Mar negro. Bernardo Esquinca
que Rodolfo estaba sentado en su mecedora y miraba el jardín a través de la ventana.
–Hoy por la mañana recibí una comunicación de Neil Armstrong –dijo, al tiempo que se pasaba la mano por la barbilla en actitud circunspecta.
Era una fantasía que le escuchaba por primera vez, y me intrigó. A mi mente vinieron el telescopio, las comidas en la casa de la abuela y otros recuerdos de la infancia.
–¿Quieres decir que te llamó por teléfono desde su casa?
Mi primo rio con condescendencia, como si yo fuera un niño que acabara de hacer un chiste ingenuo.
–No –dijo–. Neil Armstrong permanece en la Luna. Nunca regresó de allá.
En los días que siguieron, Rodolfo fue dándole cuerpo a la más singular de las historias que le escuché. Afirmaba que el célebre astronauta se comunicaba con él vía telepática, y que gracias a eso estaba conociendo “la verdad de los acontecimientos de aquel extraño verano de 1969”. Su versión superaba a la famosa teoría de la conspiración –bastante arraigada en la cultura popular– que sostenía que el hombre nunca había pisado la Luna, y que todo fue un montaje perpetrado por la NASA con la ayuda del cineasta Stanley Kubrick.
–Sí fueron a la Luna –afirmó mi primo–. Pero lo que nadie sabe, y que se ha mantenido en secreto hasta hoy, es que, tras dar el primer paso y pronunciar sus famosas palabras, Neil Armstrong se adentró en la superficie de la Luna y desapareció. Jamás pudieron encontrarlo.
De acuerdo con la versión de mi primo, el Apolo 11 regresó sin el astronauta más importante, y desde el primer instante en que la tripulación apareció ante los medios de comunicación para hablar de su hazaña, Armstrong fue sustituido por un doble.
–La NASA no estaba dispuesta a quedar mal ante el mundo si algo no salía bien –dijo Rodolfo–, así que se habían prevenido con un doble de cada astronauta.
Según mi primo, todo eso explicaba muchas de las cosas que aún no se aclaraban en torno a la misión del Apolo 11: ¿por qué no existía ninguna foto de Neil Armstrong sobre la superficie de la Luna? ¿Por qué Buzz Aldrin, el segundo hombre que pisó el satélite, se volvió un alcohólico tras su retorno? ¿Por qué el supuesto Neil Armstrong vivía recluido en su casa de campo en Ohio y eludía a toda costa las entrevistas? Y, sobre todo, ¿por qué en las pocas ocasiones que aparecía en público, Armstrong era incapaz de explicar una cuestión esencial: ¿qué se siente haber estado en la Luna?
Aquellas dudas existían: lo vi en Internet, donde encontré diversos foros en las que se analizaban con fervor. Eso no comprobaba nada, por supuesto, pero era la única ocasión en que los delirios de mi primo se sostenían en una base de realidad.
–Durante las siguientes cinco misiones –dijo Rodolfo– la prioridad secreta fue buscar a Armstrong. No era que esperaran encontrarlo con vida, pero la recuperación de su cadáver se volvió una obsesión para los dirigentes de la NASA, una especie de revancha ante ese primer fracaso. Cuando se dieron por vencidos, el programa Apolo se canceló y eso marcó el fin de la Era Espacial.
Lo que le sucedió a Armstrong, explicó mi primo, lo experimentaron también los astronautas de las siguientes misiones, sólo que para entonces ya iban preparados. Todos escucharon una música majestuosa e hipnótica, una especie de canto de las sirenas que los atraía hacia el lado oscuro de la Luna. Los que siguieron los pasos del primer astronauta sobrevivieron porque estaban atados al módulo lunar con cuerdas especiales. Desde 1969 a la fecha, Armstrong permanecía “retenido” en la Luna, y utilizaba imágenes psíquicas para comunicarse con la Tierra. Un tipo de comunicación que sólo las mentes “hipersensibles” podían captar. En pocas palabras, el astronauta más célebre de la historia estaba condenado porque sólo los lunáticos podían captar la frecuencia de sus mensajes.
–Recuerda –me dijo Rodolfo– que mientras hace una elipse alrededor de la Tierra, la Luna nunca gira. Siempre muestra la misma cara, por lo que nadie ha visto su lado oscuro.
–¿Y qué es lo que hay ahí? –pregunté– ¿Te lo dijo Armstrong?
–Nosotros somos la plaga –respondió, en tono críptico–. Ellos sólo quieren asegurarse de que nunca salgamos de nuestro planeta.
–¿Quiénes son ellos?
Mi primo volvió a prodigarme su risa bondadosa.
–Jamás lo entenderías. Porque ellos son lo que no somos nosotros.
Antes de que el trabajo comenzara a absorber la mayor parte de mi tiempo, y que dejara de visitar a Rodolfo, mi primo me contó una última historia sobre astronautas. Habló de Alan Bean, quien viajó en el Apolo 12 y se convirtió en el cuarto hombre en pisar la Luna. Tras su regreso, Bean siguió algunos años involucrado con la NASA, y en 1981 se retiró para convertirse en pintor. Y lo único que ha pintado desde entonces son escenas relacionadas con los alunizajes. Un artista obsesionado con el satélite, y con lo que él y sus demás colegas experimentaron en aquel sitio. De hecho, uno de sus cuadros más famosos se titula Esto era lo que se sentía al caminar por la Luna. Lo que se observa en esa pintura es al propio Bean, con su traje de astronauta sobre la superficie lunar, rodeado de una neblina de intensos verdes, dorados y violetas.
–El canto de las sirenas interestelares –dijo Rodolfo–. Se trataba de música con color, pero el único que supo expresarlo fue Bean. Por eso resultaba tan hechizante: era una estela que tenías que seguir, casi como si pudieras palpar las notas.
–Ha de ser escalofriante –intervine– estar a cientos de kilómetros de tu planeta y sentir que una fuerza te quiere alejar aún más de él…
–¿Te digo una cosa? –el tono de mi primo se volvió repentinamente melancólico– Armstrong y yo también nos comunicamos con Bean, sólo que él no es capaz de entender de qué se trata, y entonces lo que hace es interpretar en pinturas la información que le enviamos. Cree que es su imaginación trabajando…
Dejé de escuchar a mi primo. Como Bean aún vivía, se me ocurrió que podría viajar a Estados Unidos y buscarlo para escribir su biografía. De todos los astronautas que pisaron la Luna, me parecía el más interesante. La editorial para la que trabajaba entonces sin duda se interesaría, y me pagaría el traslado y la estancia.
Como si me leyera el pensamiento, Rodolfo dijo:
–Hay un cuadro en particular que tienes que ver. Se llama La Luna vista desde un sueño en la Tierra.
–Un título poético –respondí por decir algo mientras me levantaba y me ponía la chamarra. Ahora tenía un nuevo objetivo: conocer al astronauta-pintor.
Antes de despedirme, mi primo agregó:
–En ese cuadro está la clave de todo.
Por más que lo intenté, el viaje no se dio en ese momento. La editorial tenía otras prioridades y el trabajo se fue acumulando. Dejé de visitar a Rodolfo pero, curiosamente, al que empecé a frecuentar fue a Ernesto. En aquel tiempo, mi primo mujeriego salía con una actriz de mi edad cuya fama comenzaba a despegar. Una revista me pidió que escribiera su historia. Acepté porque resultaría fácil y la paga era buena. Los tres salimos en varias ocasiones a tomar una copa, pero cuando empecé con las entrevistas sólo nos veíamos ella y yo. Se llamaba Patricia. Al principio veía nuestras citas como parte del trabajo, pero al poco tiempo descubrí que estaba obsesionado con ella. Era delgada, de senos puntiagudos; parecía sentirse cómoda con su cuerpo y, sobre todo, con su sonrisa: Patricia sonreía todo el tiempo. Quizá sólo estaba ensayando para las cámaras, pero yo no había conocido a ninguna mujer tan segura de sí misma. Ella me confesó que desde la adolescencia salía con hombres mayores que ella, como era el caso de mi primo, pero que últimamente comenzaba a interesarse por los de su misma edad. “Ya no son tan tontos y tienen mucha más energía.” Lo dijo mirándome a los ojos, en una franca provocación. No lo pensé dos veces y me arrojé al vacío. Los días siguientes fueron un torbellino de moteles, borracheras y discusiones. Cuando pude darme cuenta del error que había cometido, ya era demasiado