Mar negro. Bernardo Esquinca

Mar negro - Bernardo Esquinca


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      –La laguna de Bacalar fue el primer lugar al que vinieron los científicos de la NASA. Esta carpa es lo único que quedó del campamento que montaron. Entonces sabían muy poco sobre ellos, y realizaron una serie de experimentos in situ. Incluso permitieron que un investigador local como yo se involucrara y llevara un registro. Cuando las cosas comenzaron a salir mal intenté denunciarlos, pero ellos desbarataron rápidamente el campamento, y también mi reputación con una serie de mentiras. Ahora nadie quiere darme trabajo…

      –¿Qué fue lo que pasó?

      –Es complejo y difícil de explicar. Lo importante es que los científicos se fueron antes de ver los resultados a largo plazo de su intervención. Pero yo lo he atestiguado. Y ahora tú también. En pocas palabras, aceleraron el metabolismo de los estromatolitos y ahora ellos están afectando a la fauna local. Es como si los padres estuvieran induciendo una nueva evolución… Ellos estaban aquí desde mucho antes que nosotros, y seguirán aquí cuando nos hayamos ido…

      Hinojosa se detuvo. Veía más allá de la fogata y en su rostro se dibujó una mueca de terror. Seguí su mirada y vi que Daniela regresaba. Junto a ella venía un hombre. Tendría unos sesenta años y vestía ropa de camuflaje. Sin mediar explicación, sacó una pistola y le hizo una seña a Hinojosa.

      –Come with me, professor –dijo.

      Hinojosa me dirigió una última mirada. En su rostro había una mezcla de desesperación y resignación, la misma que se apodera de aquellos que saben demasiado y no pueden hacer nada con la información que poseen.

      –Escribe sobre esto –dijo, y se levantó.

      Al día siguiente, inventé un pretexto a los organizadores del taller y lo di por concluido antes de tiempo. Mientras hacía mi maleta, Daniela me observaba desde la cama, desnuda y con las piernas cruzadas a la altura de las rodillas. Lo dicho: las piernas de las mujeres me han arrastrado al naufragio pero también me han salvado de él.

      –¿Estás molesto conmigo? –preguntó.

      Quería marcharme lo antes posible. No deseaba conversar con ella; nuestro último encuentro sexual había sido una especie de tributo, el esclavo que le paga un favor a su amo.

      –Molesto y agradecido, supongo.

      –Tú lo sabes muy bien: de escribir no se vive. De algo me tengo que mantener, ¿no?

      Cerré la maleta y la coloqué sobre el suelo.

      –Hay cosas más dignas que ser la oreja de un militar gringo.

      Daniela ignoró mi comentario. En el piso, al lado de la maleta, vi una cucaracha enorme. La aplasté, escuchando con un escalofrío el crujido bajo la suela de mi zapato. Levanté el pie y lo volví a dejar caer con fuerza, para asegurarme de que el bicho quedara aniquilado. Luego le pregunté a Daniela:

      –¿Por qué el militar no me hizo nada? ¿Le dijiste que había algo entre nosotros?

      Daniela se rio. Descruzó las piernas y las estiró en la cama. Fue la última vez que las contemplé.

      –Qué ingenuo eres. Le dije a MacCarthy que no teníamos que preocuparnos por ti. Que eras escritor y que si decías algo, nadie te creería.

      Iba a responder algo pero preferí callar. Me puse la chamarra y eso me hizo sentir que me acercaba a la ciudad. Lo único que me confortaba en ese momento era saber que dentro de unas horas volvería a estar en casa. Abrí la puerta y salí de la habitación, sin despedirme. Antes de cerrarla miré al suelo.

      La cucaracha había desaparecido.

      TORRE LATINO

      Para José Úzquiza, que encontró su casa en México

      Mientras dormía soñó con el Hombre Hormiga.

      Al despertar, lo primero que pensó fue en lo extraño de su sueño, pues aquel personaje era tan sólo un punto diminuto en lo alto de la cruz de Catedral. Aquella imagen pertenecía a una fotografía de 1920, colgada en uno de los muros del Museo de Sitio, ubicado en el piso treinta y ocho de la Torre Latinoamericana. Una multitud sepia observaba desde la plancha del Zócalo. En realidad, su sueño tenía que ver con esa masa expectante que acudía a atestiguar el prodigio del hombre que desafiaba las leyes de la gravedad. Todo un héroe. Sin embargo, para Jiménez fue un mal sueño, porque sufría de acrofobia. Y, en el sueño, él era parte de la multitud.

      Lo segundo que pensó fue qué carajos hacía dormido a esa hora en la oficina, ubicada en el piso treinta y cuatro. Eran las once de la noche, la cabeza le dolía, tenía la boca pastosa y el aliento le apestaba a alcohol. Poco a poco, los acontecimientos del día se acomodaron en su cabeza: después de la comida hubo un brindis por Navidad, el jefe destapó la primera botella de vino blanco y luego de repartir los abrazos respectivos se marchó a una junta. Jiménez se sentía descorazonado y bebió con frenesí: sus súplicas de que lo trasladaran a otra oficina caían en oídos sordos. Debía seguir laborando desde semejantes alturas. Continuarían las taquicardias, el vértigo y los sudores excesivos.

      El brindis se prolongó más de lo previsto; en algún momento, Jiménez se deslizó al despacho del jefe para recostarse en el sillón. Sólo diez minutos, se dijo, mientras se me baja la borrachera. Ahora se había despertado horas después, completamente solo en la oficina. ¿En verdad nadie me vio? No quiso lamentarse: aún podía llegar a la cena familiar. Llamó al elevador y bajó al vestíbulo, pero lo encontró a oscuras, vacío. El velador no aparecía por ningún lado. Lo que me faltaba, pensó. El infeliz pidió un permiso especial. Intentó abrir la puerta principal; como era lógico, estaba cerrada con llave. Del otro lado del cristal, algunos coches aguardaban la luz verde sobre el Eje Central. Se puso a hacerles señas desesperadas. Nadie reparó en su presencia.

      Sólo quedaba una opción, pero sabía que era mala idea: llamar a alguno de sus compañeros de trabajo y pedirle que lo ayudara a salir. Ya se imaginaba el escándalo que se armaría: “Jiménez se quedó dormido por borracho en la oficina del jefe”. Lo correrían. El semáforo cambió de luz, los automóviles se alejaron y la avenida quedó desierta. Entonces lo aceptó: tendría que pasar la Nochebuena solo, en aquel rascacielos de pesadilla.

      Jiménez pensó en lo irónico de su situación: el lugar en el que se encontraba había sido zoológico, convento, oficina de seguros y ahora su prisión. Un lugar que históricamente propiciaba el encierro. En medio de su desasosiego, tomó una decisión que incluso lo sorprendió a él mismo: regresaría al piso treinta y cuatro. Lanzó una última mirada al Eje Central y subió al solitario elevador. De regreso en la oficina, se puso a husmear entre los escritorios. Encontró una botella de vino abierta. Le dio un largo trago y, al tiempo que sentía cómo el alcohol lo reconfortaba, tomó la segunda decisión importante de aquella noche: recorrería la torre piso por piso, entraría en las oficinas que siempre representaron un misterio para él. Con la botella en la mano se dirigió al piso treinta y tres. Los pisos superiores los dejaría al último.

      Su recorrido se detuvo media hora después, en el piso veintisiete.

      En cuanto la puerta del elevador se abrió, se dio cuenta de que no era la única persona en el edificio. En esa oficina había una muchacha de vestido verde, sentada sobre un escritorio. Intentaba marcar el teléfono mientras prorrumpía en sollozos. Jiménez se acercó.

      –Hola –dijo–. Yo también me quedé encerrado.

      La mujer estaba despeinada; el rímel le corría por las mejillas.

      –No puedo acordarme del número –dijo la mujer, con los ojos llenos de lágrimas.

      Parecía bastante borracha. Jiménez imaginó que le había sucedido lo mismo que a él.

      –¿Cómo te llamas? –preguntó.

      La mujer le arrebató la botella, le dio un trago y se calmó un poco.

      –Hace un momento casi salto al vacío –dijo, señalando con la cabeza hacia el fondo de la oficina.

      Jiménez


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