Educación católica en Latinoamérica. Patricia Imbarack
e identidad. La tercera sección revisa tres estudios de los últimos años que ilustran las consecuencias de estas tendencias mundiales para los currículos en los colegios católicos. La cuarta parte aborda la pregunta planteada por Davis (1999) hace 20 años: ¿puede haber un currículo católico?, sugiriendo caminos de futuro asociados a integraciones curriculares humanistas-cristianas que urge soñar y diseñar. La última sección concluye que, en un tiempo en que las energías de las redes educativas católicas parecieran concentrase en la innovación pedagógica (o sea, en la didáctica), urge prestar igual atención al currículo.
He tenido el regalo de visitar colegios católicos en Colombia, Guatemala y Venezuela. No obstante, soy chileno y un límite importante de mi reflexión proviene del contraste entre lo amplio –y diverso– que es el panorama de la educación católica en América Latina y mi experiencia, mayormente chilena. Menciono esta situación pues los procesos de modernización en la región han sido dispares y ello toca el núcleo del argumento del capítulo. Pido al lector perdonar este límite y matizar mis reflexiones donde parezca necesario hacerlo por diferencias de contexto que yo no alcanzo a recoger.
2. Tendencias mundiales en desarrollo curricular
Aunque el desarrollo curricular es algo tan antiguo como la institución escolar (pues todo colegio supone algún acuerdo sobre qué se debe aprender y alguna estructuración de las trayectorias educativas en función de ello), su profesionalización ocurrió a principios del siglo XX con la expansión de la educación secundaria en EE.UU. (Jackson, 1992). Alemania, Francia e Inglaterra tuvieron sistemas públicos de educación secundaria mucho antes que EE.UU., pero eran elitistas (Benavot y Resnik, 2006). EE.UU. decidió expandir el acceso y eso supuso un enorme esfuerzo de gestión, así como repensar la escuela secundaria tradicional (europea). Esto último implicó acalorados debates entre filósofos, especialistas disciplinares, sociólogos y personas de los campos de la psicología y la administración, que recién nacían en esos años (Kliebard, 1995; Lagemann, 2000). Bobbitt (1918) creó los estudios curriculares cuando captó que este esfuerzo de expansión necesitaba un profesional inexistente hasta ese minuto: el curriculista. Así, en la década de 1930 aparecieron los primeros programas de estudio en currículo. Unos años después, Tyler (1949/2013) publicó su famoso Principios básicos del currículum, que ha guiado el desarrollo curricular en muchas latitudes, incluida América Latina (Díaz-Barriga, 1999).
Con el ascenso de EE.UU. como potencia, después de la Segunda Guerra Mundial, la segunda mitad del siglo XX fue el período de mayor expansión de los sistemas educativos en todo el mundo, junto con la preocupación estadounidense por el currículo (Benavot y Resnik, 2006). En este sentido, aunque los cimientos de los sistemas escolares latinoamericanos son europeos, su expansión ocurrió durante la segunda mitad del siglo XX, bajo la influencia de ideas estadounidenses que llegaron con la Alianza para el Progreso1 (Díaz-Barriga y García, 2014). El mexicano Díaz-Barriga (1999) señaló que una figura clave en este período fue Mario Leyton, quien estudió con Tyler (1949/2013) en Chicago y luego diseñó la reforma curricular chilena de 1965. Él introdujo los objetivos de aprendizaje en las políticas educativas latinoamericanas, base para las primeras evaluaciones nacionales estandarizadas (Leyton, 1970).
Las políticas educativas de los años 80 y 90 cambiaron la forma del desarrollo curricular. Poco a poco, la competencia económica mundial fue desplazando el foco desde la expansión de los sistemas educativos –es decir, la cobertura– hacia la calidad (Banco Mundial, 2005; Tucker y Codding, 1998). Este desarrollo estuvo vinculado a políticas públicas asociadas a estándares que: (a) entendieron el currículo como el conjunto de estándares de calidad de cada sistema escolar, y (b) aumentaron la cantidad de pruebas estandarizadas para medir el logro de tales estándares (Rizvi y Lingard, 2010). Desde esta perspectiva, el desarrollo curricular fue evolucionando hacia la elaboración de marcos nacionales de estándares de aprendizaje, dejando a los colegios libertad para desarrollar sus propios proyectos curriculares en la medida en que cumplieran con los estándares nacionales obligatorios (UNESCO-IBE, 2017).
Actualmente, los debates sobre estándares de aprendizaje están dominados por dos discursos (Spring, 2015). Por un lado, organizaciones económicas como la OCDE señalan que los mercados laborales requerirán jóvenes con las llamadas competencias para el siglo XXI (colaboración, creatividad, etc.), que deberían ser el núcleo de los currículos escolares. Por otro lado, UNESCO (2015) y otros grupos humanistas han tratado de ampliar esta agenda proponiendo la integración de cuatro tipos de aprendizaje (Delors et al., 1996): (a) aprender a conocer, que ha sido el enfoque de la mayoría de los sistemas escolares hasta hoy; (b) aprender a hacer, en relación con adquirir habilidades prácticas; (c) aprender a ser, en relación con desarrollar la autoestima y una identidad madura; y (d) aprender a vivir con otros, en relación con habilidades sociales, morales y cívicas. También hay visiones alternativas del currículo (como las teorías críticas o propuestas de origen religioso o indígena), pero estas visiones son marginales en los debates globales (Spring, 2015). Tristemente, algunos piensan que el impulso de las corporaciones globales para formar capital humano ya se ha convertido en el motor clave del desarrollo curricular mundial (Postman, 1996; Vargas, 2017).
Tomando postura en este debate, varios grupos han propuesto diversos marcos de competencias para el siglo XXI. Pellegrino y Hilton (2012) lideraron un estudio para integrar los marcos originados en EE.UU. y lograron agrupar las competencias en tres ámbitos: cognitivas, intrapersonales e interpersonales. Su estudio también mostró que “las competencias cognitivas han sido mucho más estudiadas que las competencias intrapersonales e interpersonales” (p. 4). Un estudio análogo por Voogt y Roblin (2012), que incluyó marcos internacionales (principalmente europeos), reveló algo similar. O sea, todo indica que el foco central de los marcos de competencias para el siglo XXI es la cognición.
En paralelo a estos debates curriculares, los estudios comparativos de marcos curriculares a partir de 1950 muestran un proceso mundial de creciente homogeneización de los currículos nacionales (Benavot, Cha, Kamens, Meyer y Wong, 1991; Kamens y Benavot, 2006). Es decir, los cambios en la cultura global están provocando cambios análogos en los sistemas escolares nacionales y sus currículos. Contra la idea de que lo que se busca hacer en los colegios no ha cambiado en décadas (o siglos), la evolución de estos marcos curriculares muestra que la expectativa general es que los jóvenes de hoy aprenden cosas muy diferentes a las que se aprendían hace 50 años (Baker, 2014).
Intentando describir estos cambios, McEneaney y Meyer (2000) identificaron tres tendencias: (a) una creciente racionalización de nuestra relación con la naturaleza a través de la mentalidad científica; (b) un énfasis en aspectos y perspectivas transnacionales por sobre las tradiciones nacionales (o locales); y (c) un enfoque creciente en el individuo –en lugar de las comunidades– al centro de la sociedad. Basados en estas tendencias, hace ya casi 20 años predijeron (con bastante precisión) cuál sería el futuro de las principales asignaturas escolares:
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