Profesores, tiranos y otros pinches chamacos. Francisco Hinojosa

Profesores, tiranos y otros pinches chamacos - Francisco Hinojosa


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sí: fue a ver y vio: el suegro estaba tendido, tal y como su Tucito lo había explayado. De las heridas manaba bermellón: el pulso era de sí inexistente: don Soylo había fallecido en definitiva.

      Estaba Pía Montenegro echándole agua al radiador de su BMW cuando le avisaron de la muerte de don Soylo. “Tan limpio él, tan amable, tan lampiño”, se dijo, “tan humano”, y cerró el cofre; había sido su cliente: de hecho lo consideraba poco depravado.

      Estaba Garcilaso de la Rúa compartiendo un litro de curado de apio cuando le avisaron que habría entierro. Le dijo a sus contertulios que se echaría la última antes de llevar al muertito a su definitiva.

      –Penúltima –corrigió el Perro–, ¿o nos vas a dejar con el vaso en la mano?

      –Antepenúltima –lo secundó el Plátano–, acuérdate del Juicio Final.

      Tiempo luego, estaba el policía Méndez metiéndole papaloquelite a su taco de pancita cuando le llamó al celular su superior, el capitán Sayavedra:

      –Véngase de inmediato.

      –¿Qué pasó, qué pasó, qué pasó, mi capi?

      –No se haga el pendejo: esto es importante: es un asunto de hombres.

      Estaba el capitán Sayavedra quitándole el brasier a la secretaria del juzgado cuando tocó a la puerta el policía.

      –Déjenos solos, señorita –le dijo a la semiencuerada–, luego le seguimos.

      –Usted manda –respondió, mientras se volvía a poner el sostén de su familia.

      –Usted manda –dijo también el policía al entrar a la oficinota de su jefe.

      –Siéntese, Méndez, y no se haga el pendejo: le tengo un trabajito…

      ¿Recuerda que me dijo que quería irse de vacaciones en uno de esos barcototes con una señora de sus íntimas preferencias?

      –Soñar no cuesta.

      –La vida a veces nos da sorpresas, Mendipoli.

      –Pero no de esas.

      –Pues de esas también, como de película romántica.

      –Explíquese, que ya me anda por hacerme a la mar oceánica.

      Estaba Pía Montenegro cocinándose un pollo encacahuatado cuando se asomó a la ventana su vecino, el policía Méndez.

      –Huéleme la casa mejor que sus divinas axilas, con todos mis respetos, doña Pía.

      –Ándese a otros lares que aquí ni para oler es bien recibido, Poliméndez.

      –Váyase con cuidado, que las palabras hieren.

      –Téngase como apestado: nomás calienta y al rato está tiritando de frío.

      –Escúcheme, quiero decirle algo.

      –Míreme, que no ando para otra de sus triquiñuelas.

      –Atiéndame, esto la va a poner más blandita.

      –Explíquese de una vez, que ando con prisa.

      –Distribúyase: yo pongo la lengua y usted la orejita.

      –Escupa, Mendipoli, que ya ando que apunto el pabellón pa’ ver por dónde se quiere colar.

      Estaba el capitán Sayavedra con un clavo preguntando a la pared dónde colgar su Última Cena cuando llamó Méndez para decirle que ya todo estaba alfinmente arreglado.

      Estaba el capitán Darío Yáñez comiendo sushis con hueva en su celda del reclusorio cuando recibió una llamada por el celular.

      –Habla el capitán Sayavedra, Micapitán.

      –Esperaba su llamada, capitán, desde la semana pasada.

      –No ha sido fácil, Micapitán, pero ya está todo bajo control.

      –Mire, capitán, a mí no me diga nada: asegúrese por su propio bien de que todo salga en orden.

      –Oh, Micapitán, Micapitán: que no se le escurra ni la menor duda. ¿Somos o no somos gente de honor?

      –Con que usted lo sea, lo demás sale sobrando.

      –Eso mismo digo de su persona, Micapitán.

      Andaba Pía Montenegro echándole el tarot al procurador cuando salió la carta de la Muerte. Trató de no alarmarlo:

      –No se asuste.

      –¿Por qué habría de asustarme, pues?

      –Mejor sí, preocúpese.

      –¿De qué, pues?

      –Parece que hay unos huesos.

      –¿De quién, pues?

      –Obvio: del presunto.

      –¿Dónde, pues?

      –Saque otra carta.

      –¿En la Torre? ¿En qué torre, pues?

      Estaba el presidente oyendo las imbecilidades que le decía su ministro de Hacienda o de Comercio cuando le llamaron por el teléfono azul. Era el procurador: para informarle:

      –Tengo a un hombre, el capitán Sayavedra, trabajando en el asunto: no va a salir caro: cuatro pasajes en uno de esos cruceros que tanto le gustan a su señora, más unos cuantos dólares, pues.

      Estaba Pía Montenegro mal de la panza, desaguando cervantinamente por entre ambas canales, cuando llegaron los Tuzos a su humilde hogar. Los atendió en cuanto pudo abandonar el trono.

      –Todo esto es solo un negocio, mis queridos Tucitos: los muertos, muertos están y estarán.

      –Pero es mi suegro. / Pero es mi papá.

      –Los muertos serán gusanería, ceniza, polvo… El alma es lo que importa, ¿o no?

      –¿Hay algún problema con la religión? / ¿Hay algún problema con la ley?

      –Ninguno: lo consulté con el obispo: dijo que el espíritu es lo importante, no la materialidad ósea, cárnica o gusánica. Y lo hice luego con el señor procurador: dijo que las exhumaciones son cosa de todos los días.

      –¿Entonces? / ¿Entonces?

      –Solo hay que desenterrar al muertito: es algo muy sencillo, casi rutinario.

      –¿Y después? / ¿Y luego?

      –Primero lo autopsian de ley y endenantes lo regresan a su última morada, allende que lo reconozcan como el cadáver buscado, ¿o no?

      –Penúltima morada –dijo el Tuzo–: acuérdese del Juicio Final.

      –Razón tienes, Tucito, lo había olvidado –dijo la Pía, y regresó a seguir obrando.

      Estaba el policía Méndez asaltando a un usuario de un cajero automático cuando le vibró el bíper. El capitán Sayavedra le mandaba decir que ya tenía los boletos del crucero en las manos, además de dos mil dólares en cheques de viajero.

      “El señor presidente y el señor procurador me tienen en alta estima por lo que voy a hacer”, se dijo, no sin antes vaciar la tarjeta del cuentahabiente y asesinarlo: con tiro de gracia: para que pareciera cosa del narco o de la mafia.

      Estaba Darío Yáñez haciendo aeróbics en el gimnasio del reclusorio cuando un celador le dijo que su abogada estaba ansiosa por verlo. A él le entró una súbita calentura hasta que se percató de la realidad: ella iba en plan profesional. La jurisconsulta no quiso arriesgarse a que hubiera cámaras y/o micrófonos ocultos en los locutorios: solo le mostró un papelito que decía (en código ultrasecreto): “Habemufus huesus. Confiabúlubus todus. El pre cree que se sen. Ezse dezse. A sabere. Saludus de tu espusu. Confiámunus en nusústrutus. Tu Pupú. P. D.: tuve un 14-23. ¿Tú qué opunus? ¿U qué?”

      Y


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