Lecturas de poesía chilena. María Inés Zaldívar Ovalle

Lecturas de poesía chilena - María Inés Zaldívar Ovalle


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posible la revista Multitud cuyas consignas eran, entre otras similares: “Por el pan, la paz y la libertad del mundo”, o bien “Revista del pueblo y la alta cultura”. Allí colaboraron escritores de la talla de Rosamel Del Valle, Ricardo Latcham, Juan Godoy, Enrique Gómez-Correa y Teófilo Cid. Su importante y sólida obra poética está recién empezando a conocerse y difundirse, y valiosa es en este sentido la labor de Javier Bello, quien realizara una excelente y completa edición crítica de su obra (Winétt De Rokha, El valle pierde su atmósfera (2008). En este volumen se reúnen diversos estudios críticos acerca de la obra de la autora (Soledad Falabella, Juan G. Gelpí, Ángeles Mateo del Pino, Jorge Monteleone, Eliana Ortega y Adriana Valdés). Mencionable es también la lectura crítica que se ha realizado históricamente de la autora por Juan de Luigi, Luis Merino Reyes, Artigas Milans Martínez, Julio Molina Müller, Juan Villegas, Heddy Navarro Harris, Alejandro Lavquén y Francisco Véjar, añadiendo la existencia de una tesis escrita por Gemma San Román Arcedillo, dedicada a uno de sus poemarios: «La crisis de la sociedad burguesa y la autonomía artística: Vanguardismo de Cantoral. Poemas 1925-1936 de Winett de Rokha».

      Nacida tres años después, también en Santiago, destaca la poeta Olga Acevedo (1895-1970), quien viviera alrededor de diez años en Punta Arenas donde frecuentó la Sociedad Literaria de Gabriela Mistral, a quien siempre declaró admirar. Acevedo estuvo vinculada con la Gran Jerarquía Blanca de la India, además fue partidaria de los republicanos españoles y militante del partido comunista chileno. Posee una vasta producción poética, de gran fuerza y singularidad que se inicia con la publicación de Los cantos de la montaña en 1927, extensa obra en prosa y verso. Más adelante vienen Siete palabras de una canción ausente 1929 [Firmado Zaida Suráh], El árbol sólo, 1933, La rosa en el hemisferio, 1937, La Violeta y su vértigo, 1942; luego de estos cuatro poemarios obtiene el Premio Municipal de Literatura en 1949 por Donde crece el zafiro, poemario del que Ricardo Latcham, se supone que en un gesto laudatorio, escribió: “En general, Olga Acevedo ha representado, entre nosotros, una actitud depurada, constante, saludable en lo que entraña de ejemplar para otras mujeres, encadenadas por el sexo, la pasión irracional y los tópicos amorosos; aunque estos solo representen una ficción o un artilugio imaginativo” (La Nación 07-04, 1948). A su vez, Naín Nómez valora su creación y escribe en la Antología crítica de la poesía chilena que:

      En síntesis, se trata de una de las grandes poetas chilenas de comienzos de siglo, tanto por sus transformaciones estéticas como por su compromiso poético y social. […] Su mayor mérito consiste en que siendo una poeta que se inicia en los últimos años del siglo XIX, logra posteriormente sintonizar con las vanguardias, especialmente el surrealismo, para desarrollar una obra de imágenes impactantes y emocionalidad delirante que explora diversas formas y tonos de ruptura”. (Nómez 135)

      Por su parte, Eugenia Brito define su poesía como vigorosa y múltiple, señalando que “en ella se combinan resabios modernistas con imágenes provenientes de las corrientes más vanguardistas” (58). A modo de ejemplo, en el poemario Los himnos (prologado por Tomás Lago) retoma la utilización de la prosa como soporte para sus textos poéticos, tal como lo hiciera en los años veinte, e incluso numera sus versos o estrofas, como puede leerse en estos ocho primeros fragmentos de los veinte que conforman el “Himno 2”:

      1. Grande oleaje, a la hora de los musgos, apaga tú también los faros delirantes.

      2. Retira de mí esos símbolos con que me acoges y devoras en silencio.

      3. A los densos naufragios del espanto, sigue el carro de llamas con que me arrollas y me escudas.

      4. He ahí las cálidas vertientes, los largos sueños abismados, su amapola nocturna, suspensa como un centinela.

      5. Algo cae en los vidrios de la angustia y un ala rota se deshace por sus aguas.

      6. Yo camino en el aire, con las manos tendidas al silencio como una sonámbula.

      7. Con qué hechizo me llamas? ¿Con qué cábalas me resucitas y me alumbras?

      8. Ay, es la hora del tiempo sin retorno, cuando todo perece y se desliza por las piedras como un agua callada. (Olga Acevedo, 13)

      Me parece fundamental también leer e investigar el trabajo de María Monvel, (1899-1936, cuyo nombre de pila es Tilda Brito Letelier) nacida en Iquique, que al llegar a establecerse en Santiago contrae matrimonio con el crítico literario y periodista Armando Donoso. Mujer de gran cultura, trabajó en diarios y revistas, fue traductora de sonetos de Shakespeare y de la obra de Paul Gerald. Entre sus publicaciones están los poemarios Fue así (1922), Remanso del ensueño (1923), Poesías (1927), Sus mejores poemas (1934) y Últimos poemas (1937). Gabriela Mistral afirmó en su oportunidad que Monvel fue: “La mejor poetisa de Chile, pero más que eso: una de las grandes poetisas de América, próxima a Alfonsina [Storni] por la riqueza del temperamento, a Juana [De Ibarbourou] por su espontaneidad” (citado en http://www.memoriachilena.cl/602/w3-article-3709.html). Su poesía ha sido caracterizada, especialmente, por la aguda y certera expresividad emocional a través de un lenguaje, aparentemente simple, transparente. En la antología La mujer en la poesía chilena de María Urzúa y Ximena Adriasola se señala que “lanza tremendas verdades en idioma nuevo”, a través de un lenguaje “fluido, sin retorcimientos ni gritos” (85), y Eugenia Brito la define como la poeta del amor, señalando que sus versos son “admirables por su levedad, su ritmo y concisión” (88). Una muestra de su pluma; de su libro Sus mejores poemas, selección hecha por la propia autora y publicado por Nascimento en 1934:

      Copa de cristal pulido,

      bebo, bebo y no me embriago,

      con sabor a corazón

      y sabor divino a labios.

      Bacante soy de una orgía

      deliciosa y no me exalto.

      Ruedan abiertas las rosas

      sobre mi corpiño intacto,

      y yo bebo y bebo más

      el licor que sabe a labios.

      Maravilloso licor

      del que yo he bebido tanto,

      sin que se alteren mis venas,

      sin que en mi mente haga estragos.

      Centellea como dos

      ojos negros en mi vaso,

      prende infinitas antorchas

      en mi corazón helado,

      y arrastra mi pensamiento

      hacia caminos fantásticos.

      Bebo, y no estoy ebria, no;

      muerdo el cristal de mi vaso

      y hago trizas los espejos

      que miran y estoy mirando.

      Me sumerjo en mi licor

      como en olas de cobalto

      y aunque bebo, no me estalla

      roto el cerebro en pedazos.

      Disuelvo mi pensamiento,

      licor con sabor a labios,

      y en tus alas de emoción

      toda voluntad deshago.

      ¡Centellear de ojos ardientes,

      aunque muero, no me embriago,

      y aunque he disuelto mi vida

      en la copa de tus labios! (105-106)

      Por último presento a María Zulema Reyes Valledor, quien bajo el nombre de Chela Reyes (1904-1988) y nacida en Santiago el mismo año que Pablo Neruda, publicó poesía, teatro, literatura infantil; escribió para diversos periódicos tales como El Diario Ilustrado y La Nación; trabajó en un sinnúmero de programas radiales; fue durante cuarenta y dos años miembro y secretaria del Pen Club de Chile; vivió tres años en Venezuela y viajó por diversos países; junto a Pablo de Rokha fue una de


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