Derecho Penal. Enrique Cury Urzúa
tras una apariencia de objetividad científica.
2. El otro camino consistió en poner como objeto de conocimiento de la ciencia penal a la ley positiva como tal, es decir, prescindiendo de juicios críticos sobre los valores encarnados en ella. De acuerdo con este criterio, lo importante es que la norma “exista” objetivamente, esto es, que posea fuerza obligatoria derivada de que se ha formado según las reglas jurídicas (constitucionales) pertinentes y de que está vigente. Las apreciaciones sobre adecuación de los mandatos y prohibiciones a principios de justicia, éticos o utilitarios no pertenecen al campo de la disciplina jurídica. Se niega, por lo tanto, cualquier clase de “Derecho natural” que pretenda regir supralegalmente. La crítica de la ley positiva de acuerdo con convicciones axiológicas más o menos generalizadas es, por supuesto, aceptada, pero solo como la expresión de convicciones subjetivas y de aspiraciones reformistas que no pueden prevalecer sobre el Derecho en vigor. El ideal de seguridad jurídica se antepone al de justicia: únicamente la ley positiva dice lo que jurídicamente debe ser.537
Concebido en estos términos, el sistema de la ciencia del Derecho penal se presenta también como una dogmática porque se los deduce de “dogmas”. Pero esos dogmas ya no son axiomas obtenidos por la razón que escudriña la naturaleza del hombre, sino que se identifican con los preceptos de la ley positiva.
Es evidente que de esta manera el objeto de la disciplina jurídico penal alcanzó una fijeza de la que no disponía el objeto de la dogmática clásica, pues la vigencia actual de una ley puede determinarse con más certidumbre que la exactitud racional de los principios de justicia. Asimismo, esta solución parece obtener para las ciencias del Derecho una neutralidad semejante a aquella de que se enorgullecían las disciplinas experimentales, desde que se coloca al margen de todo juicio sobre la bondad de los mandatos legales. Finalmente, la concepción es congruente con el proceso de positivización a que se aludió más arriba538 y permite a los juristas distanciarse de las contingencias de las luchas políticas, filosóficas e ideológicas.
Sin embargo, estas ventajas acarrean también inconvenientes, que en las formas más exageradas de la orientación positivista conducen a resultados inaceptables.539
En primer lugar, para asegurar la precisión de su objeto, el positivismo jurídico tiene que vaciarlo de contenido de valor. La vigencia de la ley –que es el equivalente de su existencia (de su “ser”)– solo depende para él de los requisitos formales y, cuando estos no pueden explicarse por sí mismos, depende entonces de la fuerza, a la que se designa eufemísticamente como “acto de voluntad”. El valor intrínseco de lo que las normas jurídicas positivas mandan o prohíben está fuera de discusión.540
Este punto de vista despojaba a la dogmática penal de funciones críticas, puesto que desvincula la elaboración del sistema del enjuiciamiento de la normativa vigente. En esto radica su “objetividad” científica, pero también su debilidad. Conceptualmente es posible separar la tarea de sistematizar el Derecho positivo de la de evaluarlo críticamente, y los positivistas más destacados no renuncian a realizar esta última, pero afirman que ella no pertenece a la actividad jurídica, no afecta a la validez de la ley formal ni influye en la determinación de su sentido y sus efectos. En la práctica, sin embargo, la división es ilusoria, porque la naturaleza misma del Derecho, con sus connotaciones culturales y axiológicas, torna imposible cualquier sistematización exenta de coloración valorativa. A causa de ello, para los positivistas más superficiales, la pretendida “neutralidad” del análisis implica adherirse inadvertida y acríticamente a la concepción sobre lo justo y lo injusto que había cristalizado en las legislaciones decimonónicas, convirtiendo a la ciencia del Derecho –en particular, a la del Derecho penal– en un aliado del statu quo. Como no cuestionan a la ley imperante, tienden también a preservarla de ataques y la aplican con indiferencia por los resultados a que conduce.
Por tales razones es curioso que se presente al “tecnicismo jurídico”541 y a la dogmática positivista como los sucesores del “clasicismo” que había imperado a fines del siglo XVIII y en la primera mitad del XIX.542 Esto ha ocurrido porque los dogmáticos positivistas ponen el acento en las normas y no en los hechos, las agrupan estructuralmente dando origen a instituciones fundamentales que, a su vez, se reúnen en la unidad de un sistema, y emplean para hacerlo el método deductivo que es característico de los clásicos. Todo esto parece asemejarlos con ellos y, en cambio, distanciarlos del “positivismo defensista” a la manera del italiano, ocupado en caracterizar y clasificar a los delincuentes y en explicar las causas de su conducta desviada. Pero en lo esencial existe un abismo insalvable entre las concepciones clásicas, que aspiran sobre todo a constituir un sistema supralegal de garantías para el ciudadano, fundado en la razón, con el objeto de protegerlo contra abusos tanto del positivismo como de legisladores complacientes y arbitrarios, y una dogmática que cae en el exceso de renunciar a la función crítica, limitándose a reverenciar la ley en vigor y a elaborar con ella un entramado exento de lagunas, sin preguntar por su justicia ni por la consistencia de sus consecuencias éticas y sociales.
El defensismo y la dogmática positivista antagonizaron por supuesto, a causa de que las perspectivas en que se situaban eran distintas. A la larga, sin embargo, se hicieron concesiones recíprocas.543 La dogmática entendió que convenía patrocinar una ciencia experimental con pretensiones de “objetividad” semejantes a las suyas, que estudiara a la delincuencia como fenómeno fáctico. A su vez, la criminología tradicional convino en que no podía prescindirse de una normatividad que organizara la lucha contra el delito, y que tampoco le era posible incorporársela. Así, ambas tendencias llegaron a un compromiso sobre el punto de partida común de la pretendida “objetividad”. La dogmática positivista favoreció una recepción limitada de los puntos de vista naturalistas en las legislaciones positivas, aceptando la creación de medidas de seguridad y corrección destinadas a remover los factores criminógenos y echando las bases de un sistema dualista para explicar su aparición. El defensismo, entretanto, se planteó como instancia de crítica empírica a la normativa en vigor, promoviendo reformas avaladas por resultados experimentales. Y, aunque nunca dejaron de mirarse con desconfianza, se resignaron a colaborar para perseguir objetivos comunes.
En contraste con lo que sugieren algunas exposiciones actuales de este proceso –en cuyas postrimerías nos formamos, por lo demás, la mayoría de los de mi generación– creo que sus protagonistas actuaron casi siempre con rectitud. Simplemente obedecían al espíritu y a las circunstancias de la época. Algunas de las cosas que afirman resultan sorprendentes o absurdas,544 sobre todo si se las descontextualiza; pero en su tiempo fueron recibidas sin escándalo e, incluso, conquistaron amplia adhesión. Lo cierto es, sin embargo, que estas concepciones configuraron una plataforma de legitimación para las pretensiones de grupos dominantes, porque con ella estaban dispuestos a confirmar la validez de cualquier sistema de organización de la sociedad que se presentara amparado por la forma de unas leyes positivas, o porque pretendían encontrarse en condiciones de confirmar científicamente las anomalías de quienes infringían el ordenamiento establecido. Y esa situación desgraciada se evidenció sobre todo a mediados del siglo XX, cuando grupos totalitarios se apoderaron de varios gobiernos europeos y encontraron fácilmente fundamentaciones jurídicas “científicas” para justificar cualquier violación de derechos humanos, sin necesidad de alterar en forma ostentosa las convicciones teóricas en boga. Así, por ejemplo, el nacionalsocialismo dispuso en Alemania de una corriente científica estructurada –la escuela de Kiel– de la que formaron parte grandes juristas, la cual elaboró un Derecho penal de autor sobre la base de criterios defensistas, y lo impuso fácilmente mediante reformas legales que solo objetó una minoría. En Italia, a su vez, el fascismo obtuvo la adhesión y el apoyo teórico de ENRIQUE FERRI, uno de los defensistas (positivistas) más distinguidos y contó siempre con los de ARTURO ROCCO, a quien se considera el fundador del tecnicismo jurídico en ese país. En la Unión Soviética, por fin, se desarrolló una concepción jurídica marxista, que en la práctica no se diferencia gran cosa del defensismo ortodoxo, con el cual coincidieron también las leyes de 1919 y el Código Penal Soviético de 1922. Ciertamente, ninguno de esos cuerpos doctrinarios y legislativos puede conciliarse con los sistemas de autores clásicos como ROSSI, FEUERBACH, MARAT, CARMIGNANI o CARRARA, quienes los habrían criticado duramente.
Es preciso reconocer, no obstante, que estas