Matar un reino. Alexandra Christo

Matar un reino - Alexandra Christo


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tentáculos de la reina se estrellan contra el fondo del océano y una poderosa ola de arena me arrastra y me tira al suelo. Contengo la tos que provocan los guijarros atrapados en mi garganta.

      —Me insultas con tus mentiras —murmura—. Salvaste a un humano y no a cualquiera, sino justo a aquel que nos mata. ¿Es porque vives para desobedecerme? —pregunta. Y luego añade, con un gruñido de disgusto—: O tal vez te has vuelto débil. Pobre niña tonta, embrujada por un príncipe. Dime, ¿fue por su sonrisa? ¿Dio vida a tu corazón y te hizo amarlo como una nereida común?

      Mi mente da vueltas. Apenas puedo sentirme indignada por la confusión. Amor es una palabra que rara vez escuchamos en el océano. Sólo existe en mi canción y en los labios de los príncipes que he matado. Y nunca la había escuchado de la boca de mi madre. Ni siquiera estoy segura de lo que significa en realidad. Para mí, siempre ha sido tan sólo una palabra que los humanos atesoran por razones que no puedo comprender. Ni siquiera hay una manera de decirla en psáriin. Sin embargo, mi madre me está acusando de sentirlo. ¿Es la misma fidelidad que tengo para Kahlia? ¿Esa fuerza que me impulsa a protegerla sin pensarlo? Si eso es cierto, entonces hace que la acusación resulte aún más desconcertante, porque todo lo que quiero es matar al príncipe, y aunque no sepa lo que es el amor, estoy segura de que no se trata de esto.

      —Estás equivocada —le digo a mi madre.

      Una comisura de los labios de la reina se encoge de repulsión.

      —Mataste a una nereida por él.

      —¡Ella estaba tratando de comerse su corazón!

      Sus ojos se estrechan.

      —¿Y por qué sería algo malo? —pregunta—. ¿Por qué no dejarías que la criatura cogiera su corazón inmundo y se lo tragara entero?

      —Él era mío —alego—. ¡Era un regalo para ti! Un tributo para mi decimoctavo cumpleaños.

      La reina se detiene para asimilarlo.

      —Cazaste a un príncipe por tu cumpleaños —dice.

      —Sí. Pero, madre…

      La mirada de la Reina del Mar se oscurece y en un instante uno de sus tentáculos se extiende y me arranca del fondo del océano.

      —¡Eres una insolente!

      Sus tentáculos se tensan alrededor de mi garganta y aprietan hasta que el océano se vuelve borroso. Siento el escalofrío del peligro. Soy letal, pero la Reina del Mar es algo más. Algo menos.

      —Madre —suplico.

      Pero la reina sólo aprieta con más fuerza ante el sonido de mi voz. Si ella quisiera, podría romper mi cuello en dos. Agarrarme la cabeza como yo agarré la de la nereida. Quizás incluso mi corazón.

      La reina me arroja al fondo del océano y sujeto mi garganta, tocando el punto sensible, y aparto la mano cuando los huesos crujen y palpitan con el contacto. Sobre mí, la reina se eleva, imponente como una sombra oscura. A nuestro alrededor el agua pierde color, se vuelve gris y luego negra, como si el océano estuviera manchado con su furia.

      —Tú no eres digna de ser mi heredera —sisea la Reina del Mar.

      Cuando abro los labios para hablar, todo lo que saboreo es ácido. La sal del océano es reemplazada por la magia ardiente que chisporrotea y baja hasta mi garganta. Apenas puedo respirar a través del dolor.

      —No eres digna de la vida que te han dado.

      —No —ruego.

      Apenas un susurro, apenas una palabra. Una grieta en el aire haciéndose pasar por voz, como la de mi tía Crestell antes de ser asesinada.

      —Tú crees que eres la Perdición de los Príncipes —la Reina del Mar ruge de risa—, pero eres la salvadora del príncipe.

      Levanta su tridente, tallado en los huesos de la diosa Keto. Huesos como la noche. Huesos de magia. En el centro, el rubí del tridente espera sus órdenes.

      —Permítenos ver —se burla la reina—, si queda alguna esperanza de redención en ti.

      Golpea la base del tridente contra el suelo, y siento un dolor como nada que pudiera haber imaginado. Mis huesos se rompen y se realinean. La sangre brota de mi boca y oídos, derritiéndose a través de mi piel. Mis agallas. Mi aleta se divide, me desgarra justo por la mitad, partiéndome en dos. Las escamas que alguna vez brillaron como estrellas se rompen en un instante, y debajo de mi pecho hay un golpeteo que nunca había sentido. Como mil puños golpeando desde el interior.

      Me toco el pecho y clavo las uñas, tratando de sacar de mí lo que sea. Liberarlo. El ser atrapado dentro que tan desesperadamente golpea para ser liberado.

      Luego, en medio de todo, la voz de mi madre grita:

      —Si eres la poderosa Perdición de los Príncipes, entonces podrás robar el corazón de este príncipe incluso sin tu voz. Sin tu canción.

      Intento aferrarme a la conciencia, pero el océano me ahoga. La sal y la sangre raspan mi garganta hasta que sólo puedo jadear y golpear. Pero aguanto. No sé qué pasará si cierro los ojos. No sé si alguna vez los abriré de nuevo.

      —Si quieres regresar —gruñe la Reina del Mar—, tendrás que traerme su corazón antes del solsticio.

      Intento concentrarme, pero las palabras de mi madre se convierten en ecos. Sonidos que no puedo entender. No logro entender ni orientarme. Me ha destrozado y no es suficiente para ella.

      Mis ojos comienzan a cerrarse. El negro del mar se difumina en el fondo de ellos. El agua de mar se arremolina en mis oídos hasta que no queda nada más que entumecimiento. Con una última mirada a la sombra borrosa de mi reina, cierro los ojos y me rindo a la oscuridad.

      CATORCE

      La pirámide desaparece detrás del horizonte. El sol está subiendo más alto, oro contra oro. Navegamos y dejamos la brillante ciudad atrás, hasta que el océano se vuelve azul de nuevo y mis ojos se adaptan a la vasta extensión de color. Esto siempre lleva un rato. Al principio, los azules son moderados. Los blancos de las nubes, salpicados de bronce como restos de los reflejos de Midas, flotan sobre mis ojos. Pero pronto el mundo vuelve a estallar, vívido e inflexible. El coral de los peces y el cielo azul.

      Todo está detrás de mí ahora. La pirámide y mi familia y el trato que hice con Sakura. Y frente a mí: el mundo. Listo para ser tomado.

      Sujeto el pergamino en mi mano. El mapa de pasadizos escondidos en la poderosa Montaña de la Nube, mantenida en secreto por la realeza de Págos porque garantiza su seguridad cuando ascienden la montaña y así demuestran su valía a su pueblo. He negociado mi futuro por esto, y todo lo que necesito ahora es el collar de Págos. Menos mal que sé dónde buscar.

      No le conté a mi familia lo de mi compromiso. Lo guardaré para después de conseguir que me maten. Decírselo a mi tripulación fue fastidioso, y aunque sus burlas mortificantes no fueron un gran problema, sí lo fue la indignación de Madrid de que yo hubiera podido negociar conmigo mismo. Pasar la mitad de su vida siendo vendida de barco en barco dejó en ella una conciencia inflexible sobre la libertad en todos los aspectos.

      El único consuelo que pude ofrecer, y parecía extraño ser el que ofreciera alivio en este tipo de situaciones, es que no tengo intención de seguir adelante con la propuesta. No es que esté pensando en retirar mi palabra. No soy ese tipo de hombre, y Sakura no es el tipo de mujer que se tomaría la traición a la ligera. Pero se puede hacer algo. Otro acuerdo que nos dé a ambos lo que queremos. Sólo necesito introducir a otro jugador en el juego.

      Me paro en el puesto de mando y evalúo al Saad. El sol ha desaparecido, y la única luz proviene de la luna y de las parpadeantes linternas a bordo del barco. Debajo de la cubierta, la mayoría de mi esquelética tripulación —un nombre apropiado para mis voluntarios— está dormida. O intercambiando chistes e historias lascivas en lugar de canciones de cuna. Los pocos que permanecen en cubierta


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