Lecturas de poesía chilena. María Inés Zaldívar Ovalle
toma el fuego como Prometeo y, como se lee en los versos finales, se entrega decidida a sus llamas como Empédocles. A saber. Ese viejo fuego original, purificador, que “Costó, sin viento, prenderlo, atizarlo” (…) pero que “ya sube en cerrada columna/ recta, viva, leal y en gran silencio”, (190) es aquí un bien, un aliado plenamente querido. Al igual como el Arcipreste de Hita en el Libro del Buen Amor afirma que nació bajo el signo de Venus y es por ello que no puede resistirse frente a las damas, la fervorosa se pregunta acerca de su signo de original:
Cruzarían los hombres con antorchas
mi aldea, cuando fue mi nacimiento
o mi madre se iría por las cuestas
encendiendo las matas por el cuello.
Espino, algarrobillo y zarza negra,
sobre mi único Valle están ardiendo,
soltando sus torcidas salamandras,
aventando fragancias cerro a cerro. (190)
Se pregunta si habrá nacido bajo el signo del fuego porque vive encendida e incendiada, hecha una hoguera, vaya a donde vaya y no sabe si “(lo llevo o si él me lleva;/ pero sé que me llamo su alimento,/ y me sé que le sirvo y no le falto/ y no lo doy a los titiriteros)” (190). Este yo fingido en el poema, al igual como afirma Bachelard, “para referir el valor humano del fuego es necesario, parece, hablar un lenguaje diferente del de la utilidad. Es preciso comunicarlo en una suerte de infralenguaje por los valores de la vida caliente. Nuestros órganos son hornos. Todo un lenguaje de fiebres da la medida de nuestros instintos.”(143)21
Es así como el motivo del fuego y todas sus posibles connotaciones como pasión, ardor, entusiasmo, intensidad, impetuosidad, vehemencia, devoción, iluminación, me llevan a considerar un último tema de locas mujeres que, aunque su formulación es menos explícita en los poemas, percibo es la matriz central que articula y perfila la identidad de la locura de estas mujeres mistralianas. Me refiero a la actividad creadora, a la imperiosa necesidad de ser fiel a la creación, al poetizar como un verdadero llamado pasional a través de un infralenguaje que exprese los valores de la vida caliente, como diría Bachelard.
Según Susana Münnich, ampliando mucho más el círculo, el tema de la vocación poética sería el elemento que da unidad a toda la obra poética mistraliana, la que ha sido muchas veces considerada fragmentaria por la crítica. En su defecto ella plantea que:
Desde el mismo principio, desde Desolación en adelante, percibimos en los poemas de Gabriela Mistral una unidad de sentido, algo que podríamos llamar su modelo, y a la cual tentativamente denominaremos ‘mujer poeta’. Estos textos originan una voz que presupone una sujeto poética que ha escogido, con dolor, con renuncia, pero sin vacilaciones, una línea de vida. Y en el conjunto de la obra poética mistraliana es visible el esfuerzo por guardar fidelidad a esa opción que se eligió. A pesar de la variedad de temas mistralianos, en que encontramos poemas a la naturaleza, al amor, a la maternidad, rondas, jugarretas, recados, nos parece que todos ellos se organizan en torno a este modelo. (146, 147)22
Por otra parte, Santiago Daydí-Tolson considera que en el discurso lírico de la Mistral existe una voluntad de autogenerarse en la voz lírica, de crearse a sí misma como persona literaria, y que las tres “identificaciones básicas” serían las de madre, maestra y poeta, y que todas ellas se darían tan ligadas que finalmente conseguirían un solo perfil con diversas aristas.23 Lo cierto es que dentro de estas Locas mujeres, “La bailarina”, podría considerarse como un ars poética, un manifiesto, un texto eminentemente metatextual donde la hablante, en su danzar, después de perderlo todo, despojada de nombre, de raza, de credo y desnuda, con su cuerpo y sobre el escenario, está escribiendo el oficio de la poeta y los costos que debe pagar por ser fiel a su destino. La danza/ escritura, es una opción personal que eligió, pues “El nombre no le den de su bautismo./ Se soltó de su casta y de su carne/ sumió la canturia de su sangre/ y la balada de su adolescencia”. (186) Una opción que no es fácil ni segura, pues supone alegría y sufrimiento, encuentro y pérdida.
Por mi lado, comparto la idea de Münnich de que un tema estructurador que da unidad a la creación poética de Mistral es su fidelidad a la vocación de poeta, y pienso que en parte también en eso consiste la gran locura de estas mujeres y por qué no decirlo, de su creadora. Pero considero que la locura que representan esta galería de mujeres mistralianas es más amplia aún. Tiene que ver con que son mujeres que se resisten a aceptar la vida tal cual les ha sido asignada. Como en el caso de La humillada o de La otra que se debaten en la contradicción; o bien porque su respuesta rebelde frente al medio las torna excesivas como a La fervorosa o La dichosa; o porque debido a la frustración que sienten frente al mundo que las rodea se vuelven ansiosas, insatisfechas, se les quita el sueño; o porque a pesar del dolor y las dificultades logran, contra viento y marea, expresarse como La bailarina. Ella, a través de su cuerpo danzante “baila así mordida de serpientes”, (186) canaliza el fuego que lleva dentro, y paga su duro precio por ello. Pero es una alternativa sin retorno, de vida o muerte, no hay escapatoria, pues ella ya es más que ella, es un nosotras, es un nosotros:
Sonámbula, mudada en lo que odia,
sigue danzando sin saberse ajena
sus muecas aventando y recogiendo
jadeadora de nuestro jadeo,
cortando el aire que no la refresca
única y torbellino, vil y pura.
Somos nosotros su jadeado pecho,
su palidez exangüe, el loco grito
tirado hacia el poniente y el levante
la roja calentura de sus venas,
el olvido del Dios de sus Infancias.
En las Locas mujeres de Gabriela Mistral, el fuego ligado a lo femenino se relaciona con la mujer como cuerpo, sensualidad, emoción. Es el espacio “irracional” ese “continente negro” que Freud no logró, no se atrevió o simplemente no alcanzó a “conquistar y colonizar”, es decir a describir y catalogar. En estas locas mujeres se muestra la otra cara de ese continente desconocido, y se presenta como un espacio que no es negro sino rojo, rojo de fuego, de sangre, de corazón. Tampoco se nos presenta como un espacio vacío, en el que se dibuja un fantasma, ese vestido por la envidia de no tener lo que tiene el otro, es decir el de la ausencia del falo y por lo tanto de la razón y del poder, sino que se nos presenta como el lado de la presencia del cuerpo y la pasión con todas sus intensidades y posibilidades. Por cierto tampoco se nos entrega este continente “rojo” como el espacio de una enfermedad dañina, muchas veces contagiosa, que hay que sanar y controlar para mantener el orden en el sistema, sino como una fuerza que tarde o temprano se iba o se va a expresar como un bien, como fuego purificador e iluminador. Pero esta hablante que roba el fuego es castigada por ello pues, como dice Gerhard Adler: “La leyenda de Prometeo refleja los terribles peligros inherentes al don de la luz de la conciencia a los mortales; a tal punto que quien entregó esa luz a los mortales, solo pudo hacerlo cometiendo el crimen de violar las leyes de los dioses, y debió expiar este acto por una eterna herida en el centro de su vida instintiva”(142)24 Y si precisamos que en este caso se trata de una mujer la que roba el fuego de los dioses masculinos, podremos imaginar la dimensión de la herida en su vida instintiva.
Está más que claro, entonces, que estas Locas mujeres de la Mistral no presentan soluciones ni sujetos ideales que han logrado una identidad satisfactoria y complaciente frente a sí mismas y al mundo que las rodea, sino que se presentan más bien como una galería de seres humanos envueltos en un magma en el que se entrelazan dolores, desganos y renuncias, pero que también son capaces de vivir con intensidad alegrías logros y esperanzas con grados crecientes de conciencia. Esta esperanza proviene, más que de la presentación de soluciones prácticas y efectivas para la vida, de la capacidad y maestría de Gabriela Mistral para develar a través de la palabra hecha poesía, hecha objeto estético, ya sea en forma consciente o quizás de manera inconsciente, las contradicciones y ambigüedades de las relaciones sociales y afectivas que nos entrampan día a día a los seres humanos.