Lecturas de poesía chilena. María Inés Zaldívar Ovalle
ese beso que hincha la proa de tus labios
Y esa sonrisa como un estandarte al frente de tu vida
Y ese secreto que dirige las mareas de tu pecho
Dormido a la sombra de tus senos
Si tú murieras
Las estrellas a pesar de su lámpara encendida
Perderían el camino
¿Qué sería del universo? (Canto II, 762-763)
En Altazor presenciamos el drama de esa Palabra que quisiera ser Lengua, y que es manipulada por las manos de ese pequeño dios aunque sabe y reconoce con dolorosa conciencia que solo:
Manicura de la lengua es el poeta
Mas no el mago que apaga y enciende
Palabras estelares y cerezas de adioses vagabundos
Muy lejos de las manos de la tierra
Y todo lo que se dice es por él inventado
Cosas que pasan fuera del mundo cotidiano
Matemos al poeta que nos tiene saturados (Canto III, 766)
De una u otra manera, en el texto presenciamos la fatalidad de ese dolor conocido, que tan bien había cantado Rubén Darío veintiséis años atrás, “pues no hay dolor más grande que el dolor de ser vivo,/ ni mayor pesadumbre que la vida consciente”, mientras son “Dichoso el árbol, que es apenas sensitivo,/ y más la piedra dura porque esa ya no siente”10. Estamos pues frente a la lucidez que supone la vida consciente y al desgarro que acarrea el develamiento de la fragilidad de este constructor y todos los constructores y constructoras de universos verbales. Su fragilidad y su grandeza radican en que, aunque la palabra poética puede nombrarlo todo, representarlo todo, esta no podrá nunca ser otra cosa de lo que es, una posible representación, un reflejo más del espejo, otro eslabón más de esta cadena de desplazamientos del significante, como diría Derridá. Y, más que debido a la pericia o impericia del creador, la flaqueza e imposibilidad de esa vuelta a la fusión original, proviene de que la palabra poética, esa que sigue “cultivando en el cerebro las tierras del error”, y que permanecerá, “sin que se derrumben las vigas del cerebro”(Canto I, 741), está en las afueras, dentro de su sellada e inexpugnable materialidad. Estaremos resignados, entonces, a movernos en un universo “Lleno de zafiros probables/ De manos de sonámbulos/ De entierros aéreos/ Conmovedores como el sueño de los enanos” (Canto V, 782).
La palabra poética podrá nombrar las cerezas más fragantes, sabrosas y coloridas, pero solo alcanzará a hacerle guiños, quizás a acariciarlas mentalmente, con suerte a fundirse con su sabor, olor y materialidad, fruto de la maestría con que el pequeño dios las representa sobre la página, pero luego de ese instante de arrobo mental, surgirá el hambre de su dulzura que solo se saciaría con el mordisco y la pulpa dentro de la boca. Así, como el desanudamiento de los cuerpos enamorados, palabra y objeto o sujeto representado, volverán a su indivisible individualidad, a su redil, a su porción material intransferible, ya que aunque “Tus ojos [que] hipnotizan la soledad” pueden ser bellamente escritos “como rueda que sigue girando después de la catástrofe”, nunca podrán sonreír o llorar con saliva o lágrimas saladas.
Esta caída de Altazor dibuja el intento a través de la palabra de una entrada o una salida a la materia, expresada en los progenitores, la mujer, la modernidad y sus innumerables aparatos, en las creencias que se niegan y sin embargo se nombran con insistencia casi como letanías, como paracaídas auxiliares frente al abismo de la nada. Y se suma pienso yo, el drama supremo, el de estar expuesto, señalado, frente al todo, irremediablemente indefenso por estas afueras —“siento un telescopio que me apunta como un revolver (Canto I, 736)”—, y no poder salirse de sí mismo para mirarse, dimensionarse, poseerse, protegerse y amarse eternamente. En este marco resuenan formidables las palabras de Altazor desafiando a la muerte: “Muera la muerte infiltrada de rapsodias langurosas” (Canto I, 742), como lo hiciera siglos y siglos atrás Juan Ruiz, el Arcipreste de Hita, en su Libro del buen amor (1330-1343), frente a la muerte de su indispensable Urraca:
¡Ay Muerte! ¡Muerta seas, muerta, e mal andante!
Mataste a mi vieja, ¡matases a mí ante!
Enemiga del mundo, que non as semejante,
de tu memoria amarga non sé quien non se espante.11
Percibo en todo el texto de Altazor una búsqueda radical hacia estadios crecientes de conciencia para asimilar y poseer, sin mediación, el sabor de esa inaccesible realidad. Esta conciencia de desconexión produce en el cayente una desubicación espacial y temporal del lugar y la hora en que se habita; produce vértigo frente a lo silencioso y reprimido, y pánico frente a la pérdida del control, a la locura que no es otra cosa, pienso yo, que la ruptura del cordón umbilical que nos conecta con el ser. Así las cosas, se da en el poema huidobriano la siguiente paradoja: la palabra, que es el arma, la materia prima, la riqueza, el oro, la divisa con mayor plusvalía en el mercado del creador, puede a su vez convertirse en su prisión, en su castigo, en su cepo. Esta afirmación me mueve a pensar que este poema está problematizando la afirmación que recorre nuestra poesía y la poesía en general, en el sentido de que esta salva la existencia, de que se está vivo porque se escribe como dijo Enrique Lihn, o que salva de morir como un perro, al decir de Manuel Silva Acevedo, pero entrar en esa materia ameritaría una reflexión mayor, que queda pendiente.
Quisiera concluir señalando que Altazor de Vicente Huidobro podría apreciarse como la estampa, más bien diríamos hoy el video de una caída, caída hacia la desintegración, no solo hacia la desintegración de la palabra poética, sino del yo, del ser que se disuelve en un vacío del abajo que conduce a la nada. Sin embargo, podría percibirse desde la mirada de ese abajo, desde su contracara, aquella que recibe la caída, que quizás este tránsito desde el ser a la nada, podría inaugurar una nueva entrada (al parecer no percibida por el descendente) que no se define en términos espaciotemporales, una que conduce hacia un estado de conciencia ininteligible desde la humanidad, como al parecer William Blake avizoró.12 Si quisiéramos considerar la existencia de un nuevo estado de cosas si se abrieran esas puertas de la percepción, quién sabe a qué entrada fascinante y aterradora nos conducirían. En todo caso, en Altazor sí está inscrita desde el inicio una leve esperanza, quien sabe si amortiguadora del golpe, que alienta a atreverse a caer hacia abajo y hacia adentro, en busca de “una luz sin noche”:
Déjate caer sin parar tu caída sin miedo al fondo de la sombra
sin miedo al enigma de ti mismo
Acaso encuentres una luz sin noche
Perdida en las grietas de los precipicios. (Canto I, 737)
Gabriela Mistral y sus “locas mujeres” del Siglo XX13
Sabemos que extensa ha sido, es y seguirá siendo la crítica acerca de la obra de Gabriela Mistral. Años atrás esta se dedicó, por largo tiempo, diría que más bien a dificultar la comprensión de su obra a través de parciales juicios en los que se destacaban su trágico amor, su maternidad frustrada y sublimada a través de los niños ajenos, su labor docente como maestra ejemplar. Críticos tales como el chileno Virgilio Figueroa, con su libro La divina Gabriela14, la puertorriqueña Margot Arce15, y el ecuatoriano Benjamín Carrión, quien escribió un conjunto de ensayos los que tituló, literalmente, Santa Gabriela16, entre otros, configuraron un perfil de la autora bondadoso, afectivo y emocional —“políticamente correcto” diríamos hoy en día—, marcado por el dolor sufrido con estoicismo, la entrega desinteresada, la dulzura y la ternura frente a los más débiles dando, por muchos años, una pauta de lectura de su obra idealizada y bastante parcial. Este énfasis en rasgos positivos históricamente considerados como la esencia de los valores “femeninos”, hacía de contrapeso a aquella otra crítica que, no sabiendo cómo asimilar el torrente creativo de Mistral, afirmaban que su calidad poética se debía a que escribía como un hombre. Para corroborar esta afirmación baste solo un