde interminable salía de la isla, que estaba en las Tres en punto, y la brisa arrastraba semillas bailarinas de las frondosas laderas de esa Hora. Pero el Presente no sería su destino. Las corrientes del Izabella les llevaron más allá de la Tarde hasta la isla vecina de Gnomon.

      Antes de que pudieran llegar a las costas de esa isla, sin embargo, Malingo atisbó su salvación.

      —¡Veo una vela! —exclamó, y empezó a gritar a quien fuera que estuviera en la cubierta—. ¡Aquí! ¡Aquí!

      —¡Nos han visto! —dijo Candy—. ¡Nos han visto!

      Capítulo 3

      A bordo de Parroto Parroto

      La pequeña embarcación que la visión nítida de Malingo había detectado no se movía, así que pudieron permitirle a la corriente gentil que les llevara hasta ella. Era un humilde


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