Matar un reino. Alexandra Christo

Matar un reino - Alexandra Christo


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familia querrá ver cómo nos ha ido —digo—. Iremos a casa.

      Se escucha el estruendo de pies golpeando. Aplauden triunfantes ante el anuncio. Sonrío y decido mantener la alegría en mi rostro. No vacilaré. Es una parte clave de mi personalidad: nunca molesto, enfadado o abatido. Siempre a cargo de mi propia vida y destino.

      La nave gira a estribor, oscilando en un amplio círculo mientras mi tripulación corretea por la cubierta, ansiosa por regresar a Midas. No todos son nativos; algunos vienen de reinos vecinos como Armonía o Adékaros. Países de los que se aburrieron, o aquellos que fueron arrojados al caos después de la muerte de sus príncipes. Pertenecen a todos los lugares y sus hogares están en ningún lugar, pero hacen de Midas su morada porque es la mía. Incluso si es una mentira. Mi tripulación es mi familia y aunque nunca podría decirlo, quizá ni siquiera sea necesario decirlo, el Saad es mi verdadero hogar.

      A donde nos dirigimos ahora es tan sólo otra parada más.

      CUATRO

      En Midas, el mar resplandece dorado. Por lo menos, ésa es la ilusión. En realidad, es tan azul como cualquier otro, pero la luz crea ilusiones. Ilusiones inexplicables. La luz puede mentir.

      Las torres del castillo se levantan sobre la tierra, construidas en la más alta pirámide, hecha de oro puro, y cada piedra y ladrillo es una brillante extensión de la luz del sol. Las estatuas se dispersan en el horizonte y, en las ciudades cercanas a la ladera, las casas están pintadas del mismo tono. Las calles y los adoquines brillan de amarillo, de modo que cuando el sol golpea el mar, éste centellea en un reflejo inconfundible. Es sólo durante los momentos más oscuros de la noche que se puede ver el verdadero azul del mar de Midas.

      Como príncipe de Midas, se supone que mi sangre está compuesta del mismo oro. Cada tierra de los cien reinos tiene sus propios mitos y fábulas para su realeza: los dioses tallaron a la familia Págos de la nieve y el hielo. Cada generación está dotada de cabello como leche y labios tan azules como los cielos. Los miembros de la realeza de Eidýllio son los descendientes del Dios del Amor, por lo que cualquiera que sea tocado por ellos encontrará a su alma gemela. Y los monarcas de Midas fueron creados de oro.

      La leyenda dice que toda mi familia sólo sangra tesoros. Por supuesto, he sangrado mucho a lo largo de mi vida: las sirenas pierden la calma cuando cambian el papel de cazador a presa, y sus uñas se han incrustado en mis brazos. Mi sangre ha sido derramada con más frecuencia que la de cualquier príncipe, y puedo dar fe del hecho de que nunca ha sido de oro.

      Mi tripulación lo sabe. Han sido ellos quienes han limpiado mis heridas y cosido mi piel. Sin embargo, prolongan la leyenda y ríen y asienten de manera sospechosa cada vez que la gente habla de mi sangre dorada. Nunca traicionarían el secreto de mi ordinariez.

      —Por supuesto —Madrid dirá a cualquiera que pregunte—. El capi está hecho de las partes más puras del sol. Verlo sangrar es como mirar los ojos de los dioses.

      Kye siempre se inclinará y bajará la voz de la manera en que sólo alguien que conoce todos mis secretos podría hacerlo.

      —Las mujeres, después de haber estado con él, lloran lágrimas de metal líquido durante una semana. La mitad por echar de menos terriblemente sus caricias, y la otra para recuperar su orgullo.

      —Sí —agrega Torik siempre—. Y también defeca arcoíris.

      Me detengo en el castillo de proa del Saad, anclado en los muelles de Midas. Me inquieta la idea de poner mis pies en tierra firme después de tantas semanas. Siempre es así. Más extraña todavía es la idea de que tendré que dejar las partes más auténticas de mí en el Saad antes de dirigirme a la pirámide y a mi familia. Ha pasado casi un año desde que partí, y aunque los he echado de menos, parece no haber sido suficiente tiempo.

      Kye permanece a mi lado. El resto de la tripulación ha empezado a caminar, como un ejército en marcha hacia el palacio, pero él rara vez se aparta de mi lado a menos que se lo pida. Mi contramaestre, mi mejor amigo, mi guardaespaldas. Él nunca admitiría esto último, aunque mi padre le ofreció dinero suficiente para el cargo. Por supuesto, para ese momento Kye ya había sido parte de mi equipo el tiempo suficiente para saber que era inútil intentar salvarme, y mi amigo lo suficiente para estar dispuesto a intentarlo.

      Aun así, cogió el oro. Cogía la mayoría de las cosas sólo porque podía hacerlo. Era parte del trabajo de ser hijo de un diplomático. Si Kye iba a decepcionar a su padre uniéndose a mí en una cacería de sirenas en lugar de pasar una vida en la política y las negociaciones entre los reinos, entonces no lo haría a medias. Tiraría lo que tenía dentro. Después de todo, la amenaza de ser desheredado ya se había cumplido.

      Alrededor de mí, todo resplandece. Los edificios, los pavimentos y hasta los muelles. En lo alto, cientos de pequeñas linternas de oro flotan camino a los cielos, celebrando mi regreso a casa. El consejero de mi padre proviene de la tierra de los adivinos y los profetas, así que siempre sabe cuándo estoy a punto de regresar. Cada vez, los cielos danzan con linternas encendidas, enjoyadas, al lado de las estrellas.

      Percibo el familiar aroma de mi tierra natal. Midas siempre parece oler a fruta. Tantos tipos diferentes y todos a la vez. La pulpa molida de las peras mantequilla y los melocotones mezclada con el dulce brandy de los albaricoques. Y debajo, el ligero olor de regaliz, que viene del Saad y, muy probablemente, de mí.

      —Elian —Kye pasa un brazo por encima de mi hombro—, deberíamos irnos si queremos comer algo esta noche. Sabes que ese montón de gente no nos dejará ningún alimento si les damos la oportunidad.

      Río, pero suena más como un suspiro.

      Me quito el sombrero. Ya cambié mi atuendo marino por el único traje respetable que tengo a bordo de mi barco. Una camisa color crema, con botones en lugar de lazos, y pantalones azul medianoche sujetados por un cinturón dorado. No del todo idóneo para un príncipe, pero tampoco para un pirata. Incluso quité el escudo de mi familia de la delgada cadena que rodea mi cuello y lo coloqué en mi pulgar.

      —De acuerdo —engancho mi sombrero sobre el timón de la nave—, será mejor que terminemos con esto.

      —No será tan malo —Kye anuda el cuello de su camisa—. Quizá incluso disfrutes de las reverencias. Podrías incluso abandonar el barco y dejarnos a todos varados en la tierra dorada —se acerca y despeina mi cabello—. No sería tan malo —añade—. Me gusta bastante el oro.

      —Un verdadero pirata —lo empujo sin entusiasmo—, pero puedes sacarte esa idea de la cabeza. Iremos al palacio, asistiremos al baile que, sin duda, se realizará en mi honor, y habremos partido antes de que termine la semana.

      —¿Un baile? —las cejas de Kye se levantan—. Qué honor, Majestad —se inclina en una reverencia, con una mano en su estómago.

      Lo empujo de nuevo. Más fuerte.

      —Dioses —me estremezco—. Por favor, no.

      Nuevamente se inclina, aunque esta vez apenas puede evitar reírse.

      —Como lo desee, Su Alteza.

      Mi familia se encuentra en el salón del trono. La cámara está decorada con bolas flotantes de oro, banderas impresas con el escudo de Midas y una gran mesa repleta de joyas y regalos. Obsequios de la gente para celebrar el regreso de su príncipe.

      Después de haber dejado a Kye en el comedor, observo a mi familia desde la puerta, no del todo listo para anunciar mi presencia.

      —No es que no crea que se lo merece —dice mi hermana.

      Amara tiene dieciséis años, sus ojos son como molokhia y su cabello tan negro como el mío, casi siempre salpicado de oro y piedras preciosas.

      —Es sólo que no creo que él lo quiera —Amara sostiene un brazalete de oro en forma de hoja y se lo presenta al rey y a la reina—. En serio —argumenta—, ¿podéis


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