La ¿nueva? estructura social de América Latina. Gabriela Benza

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a la baja durante el siglo XX, tras el cambio de siglo muestra cierta reducción, lo que abre la posibilidad de que esté cambiando la tendencia (Rodríguez Vignoli, 2014).

      Gráfico 1.2. América Latina (6 países): porcentaje de mujeres adolescentes (15-19 años) que han sido madres por condición étnica, cca. 2010

      Fuente: Cepal (2013).

      La reducción de la mortalidad y la fecundidad ha modificado la estructura de edad de la población latinoamericana. La proporción de niños (0 a 14 años) ha disminuido desde la década de 1970; como contraparte, se ha incrementado la proporción de adultos (15 a 59 años) y, en especial, de adultos mayores (60 y más), y se prevé que esta última tendencia se profundice en el futuro (gráfico 1.3).

      Gráfico 1.3. América Latina y el Caribe: porcentaje de población por grupo de edad, 1950-2100

      Fuente: UN DESA (2019).

      El cambio en la estructura de edad de la población ha tenido importantes consecuencias. La primera es una modificación en la relación de dependencia demográfica, es decir, en la relación entre la cantidad de personas que por su edad es potencialmente activa (15 a 59 años) y aquella potencialmente inactiva (0 a 14 años y 60 y más). Estos cambios pueden crear desequilibrios entre los recursos que generan las personas en edad laboral, cuyos ingresos a menudo exceden su consumo, y los de los jóvenes y adultos mayores, que suelen producir menos de lo que consumen. Sin embargo, la magnitud de estos desequilibrios y las edades a las que las personas en efecto generan más ingresos mediante su trabajo de lo que consumen varían mucho según las condiciones económicas y las políticas públicas de cada país (al respecto, véase National Transfer Accounts, en Lee y Mason, 2006).

      En América Latina, en los inicios de la transición demográfica, hacia mediados del siglo pasado, la relación de dependencia era elevada, debido a que la reducción de la mortalidad infantil y la persistencia de altos niveles de fecundidad dieron lugar a un alto porcentaje de niños en la población. Esto planteó desafíos para los sistemas educativos, que se enfrentaron a una demanda creciente. Más tarde, con la disminución de la fecundidad, la relación de dependencia también se redujo, en tanto la población infantil empezó a disminuir sin que todavía hubiera aumentado en forma significativa la de adultos mayores.

      La relación favorable entre población potencialmente activa e inactiva ha dado lugar a la idea de un “bono demográfico”, una situación que experimenta la región en la actualidad y que, en términos poblacionales, es muy propicia para el desarrollo económico. Esto porque la sociedad cuenta con fuerza de trabajo abundante para impulsar la economía. También, porque más personas en edad activa significan, en potencia, más contribuciones para los sistemas de seguridad social y previsionales. Al mismo tiempo, un menor volumen de población infantil alivia las presiones sobre los sistemas educativos. Por último, dentro de los hogares, cae la relación entre aquellos que necesitan cuidados y aquellos que pueden trabajar, lo que incrementa las oportunidades de mejorar sus niveles de ingresos.

      Sin embargo, los beneficios asociados con el bono demográfico no son automáticos. Dependen de la adopción de políticas macroeconómicas que incentiven la inversión productiva y que incrementen la capacidad de las economías para generar empleos. Sin estas políticas, no solo se desperdicia el bono, sino que se enfrenta el problema de una mayor población en edades activas sin mayores oportunidades laborales. También es necesario invertir en educación y preparar a la población joven. La experiencia de los llamados “tigres asiáticos” es clara en ese sentido. Estos países aprovecharon el bono demográfico para apuntalar su crecimiento económico, a partir de una fuerte apuesta en la educación de los jóvenes. En América Latina, sin embargo, en las décadas recientes no ha habido políticas orientadas a aprovechar el bono demográfico, que eventualmente llegará a su fin. De acuerdo con las proyecciones, concluirá alrededor de 2027, antes de lo previsto por estimaciones previas, si bien con variaciones significativas entre los países (Cepal, 2015a).

      El final del bono demográfico se vincula con el proceso de envejecimiento poblacional, la segunda consecuencia muy importante de las tendencias en mortalidad y fecundidad desarrolladas con anterioridad. Los adultos mayores están adquiriendo un peso creciente en la región: mientras en 1950 representaban el 5,6% del total de la población, en la actualidad constituyen un 11,4% (UN DESA, 2019). Se espera que esta tendencia continúe, y que para 2040 por primera vez los adultos mayores superen en volumen a los niños.

      Como en otras regiones, el proceso de envejecimiento poblacional se distingue porque dentro de los adultos mayores se incrementan en forma constante aquellos de más edad, producto de las ganancias en esperanza de vida. En otras palabras, hay una tendencia a que cada vez sean más aquellos que es más probable que requieran cuidados especiales. La población envejecida es también una población predominantemente femenina, debido a la mayor esperanza de vida de las mujeres. En grandes proporciones, se trata de viudas, que deben afrontar solas sus últimos años, y que muchas veces carecen de los ingresos para solventar sus necesidades esenciales.

      Pero aunque el proceso de envejecimiento poblacional es inexorable, América Latina está todavía lejos de la situación que ya afrontan otras regiones. El porcentaje de población envejecida que tiene hoy América Latina (11,4%) es muy similar al que tenía Europa en 1950, la región con los niveles más altos de envejecimiento poblacional en la actualidad (23,8%). Dentro de América Latina, además, la situación difiere entre los países: la proporción de población adulta mayor es muy elevada en Uruguay (19,2%), un país que tuvo una transición demográfica temprana, pero también en Cuba (19,4%), debido a la muy acelerada transición demográfica que experimentó ese país desde mediados del siglo pasado. En contraste, en países en etapas menos avanzadas de la transición demográfica, el porcentaje de población envejecida es más bajo. Este es el caso de Guatemala (6,7%), Honduras (6,5%) y Haití (7,1%) (UN DESA, 2019).

      El envejecimiento demográfico plantea desafíos sociales importantes. Como punto de partida, es necesario reexaminar la mirada que en general se tiene de los adultos mayores, del papel que desempeñan y sus contribuciones a la sociedad. A diferencia de lo que sucede en otras regiones, en América Latina los adultos mayores todavía suelen ser vistos como frágiles y dependientes. Sin embargo, la vejez presenta un alto grado de heterogeneidad, y, como advierte Lloyd-Sherlock (2000), esto último es particularmente acentuado en países subdesarrollados como los de América Latina, producto de las desigualdades sociales. La experiencia de la vejez tiene variaciones significativas de acuerdo con la clase social de pertenencia, en tanto afecta los años de vida a los que se puede aspirar y las condiciones en que se transcurre por esta etapa (capacidades físicas y de manejo autónomo, niveles materiales de vida y posibilidades de recibir los cuidados necesarios).

      En el plano de las políticas públicas, hay retos importantes. El envejecimiento poblacional es un tema que debe ser abordado, entre otras razones, por la creciente demanda de cuidados que involucra. En las sociedades latinoamericanas, el trabajo de cuidado –que comprende no solo a adultos mayores, sino también a otras personas dependientes, los niños y los discapacitados– ha quedado tradicionalmente en la esfera privada, a cargo de las familias y, sobre todo, de las mujeres. En el caso de los adultos mayores, estas tareas han estado por lo general a cargo de las hijas o, en su defecto, las nueras. Como parte del envejecimiento poblacional, empezamos a asistir a generaciones de mujeres que cuidan durante más años a sus padres o a los padres de sus cónyuges que a sus hijos. Sin embargo, la mayor demanda de cuidados se produce en un contexto de transformaciones en las relaciones de género (Cerrutti y Binstock, 2009). La creciente autonomía de las mujeres, su mayor participación en el mercado laboral y los cambios en los valores y expectativas sobre los roles de género ponen en cuestión los arreglos tradicionales. Cada vez es menos evidente que son ellas quienes deben y pueden ocuparse de la mayor demanda de cuidados. En este marco, solo aquellos grupos de mayores ingresos


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