Lecturas de poesía chilena. María Inés Zaldívar Ovalle
con el forzamiento al lenguaje articulado a través del habla sino que, más a contrapelo, al del lenguaje escrito y, mucho más aún, al del lenguaje poético impreso sobre la hoja de papel: doble, no, triple expulsión del paraíso. Porque el monólogo altazoriano explícita e implícitamente hablará todo el tiempo de poesía y de su construcción, de su creación. Dirá que “Los verdaderos poemas son incendios” (Prefacio, 732) que irremediablemente se propagan para ver sus “estremecimientos de dolor o de agonía”(Prefacio, 732); que “un poema es una cosa que será” o más bien “una cosa que nunca es pero que debiera ser” (Prefacio, 732); que “Se debe escribir en una lengua que no sea materna” (Prefacio, 732) aunque un poema es, en realidad, “una cosa que nunca ha sido, que nunca podrá ser” (Prefacio, 732).
Altazor, el viajero protagonista de esta historia, es ese que está “Encerrado en la jaula de su destino” y que “En vano [se] aferr[a] a los barrotes de la evasión” (Canto I, 737). Es ese aviador camaleónico que en su recorrido buscará traspasar la barrera de lo humano tanto hacia lo pajarístico como hacia lo esotérico, lo angelístico, y con derechas pretensiones hacia lo divino eternal. Y Altazor es también a ratos un urgido y ansioso sujeto, como el conejo blanco de ojos rosados, con reloj de bolsillo, que aparece frente a Alicia, repitiendo “¡Voy a llegar tarde!”, y cuya presencia la arrastra a ese otro viaje, madriguera adentro, hacia el fondo de la tierra8. Nuestro viajero en cambio, mientras se desplaza por los aires y en caída libre, dirá: “No hay tiempo que perder” (Canto IV, 770), puesto que “A la hora del naufragio ambiguo/ Yo mido paso a paso el infinito […. mientras] El mar quiere vencer/ y por lo tanto no hay tiempo que perder” (Canto IV, 770-771) ya que, quizás, por fin, “Más allá del último horizonte/ Se verá lo que hay que ver” (Canto IV, 771).
Dentro de este escenario, percibo que el hablante del poema esgrime una constante y porfiada búsqueda de utilización de la palabra, y me voy a permitir utilizar una imagen que me viene a la mente, y es que pienso en Josefina Ludmer y sus “tretas del débil”, cuando se refiere a Sor Juana Inés de la Cruz, develando sus estrategias y triquiñuelas para hacerse de la palabra y establecer una voz frente a la autoridad desde la estructurada indefensión que habita. Según Ludmer, en el caso de la Respuesta de Juana Inés de la Cruz a sor Filotea, que es el texto analizado bajo este prisma, hay dos verbos claves: saber y decir, pues ambos constituirían los campos enfrentados para una mujer. Las tretas, entonces, se desprenderían del manejo que se hace de ellos: “en primer lugar, separación del campo del saber del campo del decir; en segundo lugar, reorganización del campo del saber en función del no decir (callar). (p. 48)”9 Guardando las debidas proporciones, Altazor, quien incursiona abiertamente a veces lúdica y gimnásticamente con la palabra fungiendo ser ese primigenio creador sin nombre, ese simple hueco en el vacío que es hermoso como un ombligo, tiene sus tretas, sus tretas de débil: se trasviste de niño o de loco delirante y, aunque sabe lo que quiere, no lo dice comprensivamente sino lo calla para la lengua articulada. Lo oculta tras cadenas de letras y palabras sonoras que no tienen existencia legal dentro del diccionario de la lengua castellana. Ejerce como creador de una palabra alucinada que juega e insiste decir callando, en el intento de crear nuevos caminos que permitan romper barreras, abrir rendijas, no para acceder al mundo de la institucionalidad masculina, como en el caso de sor Juana (pues en realidad por condición social y género sí forma parte de ella), sino para decir lo indecible y con ello volver a contactarse y disfrutar la perfección de una materialidad tanto inexpugnable, como eterna e inmutable. Así las cosas, aunque en el poema el hablante señala explícitamente al inicio del Canto V que “Aquí comienza el campo inexplorado” (782), ya desde el Canto IV, Altazor, frente al inexpugnable mundo cotidiano empieza —para emborrachar la perdiz (o en este caso específico la golondrina, cual niño travieso (mimado y desesperado)— con la utilización de juegos de palabras que nombran sincopadamente un abanico de posibilidades, con el objeto de hacer frente a esta realidad inasimilable a través de su arte denominativo. Un par de ejemplos:
Al horitaña de la montazonte
La violondrina y el goloncelo
Descolgada esta mañana de la lunala
Se acerca a todo galope
Ya viene viene la golondrina
Ya viene viene la golonfina
Ya viene la golontrina
Ya viene la goloncima
Viene la golonchina
Viene la golonclima
Ya viene la golonrima
Ya viene la golonrisa
La golonniña
La golongira
La golonlira
La golonbrisa
La golonchilla
Ya viene la golondía
Y la noche encoge sus uñas como el leopardo (Canto IV, 775-776)
O este otro fragmento, el del molino, que puede leerse en su persistencia por hacer como que: Jugamos fuera del tiempo/ Y juega con nosotros el molino del viento […] ” (Canto V, 789), pero que luego de ciento noventa y un versos que lo adjetivan y juegan con él, termina siendo un “Molino truculento”(794). Lo es tal, puesto: “Que teje las noches y las mañanas/ Que hila las nieblas de ultratumba/ Molino de aspavientos y del viento en aspas/ El paisaje se llena de tus locuras” (Canto V, 794-795). Me aventuro a postular que veo en este tipo de discurso que sabe y calla paradójicamente vociferando, como cabezazos contra el muro, a veces torpes, otras con mayor estilo, pero cabezazos que del juego pasan al dolor y que progresivamente van aturdiendo y desintegrando al escribidor y a su palabra contra el suelo, acomodando su aullido sobre la superficie de la tierra, pero sin penetrarla, para solo deletrear finalmente un “Ai ai ai ai i i i o ia” (Canto VI, 808).
Esta búsqueda se realiza, además de la utilización de las tretas anteriores, a través de una palabra que nombra personas y cosas tanto en su belleza como en su fragilidad. Es el canto a la belleza y su deseo de fusión con la mujer, ya sea esta la madre biológica, esa “con ojos de bandera y ojos llenos de navíos lejanos” (Prefacio, 731); o la Virgen, aquella “sin mancha de tinta humana” (Prefacio, 733) escrita con mayúscula y venerada en un casi impúdico marianismo religioso, y cuya mirada es “un alambre en el horizonte para el descanso de las golondrinas” (Prefacio, 733); y por cierto, con largueza, por la enamorada, la amada que permanece, musa salvadora, indispensable, que va poblando de bellas imágenes el Canto II:
[…]
Mi alegría es oír el ruido del viento en tus cabellos
(Reconozco ese ruido desde lejos)
Cuando las barcas zozobran y el río arrastra troncos de árbol
Eres una lámpara de carne en la tormenta
Con los cabellos a todo viento
Tus cabellos donde el sol va a buscar sus mejores sueños
Mi alegría es mirarte solitaria en el diván del mundo
Como la mano de una princesa soñolienta
Con tus ojos que evocan un piano de olores
Una bebida de paroxismos
Una flor que está dejando de perfumar
Tus ojos hipnotizan la soledad
Como la rueda que sigue girando después de la catástrofe
(Canto II, 761-762)
[…]
Nada se compara a esa leyenda de semillas que deja tu presencia
A esa voz que busca un astro muerto que volver a la vida
Tu voz hace un imperio en el espacio
Y esa mano que se levanta en ti como si fuera a colgar soles en el aire
Y ese mirar que escribe mundos en el infinito
Y esa cabeza que se dobla para escuchar un murmullo en la eternidad
Y