Mar negro. Bernardo Esquinca
del edificio.
La tomó de la mano y la condujo por el elevador hacia el piso treinta y ocho. A pesar de los estragos que la bebida le había causado, la mujer conservaba su atractivo. Jiménez se dio cuenta de que poseía un aire familiar pensó que la había visto antes. En el edificio, por supuesto, pero, ¿cuándo?
Llegaron al Museo de Sitio e hicieron el recorrido: del zoológico de Moctezuma al temblor del 85. Jiménez se lo sabía de memoria, pero hasta ese momento comprendió. El Centro Histórico era una conjunción de cosas que no terminaban de desaparecer, como mostraban los muros de la exposición: la antigua Universidad, la Casa de los Perros, el Hotel Regis, incluso la misma Tenochtitlan. Nada era una sola presencia, sino la suma de sus avatares.
Jiménez soltó el brazo de la mujer y regresó a su fotografía favorita: el Hombre Hormiga.
–Ven –dijo, sin dejar de mirar la imagen–. A este hombre lo envidio porque puede hacer algo a lo que yo no me atrevo: desafiar las alturas.
Giró la cabeza: la mujer había desaparecido. Sin eco de pasos, ni la estela de un perfume. Sólo el silencio.
Jiménez se sintió repentinamente lúcido y resignado. No tenía que buscarla. Sabía que, si lo hacía, no la encontraría. No en ese momento. La próxima Navidad, quizá, volverían a coincidir.
Regresó la mirada a la fotografía y, concentrándose, se buscó entre la multitud.
MAR DE LA TRANQUILIDAD, OCÉANO DE LAS TORMENTAS
Para Carlos y Jorge, y Jorge y Luis: en la casa de Amado Nervo, cuando la Luna aún era un sueño posible
En mi familia siempre hubo secretos, pero la locura no puede ocultarse. Durante mi infancia y adolescencia observé el comportamiento errático de mi primo Rodolfo sin comprender que lo aquejaba una enfermedad hereditaria. Para mí era el pariente excéntrico que, por si fuera poco, tenía un hermano gemelo. Rodolfo y Ernesto me llevaban quince años; sin embargo, conviví bastante con ellos en las comidas familiares que tenían lugar en casa de la abuela el último domingo de cada mes. Los primos de mi edad jugaban futbol en el patio o se ponían a hojear cómics de El Hombre Araña, pero yo prefería pasar tiempo con esos gemelos que me ponían en contacto con cuestiones misteriosas. Tenían un telescopio que llevaban a casa de la abuela, y en cuanto oscurecía lo subían a la azotea y se turnaban para mirar cosas distintas. Rodolfo tenía una fijación con la Luna, mientras que el objetivo de Ernesto eran las ventanas de los edificios vecinos. Uno me hablaba de cráteres y de los nombres de las zonas lunares; el otro, de mujeres y de lo que podrían estar haciendo tras las cortinas ondulantes.
Todo hombre tiene una obsesión. Así como vi a mis primos entregados a las suyas, yo no tardaría en descubrir la mía: contar las vidas de los otros. Desde muy joven entendí que mi destino estaba en las biografías. En reconstruir tanto las hazañas como los pequeños detalles que hacían a un personaje interesante. Lo que no sabía entonces era que hay que tener cuidado con las obsesiones, porque pueden terminar poseyéndote. No me refiero a mis primos. Ernesto le sacó provecho a la suya: se convirtió en un mujeriego envidiable. Rodolfo no tuvo alternativa: su genética lo condenó a separarse de la realidad. El que comenzó a meterse en dificultades fui yo, cuando dejé de redactar necrologías y me enfoqué en las historias de los vivos. Me convertí en un metiche, en un voyeur de acontecimientos ajenos, y durante cierto tiempo algunas revistas y editoriales me pagaron muy bien por escribir las biografías de los famosos. Sin embargo, lo eché todo a perder. “Siempre es mejor quedarse con los muertos que con los vivos”, decía mi abuela.
Yo no le hice caso, y además traicioné a mi propia sangre.
Un domingo, Rodolfo faltó a la comida familiar. A los pequeños se nos dijo que había sufrido un accidente automovilístico, que se encontraba delicado de salud. Meses después reapareció con muletas. Cuando completó su rehabilitación, caminaba de una forma extraña, como si tuviera una pierna más corta que la otra. Curiosamente, eso ayudó a diferenciarlo más rápido de su hermano, porque en verdad eran idénticos.
Como a muchos gemelos, a Rodolfo y a Ernesto les gustaba hacer bromas a sus parientes y amigos, confundiendo sus identidades. Cuando los primos menores nos hicimos lo suficientemente grandes para cambiar los cómics por ejemplares de Playboy, comenzó a circular un rumor entre nosotros: que Ernesto no se daba abasto con sus conquistas y que algunas veces Rodolfo le ayudaba, haciéndose pasar por él cuando las citas se le juntaban.
–Si eso es cierto –dijo José, el primo más avispado de todos–, entonces sólo puede significar una cosa: que Rodolfo es capaz de disimular su cojera.
Tras el accidente, el comportamiento anormal de Rodolfo fue aumentando hasta evidenciar la fragilidad de su cordura. Pero como la familia se empeñaba en esconder el oscuro secreto, no nos quedó más remedio que buscar nuestras propias y terribles interpretaciones:
–Rodolfo no tuvo ningún accidente: su padre lo arrojó por las escaleras porque no soporta tener un hijo tan raro…
–Él mismo se golpeó las piernas con un martillo para dejar de parecerse a su hermano…
–Lo atropelló una de las mujeres de Ernesto cuando descubrió el engaño…
La verdad, que me fue revelada tiempo después por mi tío Sergio durante una borrachera navideña, era más cruda y delirante: aquejado por las voces que cada vez escuchaba con mayor frecuencia, Rodolfo se arrojó de un puente peatonal con la intención de suicidarse. Sobrevivió, causándose un daño permanente en las piernas. Lo que los primos también ignorábamos era que pasó por el quirófano en numerosas ocasiones, hasta que múltiples clavos y prótesis le permitieron volver a caminar. Para el momento en que mi tío corrió el velo en torno a esa historia, mi primo vivía recluido en su casa, atendido por una enfermera de tiempo completo, y ya todos sabíamos el nombre de su enfermedad: esquizofrenia.
Durante una temporada –cuando empezaba a ganarme la vida haciendo biografías– visité a mi primo en su casa. Vivía en una doble prisión: el cuarto donde estaba confinado, y su mente, entregada por completo a fantasías complejas, delirantes. Sostener una conversación con él era una tarea desgastante. A veces, sin proponérselo, me obsequiaba imágenes de una extraña y siniestra poesía.
–Algo malo va a ocurrir –me dijo una tarde mientras jugábamos ajedrez.
–¿Sí? –respondí, mientras pensaba en cómo quitarme de encima un jaque.
Tras una larga pausa, en la que se escuchó claramente el tictac del reloj de la pared, Rodolfo continuó:
–Estoy completamente seguro de que algo terrible sucederá.
Moví mi caballo para proteger al rey.
–¿Por qué crees eso?
Rodolfo respondió con otra pregunta:
–¿No escuchaste el silencio anoche?
La mayor parte del tiempo, la mente de Rodolfo divagaba hacia tramas enredadas y paranoicas, en las que él siempre tenía un papel protagónico. Una de sus favoritas era aquélla en la que recibía llamadas telefónicas de un informante chino, quien le pasaba datos privilegiados sobre los planes de una inminente invasión a los Estados Unidos. Pero no se trataba de cualquier ataque: los chinos habían perfeccionado una técnica de guerra que consistía en crear fideos-parásitos que –una vez ingeridos a través de la sopa–, se instalaban en el cerebro de las víctimas y dominaban su voluntad. Y si se tomaban en cuenta las miles de sopas de fideo que China exportaba constantemente a los Estados Unidos, la victoria estaba garantizada.
–¿Y por qué te han elegido a ti para informarte? –me atreví a preguntarle una vez.
Su respuesta me sorprendió. No supe si por unos instantes recuperó la lucidez e ironizó sobre su condición o si tan sólo se trataba de una de las tantas manifestaciones de su ego enfebrecido.
–¿A poco no quisieras ser tú el primero en enterarte?
Nada me había preparado para lo que vino después.