Matar un reino. Alexandra Christo

Matar un reino - Alexandra Christo


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      —No soñaría con eso —dice el rey—. Envía a mi pequeño demonio allí y lo verán como un acto de guerra cuando ella robe el anillo con el escudo.

      —Tonterías —finalmente entro a la habitación—, ella sería lo suficientemente inteligente para ir a por la corona primero.

      —¡Elian!

      Amara corre hacia mí y lanza sus brazos alrededor de mi cuello. Devuelvo el abrazo y la levanto del suelo, tan emocionado como ella de verla.

      —¡Estás en casa! —dice, una vez que la coloco de nuevo en el suelo.

      La miro con fingido pesar.

      —Llevo aquí cinco minutos y ya estás planeando robarme.

      Amara me da un golpe en el estómago. —Sólo un poco.

      Mi padre se levanta de su trono y sus dientes brillan contra su piel oscura.

      —Hijo mío.

      Me envuelve en un abrazo y me da una palmada en cada hombro. Mi madre baja los escalones para unirse a nosotros. Ella es muy pequeña, apenas supera el hombro de mi padre, y sus rasgos son delicados y elegantes. Lleva el cabello a la altura de su barbilla, y sus ojos son verdes y felinos, cubiertos por mechones negros que acarician sus sienes.

      El rey es su opuesto en todos los sentidos. Grande y musculoso, con una barba de candado adornada con cuentas. Sus ojos son de un marrón a tono con su piel, y su mandíbula es aguda y cuadrada. Con el Midas hierático decorando su rostro, se ve exactamente igual que el guerrero.

      Mi madre sonríe.

      —Estábamos empezando a preocuparnos de que nos hubieras olvidado.

      —Sólo por un breve instante —beso su mejilla—. Os recordé tan pronto como atracamos. Vi la pirámide y pensé: Oh, mi familia vive allí. Recuerdo sus rostros. Espero que hayan comprado un brazalete para celebrar mi regreso —le lanzo una sonrisa a Amara y ella me golpea de nuevo.

      —¿Has comido? —pregunta mi madre—. Hay todo un festín en el salón de banquetes. Creo que tus amigos están allí ahora.

      Mi padre gruñe.

      —Sin duda, devorándolo todo salvo nuestros utensilios.

      —Si querías que se comieran los cubiertos, los hubieras hecho tallar de queso.

      —En serio, Elian —mi madre golpea mi hombro y luego levanta su mano para apartar el cabello de mi frente—. Pareces tan cansado —dice.

      Cojo su mano y la beso.

      —Estoy bien. Eso es exactamente lo que dormir en un barco le hace a un hombre.

      En realidad, no creo que me viera cansado hasta el momento en que me alejé del Saad en dirección al cemento pintado de oro de Midas. Un solo paso y perdí toda mi energía.

      —Deberías intentar dormir en tu cama más de unos pocos días al año —dice mi padre.

      —Radamés —mi madre lo reprende—, no empieces.

      —¡Tan sólo estoy hablando con el chico! No hay nada ahí fuera salvo el océano.

      —Y sirenas —le recuerdo.

      —¡Ja! —su risa es un bramido—. Y tu trabajo es buscarlas, ¿verdad? Si no tienes cuidado, nos dejarás como Adékaros.

      Arrugo la frente.

      —¿Qué significa eso?

      —Significa que tu hermana tendría que ocupar el trono.

      —No tendremos que preocuparnos, entonces —lanzo mi brazo alrededor de Amara—. Definitivamente sería una mejor reina que yo.

      Amara sofoca una risa.

      —Tiene dieciséis años —mi padre me reprende—. A una niña se le debe permitir vivir su vida sin preocuparse por un reino entero.

      —Oh —cruzo mis brazos—, a ella se le debe permitir, pero a mí no.

      —Eres el mayor.

      —¿En serio? —finjo que reflexiono al respecto—. Pero tengo un aire tan juvenil.

      Mi padre abre la boca para responder, pero mi madre coloca suavemente una mano sobre su hombro.

      —Radamés —dice ella—, creo que es mejor que Elian duerma un poco. El baile de mañana hará que sea un día largo, y realmente parece cansado.

      Presiono mis labios en una sonrisa tensa y hago una reverencia.

      —Por supuesto —digo, y me disculpo.

      Mi padre nunca ha entendido la importancia de mi labor, pero cada vez que regreso a casa, me arrullo con la idea de que quizá, sólo por una vez, él será capaz de poner su amor por mí por encima del que siente por su reino. Pero teme por mi seguridad porque eso afectaría la corona. Él ya ha pasado demasiados años preparando a la gente a fin de que me acepte como su futuro soberano para cambiar las cosas ahora.

      —¡Elian! —me llama Amara.

      La ignoro y continúo caminando con largos y rápidos pasos, sintiendo cómo la ira burbujea en mi piel, sabiendo que la única manera de enorgullecer a mi padre es renunciar a lo que soy.

      —Elian —dice, con más firmeza—. Correr no es propio de una princesa. Y si lo es, haré un decreto entonces para que no lo sea, si alguna vez soy reina.

      A regañadientes, me detengo y la miro. Ella suspira aliviada y se apoya contra la pared tallada con glifos. Se ha quitado los zapatos, y sin ellos es incluso más baja de lo que recuerdo. Sonrío, y cuando ella se da cuenta, frunce el ceño y golpea mi brazo. Me estremezco y alargo mi mano hacia la suya.

      —Lo fastidias —dice, cogiéndome del brazo.

      —Él me fastidia primero.

      —Serás un buen diplomático con todos estos argumentos que tienes para debatir.

      Sacudo la cabeza.

      —No, si tú ocupas el trono.

      —Al menos así me quedaría con el brazalete —me empuja con el codo—. ¿Cómo fue tu viaje? ¿Cuántas sirenas mataste como el gran pirata que eres?

      Lo dice con una sonrisa de satisfacción, sabiendo muy bien que nunca le hablaré de mi estancia en el Saad. Comparto muchas cosas con mi hermana, pero nunca cómo se siente ser un asesino. Me gusta la idea de que Amara me vea como un héroe, y los asesinos muy a menudo son villanos.

      —Apenas alguna —digo—. Estaba tan lleno de ron que apenas pensé en eso.

      —Eres bastante mentiroso —dice—. Y por bastante, quiero decir bastante malo.

      Nos detenemos delante de su habitación.

      —Y tú eres bastante curiosa —digo—. Eso es nuevo.

      Amara lo ignora.

      —¿Vas al salón de banquetes para encontrarte con tus amigos? —pregunta.

      Niego con la cabeza. Los guardias se asegurarán de que mi tripulación encuentre buenas camas para pasar la noche, y estoy demasiado cansado para cubrirme con otra ronda de sonrisas.

      —Me voy a la cama —digo—. Como la reina ordenó.

      Amara asiente, se pone de puntillas y besa mi mejilla.

      —Te veré mañana —dice—. Y puedo preguntarle a Kye sobre tus hazañas. No creo que un diplomático le mienta a una princesa —con una sonrisa juguetona, se dirige a su habitación y cierra la puerta detrás de ella.

      Me detengo un momento.

      No me gusta mucho la idea de que mi hermana intercambie historias con mi tripulación, pero al menos puedo confiar en que Kye cuente sus historias con menos muerte y sangre. Él es imaginativo, pero


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