Mar negro. Bernardo Esquinca

Mar negro - Bernardo Esquinca


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      BERNARDO ESQUINCA

MAR NEGRO

      NARRATIVA

      DERECHOS RESERVADOS

      © 2014 Bernardo Esquinca

      © 2019 Avenida Patriotismo 165,

      Colonia Escandón II Sección,

      Alcaldía Miguel Hidalgo,

      Ciudad de México,

      C.P. 11800

      RFC: AED140909BPA

      www.almadia.com.mx www.facebook.com/editorialalmadia @Almadia_Edit

      Primera edición en Editorial Almadía S.C.: agosto de 2014

      Primera edición en Almadía Ediciones S.A.P.I. de C.V.: octubre de 2016

      Segunda edición: enero de 2020

      ISBN: 978-607-8667-70-3

      En colaboración con el Fondo Ventura A.C.

      y Proveedora Escolar S. de R.L. Para mayor información:

      www.fondoventura.com y www.proveedora-escolar.com.mx

      Queda rigurosamente prohibida, sin la autorización de los titulares del copyright, bajo las sanciones establecidas por las leyes, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento.

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      BERNARDO ESQUINCA

      MAR NEGRO

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      Almadía

      A las mujeres de mi vida:

      Talía, Pía y Ramona, tierra firme.

      Ana Laura, Mónica, Lydia y Luz Elena,

      faros siempre encendidos.

      Similia similibur curantur…

      LOS PADRES ANTIGUOS

      Un hombre de la ciudad no se adapta a cualquier cosa. Desde el momento en que descendí del avión en el aeropuerto de Chetumal, la bocanada de aire caliente que me recibió me dejó claro que entraba a un mundo diferente. Uno exuberante y cargado de humedades insidiosas. Sin embargo, mi chamarra permaneció sobre mis hombros mientras esperaba a que la banda transportadora trajera mi maleta; un último asidero al constante y familiar frío que sentía en la Ciudad de México. En el trayecto de media hora a Bacalar intenté asimilar el paisaje: vegetación tropical entre construcciones ruinosas, deshuesaderos y enormes anuncios de cerveza Superior –bebida que yo creía extinta–; todo conspiraba para darle un toque de decadencia al Caribe mexicano, a pesar de su pujante industria turística. Nada me preparó para lo que encontré en Bacalar, el lugar al que había sido invitado por la Casa Internacional del Escritor para dar un taller de narrativa durante quince días: un pueblito al que la publicidad anunciaba como “mágico” pero al que yo en realidad encontré fantasmagórico. Con calles asfaltadas por las que era difícil cruzarse con alguien, y más complicado aún conseguir una buena cerveza. Bacalar está situado al borde de una laguna a la que debe su fama, una enorme extensión de aguas quietas que cambian de colores como si se tratara de un camaleón. Algo mágico había sin duda en ese lugar –desde el primer día escuché historias de niños ahogados en la laguna y buzos que se sumergieron en el Cenote Azul para nunca regresar, perdidos en el laberinto de cuevas subterráneas que conectaba con algo parecido al inframundo– pero su auténtica naturaleza tardaría unos días en revelárseme.

      Desde la primera noche batallé para conciliar el sueño, distraído por los inquietantes ruidos del trópico, en especial un chasquido fuerte y cercano que provenía de la ventana de mi habitación; parecía –o así lo quise pensar– como si una mujer agazapada en las sombras del jardín de la Casa Internacional del Escritor me estuviera mandando besos. Después supe que se trataba de unos diminutos animales amarillos llamados cuijas o besuconas, totalmente inofensivos, que se pegaban al techo del cuarto con esa eternidad pétrea tan propia de los reptiles. Durante aquellas madrugadas calurosas e insomnes no pude dejar de imaginar que aquellos besos siniestros eran lanzados por súcubos de colmillos afilados que aguardaban en lo alto de las palmeras a que el sueño me venciera por completo.

      Un hombre de la ciudad no se adapta a cualquier cosa, y yo jamás he podido con los bichos. Para mi desgracia, Bacalar era un lugar infestado de ellos.

      Algunos, como descubrí más tarde, era inclasificables.

      Shark Bay, Australia

      El general MacCarthy contempló las dunas que se unían con el mar. Vio también las aletas de algunos tiburones que se paseaban a unos metros de la orilla, dueños de aquel territorio protegido de la mano del hombre. Era un paisaje único, pero MacCarthy no estaba ahí para disfrutarlo. Se aproximó al campamento montado al borde de la amplia extensión de estromatolitos y observó las maniobras de los biólogos. Aquellas formaciones primigenias que se apiñaban en las aguas bajas como una colonia de mantecadas cubiertas de lama, le parecían tan absurdas como anodinas, pero eran material de estudio prioritario del Proyecto Rojo, y él debía vigilar que las muestras se tomaran y llegaran en buen estado al laboratorio. Eso en teoría, porque los biólogos sabían hacer bien su trabajo, y él no entendía nada de embalaje, biocontenedores de seguridad, temperaturas controladas. El general MacCarthy estaba ahí, sobre todo, para asegurarse de que no hubiera testigos. De que nadie ajeno al Proyecto Rojo se acercara e hiciera preguntas incómodas. Hasta el momento todo marchaba según lo planeado. El gobierno australiano se mostró comprensivo y aceptó las explicaciones oficiales. Pronto se irían de ahí. MacCarthy decidió relajarse y extrajo un puro de su chaleco. Desvió la mirada de los biólogos y se puso a seguir la aleta de un tiburón hasta que se perdió mar adentro.

      Ser un hombre de la ciudad en el trópico tiene sus ventajas. El aplastante sol de Bacalar me hacía caminar con la cabeza constantemente agachada, y así fue como me encontré con la primera alimaña. Estábamos en un receso del taller, y me dirigía junto con algunos de los alumnos a una tienda cercana en busca de agua. Sobre el asfalto había una criatura aplastada. Me acuclillé para observarla de cerca. Parecía un insecto enorme.

      –Es una tarántula –me confirmó Daniela.

      Daniela era oriunda de Chetumal y la que mejor escribía entre todos los participantes del taller. Desde el primer instante me sentí atraído por ella. Su piel morena, sus ojos grandes y brillantes, y su aspecto saludable en general eran todo lo contrario a los espectros lechosos y eternamente constipados que deambulaban por la Ciudad de México.

      Yo sólo había visto tarántulas en los documentales de la televisión. Saqué mi celular y le tomé fotografías. Un acto simple que después se convertiría en un ritual durante mi estancia en Bacalar, aunque en ese momento no lo sospechaba. Tampoco sabía que las tarántulas tienen ocho patas. Hice varias tomas ante la condescendencia de mis alumnos. Me sentí estúpido, el ejemplar citadino que se impresiona con la fauna que para los locales resulta una obviedad. Daniela me lanzó una mirada que decía “sólo es una araña”. Estaba parada a mi lado, con sus largas y bronceadas piernas ofreciéndome un asidero ante el mundo salvaje. Ya las había tenido alrededor de mi cintura y alrededor de mi cuello, apretándome con el vigor de sus veintitrés años. Siempre he pensado que las piernas de las mujeres son mi mayor debilidad y también mi fortaleza. Lo mismo me han vencido que soportado. Por eso es la parte del cuerpo femenino que más agradezco.

      Cedí ante la impaciencia de Daniela y me levanté, olvidándome de la alimaña. Fue algo pasajero. Al terminar la sesión del día, me retiré a mi habitación, bajé las fotografías a mi laptop y me di cuenta de una cosa.

      Aquella tarántula tenía doce patas.

      Andros Island, Bahamas

      El


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