Matar un reino. Alexandra Christo
para enorgullecer a mi madre.
En un movimiento, hundo mi puño en el pecho del príncipe y le saco el corazón.
TRES
Técnicamente, soy un asesino, pero me gusta pensar que ésa es una de mis mejores cualidades.
Sostengo mi cuchillo bajo la luz de la luna y admiro el fulgor de la sangre antes de que se filtre en el acero y desaparezca. Fue hecho para mí cuando cumplí diecisiete años y la constancia de que matar había dejado de ser un pasatiempo. Era indecoroso, dijo el rey, que el príncipe de Midas llevara consigo hojas oxidadas. Y por eso ahora porto una hoja mágica que bebe la sangre del ser muerto tan rápido que apenas tengo tiempo para admirarla. Lo cual es más apropiado, al parecer. Si no es que un poco teatral.
Observo el cadáver que yace sobre mi cubierta.
El Saad es un poderoso navío que alcanza el tamaño de dos barcos enteros, con una tripulación que podría haber superado a los cuatrocientos miembros, pero es exactamente de la mitad porque valoro la lealtad por encima de todo. Viejas linternas negras adornan la popa, y el bauprés se extiende hacia delante en forma de daga penetrante. El Saad es mucho más que un barco: es un arma. Pintado en la marina a la medianoche, sus velas son del mismo tono crema de la piel de la reina y su cubierta es tan brillante como la piel del rey.
Una cubierta que en este momento alberga el cadáver sangriento de una sirena.
—¿No se supone que debe desvanecerse ahora?
Habla Kolton Torik, mi primer oficial. Tiene cuarenta y pocos años, un bigote blanco y unos buenos diez centímetros de altura más que yo. Cada brazo suyo es del tamaño de una de mis piernas, y es verdaderamente corpulento. En los meses de verano como éstos, lleva pantalones cortos y deshilachados por encima de sus rodillas, y una camisa blanca con un chaleco negro atado con una cinta roja. Esto me indica que de entre todas las cosas que él se toma en serio, que en realidad son la mayoría, su identidad como pirata podría no ser una de ellas. Es una contradicción para los tripulantes como Kye, que no se toma absolutamente nada en serio y, aun así, se viste como si fuera un miembro honorario de los infames ladrones Xaprár.
—Me resulta extraño mirarla —dice Torik—, tan humana en la parte superior.
—Disfrutas ver esa parte, ¿verdad?
Torik se ruboriza un poco y desvía su mirada de los pechos expuestos de la sirena.
Por supuesto que entiendo lo que quería decir, pero en algún lugar, a lo largo de los mares, olvidé cómo estar horrorizado. No hay que mirar más allá de las aletas y los labios rojos, o los ojos que brillan con dos colores diferentes. Hombres como Torik, buenos hombres, ven lo que estas criaturas podrían ser: mujeres y niñas, madres e hijas. Pero yo sólo puedo mirarlas tal como son: monstruos y bestias, criaturas y demonios.
No soy un buen hombre. Desde hace mucho tiempo dejé de serlo.
Delante de nosotros, la piel de la sirena comienza a disolverse. Su cabello se derrite en el verde mar y sus escamas se vuelven espuma. Incluso su sangre, que justo un momento antes amenazaba con manchar la cubierta del Saad, se transforma en pequeñas burbujas hasta quedar sólo espuma marina. Y un minuto más tarde, también eso se desvanece.
Estoy agradecido por esa mutación. Cuando una sirena muere, regresa al océano, lo que significa que no hay una indecorosa quema de cuerpos. No es necesario arrojar sus cadáveres putrefactos al mar. Es posible que no sea un buen hombre, pero soy lo suficientemente bueno para saber que esto es preferible.
—¿Qué sigue, capi?
Kye desliza su espada de regreso a su sitio y se posiciona junto a Madrid, mi segunda oficial. Como de costumbre, Kye está completamente vestido de negro, con retazos de cuero y guantes que cubren sus manos hasta la punta de los dedos. Su cabello castaño claro está afeitado en ambos lados, como la mayoría de los hombres de Omorfiá, donde la estética se valora por encima de todo lo demás. Lo cual, en el caso de Kye, también incluye la moral. Por fortuna para él, y tal vez para todos nosotros, Madrid es una experta en obligar que seamos decentes. Para una asesina entrenada, es extrañamente ética, y su relación ha logrado evitar que Kye resbale incluso en las pendientes más pronunciadas.
Lanzo a Kye una sonrisa. Me gusta que me llamen capi. Capitán. Cualquier cosa que no sea Majestad, Mi Príncipe, Su Alteza Real Sir Elian Midas. Lo que sea que a los devotos les encanta proferir en medio de constantes reverencias. Capi se acopla conmigo de una manera que mi título jamás lo hará. Soy mucho más pirata que príncipe.
Comencé cuando tenía quince años, y durante los últimos cuatro no he conocido nada como conozco el océano. Cuando estoy en Midas, me duele el cuerpo por el sueño. Hay una fatiga constante que acompaña los actos de un príncipe, donde incluso las conversaciones con la gente de la corte, que supone que soy uno de ellos, se vuelven demasiado tediosas como para permanecer despierto. Cuando estoy a bordo del Saad, apenas duermo. Nunca estoy cansado. Hay un constante zumbido vibrante. Descargas como rayos que atraviesan mis venas. Estoy alerta, siempre, y tan lleno de ansiosa excitación que, mientras el resto de mi tripulación duerme, me recuesto en la cubierta y cuento las estrellas.
Creo formas con ellas, y me relato historias. De todos los lugares en los que he estado y en donde estaré. De los mares y océanos que aún debo visitar, y los hombres que debo reclutar y los demonios que debo aniquilar. La emoción nunca se detiene, ni siquiera cuando los mares se vuelven letales. Ni siquiera cuando escucho la familiar canción que sacude mi alma y me hace creer en el primer amor. El peligro sólo me hace más ávido.
Como Elian Midas, príncipe heredero del trono de Midas, soy un aburrido. Mis conversaciones versan sobre el Estado y la riqueza, a qué banquete debo asistir y qué dama tiene el vestido más fino y si hay alguna que yo considere interesante. Cada vez que desembarco en Midas y me veo obligado a representar mi parte, siento que pierdo el tiempo. Un mes, una semana, un día que no puedo recuperar. Una oportunidad perdida, o una vida no salvada. Alguien más de la realeza que podría haber alimentado a la Perdición de los Príncipes.
Pero cuando soy tan sólo Elian, capitán del Saad, me transformo. En el momento en que el barco atraca en una isla que yo haya elegido para pasar el día, mientras tenga mi tripulación, soy yo mismo. Beber hasta marearme y bromear con mujeres cuya piel sea cálida y llena de hazañas. Mujeres que huelen a rosas y cebada y que, cuando escuchan que soy un príncipe, ríen y me dicen que eso no me ganará una bebida gratis.
—¿Capi? —pregunta Kye—. Indica la jugada.
Subo los escalones de la cubierta del castillo de proa, saco el catalejo dorado de la presilla de mi cinturón y lo presiono contra mis ojos perfilados de kohl. En el borde del bauprés, veo el océano. Kilómetros y kilómetros. Eones, incluso. Sólo agua clara. Me relamo los labios, hambriento de emoción.
Hay realeza en mí, pero con más fuerza que eso, hay aventuras. Indecoroso, había dicho mi padre, que el heredero de Midas tuviera un cuchillo oxidado, o que zarpara a aguas abiertas y desapareciera durante meses, o que tuviera diecinueve años y aún no tenga una esposa adecuada, o que llevara sombreros en forma de triángulo y trapos con hilos sueltos en lugar de hilo de oro.
Indecoroso ser un pirata y un cazador de sirenas en lugar de un príncipe.
Suspiro y me giro para enfrentar el arco. Demasiado mar, pero, en la distancia, aún lejos para distinguirla, hay tierra. Es la isla de Midas. Mi hogar.
Miro a mi tripulación. Doscientos marineros y guerreros que entienden que mi búsqueda es honorable y valiente. No piensan en mí como aquellos de la corte, que escuchan mi nombre e imaginan a un joven príncipe que necesita explorar más allá de su entorno. Estos hombres y mujeres escucharon mi nombre y prometieron su eterna lealtad.
—De acuerdo, vosotros, mollejas de sirena —les llamo—, girad la dama a la izquierda.
Mi equipo ruge en señal de aprobación. En Midas, me aseguro de que los mimen con tanta bebida y comida como deseen. Estómagos satisfechos y camas con sábanas de