Profesores, tiranos y otros pinches chamacos. Francisco Hinojosa

Profesores, tiranos y otros pinches chamacos - Francisco Hinojosa


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pre, solo así se enterará.

      Y el pre desgarró el voluminoso envoltorio.

      –¿Yestoqués? ¿Una alacancía?

      –Es una urna embarazada.

      –¿Y por qué piensas que va a haber elecciones?

      –Puede servir para una consulta.

      –Yo no consulto con nadie, ni con ustedes que se creen indispensables, bola de mantenidos.

      El Lobo, representante de los empresarios y comerciantes, entregó sendos paquetes a la pareja presidencial. A él le dio una corbata y a ella una caperuza roja. Al hacerlo paseó su húmeda lengua a lo largo del hocico. El presidente y su señora no entendieron nunca el mensaje, ya que no conocían el cuento. Sin embargo se mostraron agradecidos con el Lobo, tanto por su corbata como porque se hubiera acordado de dar un regalo a ambos. Ella se puso la prenda. Él no. El Buitre voló hacia el lugar en el que estaba el regalo que le haría al presidente. Lo tomó con el pico y se lo dio en las manos, luego de besarle el anillo. Se trataba de un estuche que contenía un arma.

      –Te manchaste, cabrón.

      –Es de oro puro. La culata tiene incrustaciones de esmeraldas.

      –¿Tiene balas?

      –Seis.

      –Voy a ver si sirve –y le pidió al Buitre que sostuviera con una de sus garras un vaso de sidra.

      El primer disparo salió muy desviado. El segundo le dio de lleno en la cabeza a su exministro de Ecología. Plumas. El Zorrillo se limpió con discreción la sangre que le salpicó la cara.

      –Ahora te toca a ti sostener el vaso –señaló el mandatario al Tigre, que era su secretario de Educación.

      El felino, con la dentadura goteando sangre, ya que le acababa de dar una mordida a la cebra, se acercó sin dejar de mostrar su nerviosismo.

      –¿No cree que debería tomar antes unas clases, Su Excelencia?

      –¿Crees que no sé disparar, hijo de puta? Ponte el vaso sobre la cabeza.

      Nuevamente el silencio se hizo en el amplio salón. El Grillo trató de esconderse para no ver con sus ojos la escena, acto que aprovechó el Oso Hormiguero para tragárselo sin que nadie se diera cuenta. El Ejecutivo, con la pistola en la mano, recorrió con la vista a todos sus invitados. A los que quedaban.

      –¿Quiénes apuestan a que le doy al vaso?

      Poco a poco todos levantaron la mano, menos su esposa.

      –¿Cuánto apuestan?

      –Dos mil –dijo la Lechuza.

      –¿Dos mil? Con todo el dinero que te pago, ¿solo dos mil? Las apuestas son de veinte para arriba.

      –Entonces veinte mil.

      Los demás animales hicieron eco de la apuesta. Solo el Sapo, Líder del Sindicato de Depredadores, apostó veinticinco.

      La Hiena apuntó hacia la cabeza del Tigre, le dirigió una leve sonrisa, tomó aire, cerró un ojo y le voló los sesos.

      –¡Yupi! –gritó el presidente y se dirigió a su esposa–. Tú ganaste, mi amor. Denle el dinero de las apuestas.

      –Yo no traje efectivo –dijo la Lechuza. Balazo. Más plumas.

      –¿Alguien más que no tenga el dinero ahorita? Uno a uno pasaron con la primera dama a depositar en un cofre los billetes apostados.

      –Sigamos con la fiesta. Faltan algunos regalos. Hay que abrir el que me trajo el Tigre, que en paz descanse.

      El mandatario tomó el paquete y lo abrió. En su interior había una corona de oro llena de brillantes. Conmovido fue adonde estaba el cadáver del Tigre y le plantó un beso en la panza, ya que la cabeza estaba cubierta de sangre y sesos.

      –Te rayaste, cabrón. Te voy a extrañar en mi gabinete –y pasó a ponerse la corona–. Me queda chica –se quejó.

      Su esposa se la quitó delicadamente y se la puso sobre la caperuza roja. Acto seguido tomó la pistola que su marido había dejado junto al arbolito de los regalos.

      –Feliz Navidad, mi amor –y le dio un plomazo en el centro de la frente.

      –¿Qué tal? Ahora soy su nueva patrona.

      Y todos pasaron a besarle la pezuña derecha, menos el Lobo, que simplemente se la comió.

      Moralejas:

      No acudas a cenas de Navidad con un tirano.

      Lee cuentos de hadas. Y no seas animal.

      LA CREACIÓN

      Dios dijo, con su inigualable Voz: “Haya luz”. Pero algo salió mal en la Articulación del sustantivo y el resultado fue imprevisto: la luz eléctrica. Y con ella solamente la noche y pronto el primer apagón. La gente robó en las calles y asesinó. La gente violó hermosas muchachas, perpetró asaltos, consumó parricidios, espantó ancianas, secuestró industriales y urdió, en medio de los congestionamientos de tránsito, horrorosos planes de venganza. “La oscuridad –se dijo entonces Dios para sus Adentros– ha suscitado la maldad entre los hombres”. Había que corregir el error, grave si se considera que fue cometido por el Omnipresente. Para hacerlo, Dios apuntó primero en un papel su siguiente Deseo –oh, divina Grafía– y luego lo articuló con su mejor Pronunciación: “Hágase la bondad”. Y la bondad se hizo al instante bajo el hálito nocturno que aún envolvía al mundo. Aunque no sin cierta carencia de matices –a los que estaba poco acostumbrada la humanidad–: el altruismo. Los niños ayudaron a las ancianas a cruzar las calles, los prójimos ofrecieron a sus mujeres, los tiranos recolectaron dinero para la cruz roja, los mendigos abrieron cuentas de ahorro, el ejército se ofreció a cuidar bebés mientras los padres iban al cine, la gente empezó a darse la mano a la primera oportunidad e intercambió con sus semejantes voluminosos paquetes de regalos. En los hospitales se trasplantaron millones de ojos y riñones y se hicieron innumerables transfusiones de sangre: en la mayoría de los casos como un intercambio amistoso entre los propios donadores. El presidente de un país africano se inclinó por la democracia y el papa otorgó veintitrés dispensas.

      Entonces, no contento con la supina melosidad de su última creación, más bien aburrido de ella, Dios musitó: “Quiero algo más normal…, algo así como la vida cotidiana”. El acatamiento de la orden no se hizo esperar. Con alegría todos se lanzaron a las calles, acudieron a sus trabajos, se tomaron el día libre, se embarcaron hacia otro puerto, se dejaron operar en los sanatorios, dijeron a sus hijos que no confundieran la libertad con el libertinaje, se dirigieron hacia el subterráneo, hablaron francés, hurgaron en sus narices, comieron asquerosos purés. Una deliciosa rutina lo cubría todo.

      El tiempo pasó lentamente, marcado por el ruido de las fábricas de textiles y por el rechinar de los neumáticos en el pavimento. Hasta un buen día en que Dios se asomó a la Tierra: las cosas seguían igual: como si hubiera visto ya muchas veces la misma película. Era algo realmente aburrido. Un poco aturdido por el griterío en las tribunas de un estadio de futbol, ensordecido por las porras, decidió acabar de una vez por todas con la monotonía de la vida cotidiana. Se apresuró a decir: “Háganse la soledad y el silencio”.

      El partido de futbol se terminó y cada uno de los exfanáticos se retiró a su casa, a una buhardilla o a un tranquilo paraje marítimo. Las familias, las órdenes religiosas, los clubes de rotarios, los burós de arquitectos, los equipos de polo, los amantes, las academias y todo tipo de sociedades se disolvieron y sus exmiembros corrieron a buscar un lugar apartado donde vivir. Los individuos reflexionaban, concebían ideas, meditaban, leían a David Hume, abrían su corazón al recuerdo, hurgaban en las profundidades de su alma, hacían yoga, se introvertían.

      A Dios le conmovió tal orden y quietud. Gozaba con la soledad de sus criaturas porque de esa manera Él también tenía para Sí momentos de Apartamiento. Y porque podía distraerse si lo quería espiando lo


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