El profesor artesano. Jorge Larrosa
comprensión del trabajo es superficial; su identidad como trabajadores es frágil”.
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Podemos traducir el título del capítulo de Sennett en algo así como “por qué es tan difícil imaginar el trabajo de los mayores”. En las escuelas de España hay un tema clásico que suele tratarse cuando los niños tienen entre 10 y 12 años: los oficios. Normalmente, se organiza alguna salida escolar en la que los niños van a visitar algún taller artesano (una panadería, una herrería, un lugar de reparación de zapatos, una carpintería), alguna actividad agrícola (una granja poco mecanizada), o algún lugar especialmente atractivo para ellos (la sede de los bomberos, por ejemplo, o una clínica veterinaria para mascotas). Además, se invita a los padres a que vayan a la escuela a explicar en qué consiste su trabajo, aunque solo pueden ir aquellos que tienen un trabajo explicable o reconocible. No estoy seguro de que uno de los panaderos de Boston que solo aprietan botones o que solo ven el pan en una pantalla podría ir a la escuela de sus hijos.
La mayoría de los trabajos de los padres son ininteligibles para los niños, puesto que ya no están asociados a una materialidad concreta, a un lugar definido, a una tradición específica o a una serie de gestos determinados e identificables. Eso de acompañar a tu padre al trabajo, de ir con él para ver qué hace y, tal vez, de poder ayudar un poco, ya pertenece a la memoria de los viejos. Para las nuevas generaciones eso es casi imposible. El trabajo se ha hecho flexible, abstracto, incorporal y, por tanto, inimaginable. Y lo único que los niños pueden imaginar es si sus padres ganan o no suficiente dinero o, en el caso de que tengan cierta sensibilidad, hasta qué punto vuelven contentos (o destrozados) de su trabajo.
Esa imposibilidad de imaginar (y, por tanto, de comprender) el trabajo de los padres puede verse también en la creciente dificultad de “jugar a oficios”. Los niños solo pueden jugar a tiendas, a bomberos, a médicos, a carpinteros, a los viejos oficios que aún están ligados a una materialidad, un lugar, una gestualidad, unos rituales, unos hábitos; un cuerpo, en definitiva. Los demás trabajos, como dice Sennett, se han vuelto ilegibles y, por tanto, inimaginables e inimitables.
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Hubo un tiempo en que se reivindicaba “un trabajo digno”. Pero el eslogan de hoy es “por una ocupación de calidad”. En esas condiciones, no podemos extrañarnos de que cuando le preguntamos a un niño “qué quieres ser de mayor” (la pregunta misma es, hoy en día, una broma cruel) nos responda que “superhéroe”, “mafioso”, “salir en televisión”, “poder hacer lo que me gusta” o “ganar mucho dinero”. Uno de los estudiantes dijo que la mayoría de los jóvenes de su país quieren ser asesores financieros, que sentir la llamada del dinero no es lo mismo que sentir la llamada del mundo, y que si los chicos sienten que el trabajo está ligado al dinero es porque ya no hay mundo (el trabajo ya no es una forma de estar en el mundo, de relacionarse con el mundo). Y otra de las estudiantes dijo que su sobrino y muchos de sus amigos quieren ser youtubers, que eso tal vez esté relacionado con que lo único que hacen es “ser ellos mismos” y convertir “eso que son” en mercancía, y que tal vez también tenga que ver con que su idea de trabajo ya no supone ni interés por el mundo, ni responsabilidad por el mundo, ni atención al mundo, ni cuidado del mundo.
José Luis Pardo discute la introducción aparentemente bienintencionada del término “calidad” y la relaciona con la época de la evaluación de los servicios públicos mediante procedimientos de medida cuantificables, lo que permite la fijación de su “valor” (y de su precio) y, consecuentemente, su conversión en mercancía. Y dice que:
Cuando por algún funesto motivo, cuando los tradicionales derechos a un juicio justo, a una vivienda digna, a una educación íntegra o a un empleo decente (que vuelven a ser meros epítetos para designar una juicio, una vivienda, una educación o un empleo que sean verdaderamente merecedores de tales nombres) se sustituyen por justicia de calidad, vivienda de calidad, educación de calidad o empleo de calidad (…) parece que deberíamos contratar a unos misteriosos “expertos en calidad” (…) que traduzcan la justicia, la dignidad, la integridad o la decencia a una colección de propiedades cuantificables cuya presencia o ausencia pueda certificarse. (4)
Una escuela digna, una educación digna o un profesor digno son una escuela, una educación y un profesor que merezcan su nombre, es decir, una escuela, una educación o un profesor “de verdad”, que sean “realmente” escuela, “realmente” educación o “realmente” profesor y no esos simulacros indignos a los que nos condenan los baremos y los ránquines de calidad.
El trabajo en general
(Con José Luis Pardo)
José Luis Pardo empieza un texto sobre el estatus del saber en la así llamada sociedad de la información (o del conocimiento, o del aprendizaje, lo que algunos preferimos llamar capitalismo cognitivo) refiriéndose a Adam Smith y a su categoría de “trabajo en general”. Por eso se entiende, dice Pardo:
No el trabajo de esta o de aquella clase, de ebanistería o de albañilería, sino simple y mondo trabajo, abstracción hecha de cualquier determinación o cualificación que pudiera precisarlo. (5)
Inmediatamente, Pardo relaciona ese “trabajo en general” con la proletarización, es decir, con la conversión del artesano o del campesino en mera “fuerza de trabajo”. Y ahí cita a Marx en El Capital, ese fragmento en el que dice que:
La indiferencia respecto del trabajo determinado corresponde a una forma de sociedad en la cual los individuos pueden pasar con facilidad de un trabajo a otro y en donde el género determinado del trabajo es fortuito y, por tanto, indiferente.
La actividad productiva se convierte así en una “gelatina de trabajo indiferenciada”, es decir, en la pura intercambiabilidad entre tiempo de trabajo y dinero. Con ello, el trabajo queda liberado de cualquier contenido determinado y adquiere “la misma homogeneidad y vacuidad que el dinero”. El proletario es un trabajador descualificado, alguien que ha perdido todas las propiedades que lo cualificaban como zapatero, como ebanista o como carpintero y se convierte en fuerza de trabajo pura, abstracta, sin cualidades; en un trabajador “en general”, intercambiable, flexible y permanentemente reciclable. Esa descualificación del trabajo se relaciona con la descualificación de la formación para el trabajo:
El trabajador flexible de nuestros días es aquel cuyo oficio carece de toda delimitación rigurosa: no es zapatero, ni sastre, ni siquiera obrero de una cadena de montaje de automóviles, sino que debe ser capaz de hacer cualquier cosa en un período de “formación permanente” que se identifica con la longitud completa de su vida laboral y a lo largo del cual debe estar dispuesto a reciclarse, reformarse, redefinirse y reajustarse cuantas veces sea necesario y en la medida que lo sea (…). De quienes ocupan estos empleos potenciales y efímeros habría que decir, por tanto, que son más bien empleados potenciales, trabajadores únicamente virtuales pero no actuales ni reales, permanentemente en formación y, por ende, en irrevocable minoría de edad, incapaces de abandonar la escuela. (6)
Al trabajo en general le corresponde el conocimiento en general, ese que ya no sería conocimiento de esto o de lo otro, sino un mero desarrollo de competencias (lo más flexibles que sea posible, claro) o, lo que es peor, como un mero “aprender a aprender” que no termina nunca. Desde este punto de vista, la descualificación de los saberes concretos, definidos y determinados, y su abstracción en competencias de aprendizaje que, desde luego, deben ser formadas y reformadas constantemente, es coherente con “una mano de obra completamente descualificada, necesitada de una permanente recualificación y lo suficientemente apta –es decir, lo suficientemente inepta- para recibirla”. (7) A la gelatina de trabajo indiferenciado le corresponde una gelatina de conocimiento indiferenciado. En palabras del mismo Pardo:
Un empleado fijado a un puesto de trabajo, engastado en una profesión bien determinada o experimentado en un oficio concreto resulta un lastre para su empresa y para sí mismo, y la habilidad verdaderamente competitiva de nuestro tiempo es la labilidad, es decir, la capacidad para cambiar de capacidad, de empleo, de profesión, de puesto de trabajo, de ciudad, de país, de empresa y de sector, una habilidad tanto más apreciada cuanto más rápida sea su potencialidad de