El profesor artesano. Jorge Larrosa
laya (con el correspondiente crecimiento desmesurado de las tareas burocráticas), hacedores compulsivos de puntuaciones y ránquines, y que implica atar las manos (e impedir las maneras) del profesor a través de:
Una cultura de la contabilización (…), una necesidad de dar cuenta de los indicadores de calidad predefinidos.
El cuarto apartado se titulaba “la soga de la flexibilización” y tiene que ver con la atar las manos (e impedir las maneras) del profesor mediante la producción de:
Un profesor flexible (…) que puede dedicarse a cualquier cosa (…) para el que la escuela es un lugar de trabajo como cualquier otro (…) un profesor multifuncional y polivalente (…) que ya no está anclado a un único emplazamiento, o al que se le exige renunciar a los vínculos (con la una escuela, con una materia).
El quinto apartado tenía el nombre de “la soga de la estandarización” y consiste en atar las manos (e impedir las maneras) del profesor a través de la constitución:
De un marco estandarizado que permite la disponibilidad y la movilidad; un marco en el que todo y todos son intercambiables y están interconectados, que tiene la misma unidad de medida, y que utiliza el mismo lenguaje.
Por último, al sexto apartado lo llamamos “la soga de la incentivación” y lo relacionamos con las estrategias orientadas a atar las manos (e impedir las maneras) del profesor a través de hacer de él un personaje interesado y calculador, presuntamente incapaz de hacer nada simplemente porque es su obligación, porque es su oficio o por el pundonor de hacer las cosas bien:
El punto de partida tiende a considerar al profesor como un ser calculador que solo realiza un esfuerzo extra si hay “incentivos” de por medio (…). El supuesto es que los profesores actúan fundamentalmente en función de sus propios intereses y realizan análisis de coste-beneficio antes de decidirse a actual.
La conversación giró en torno a cómo la cultura económico-empresarial ha arrasado la escuela y, por tanto, el oficio de profesor. Versó también sobre la relación entre la obsesión por el control y la implantación de una especie de política de la desconfianza, esa que supone que los profesores deben ser vigilados (evaluados) para que hagan (bien) su trabajo. Tuvo que ver también con esa idea infame e indigna que supone que los profesores solo harán (bien) su trabajo si se los recompensa, incentiva o estimula adecuadamente. Aproveché para contarles que la palabra “estímulo” en latín quiere decir “aguijón” y, por extensión, “espuela” (no hicieron falta más comentarios). Y decidimos terminar el ejercicio escribiendo en la pizarra una especie de grito de guerra dirigido a especialistas, expertos, políticos, supervisores y evaluadores que decía así:
QUITADNOS LAS MANOS DE ENCIMA.
Y esa misma noche no pude resistirme a enviar a los estudiantes algunos de los enunciados de una de las letanías que habíamos elaborado en Florianópolis (Brasil), unos meses antes, en un ejercicio colectivo titulado “Diseñar la escuela” (9), con la sugerencia, claro, de que jugaran con ella, quitaran lo que no les gustara y añadieran sus propias peticiones:
De la educación para la ciudadanía, líbranos señor. De la emprendeduría, líbranos señor. Del libro didáctico, líbranos señor. De las programaciones escolares, líbranos señor. De las competencias básicas, líbranos señor. Del aprender a aprender, líbranos señor. De la motivación, líbranos señor. De la performatividad, líbranos señor. De la edu-comunicación, líbranos señor. De los ismos pedagógicos, líbranos señor. De la educación emocional, líbranos señor. De la interactividad, líbranos señor. De la educación para la democracia, líbranos señor. De las coordinaciones pedagógicas, líbranos señor. Del imperativo de producción, líbranos señor. De la clase show, líbranos señor. Del profesor comunicador, líbranos señor. De la cibercultura, líbranos señor. Del aprendizaje significativo, líbranos señor. De Jacques Delors, líbranos señor. De la formación continua, líbranos señor. De la escuela sin partido, líbranos señor. De las modas pedagógicas, líbranos señor. De los cachivaches tecnológicos, líbranos señor. De los libros de autoayuda y de las conferencias motivacionales, líbranos señor. De los padres en la escuela, líbranos señor. De los alumnos clientes, líbranos señor. De la escuela que genera beneficio, líbranos señor. De los materiales online, líbranos señor. Del móvil escondido detrás del libro, líbranos señor. Del miedo de preguntar si alguien ha leído el texto, líbranos señor. Del “es cuestión de opinión”, líbranos señor. De los resultados de aprendizaje, líbranos señor. De la evaluación del rendimiento del profesorado, líbranos señor. Pero si fueran tus designios, danos fuerzas para soportarlos y armas para combatirlos. Amén.
Progresos y regresos
(Con Walter Benjamin y Richard Sennett)
Comencé la clase preguntando si había alguna pregunta o alguna consideración acerca de lo que habíamos venido hablando sobre la imposibilidad de la vocación, la descualificación del trabajo y sobre las manos atadas del profesor, y algunos de los estudiantes plantearon sus objeciones. Dijeron que tanto el uso del motivo de la vocación como el recorrido por el mundo de los oficios y la artesanía construía implícitamente un relato un tanto tramposo montado sobre el esquema “lo que era antes / lo que es ahora” y en el que es casi inevitable incurrir, como parecía que yo había hecho, en una cierta idealización del pasado. Tal vez, dijeron, el profesor nunca fue un artesano y, además, habría que contextualizar ese relato demasiado simplista en una historia del oficio que no podría separarse de una historia de la escuela y, desde luego, de sus condiciones sociales.
Por otra parte, tanto el esquema del esclavo liberto como el del profesor domesticado implican un relato de emancipación (en el primer caso) y un relato de doma (en el segundo) que también funciona de un modo tácito desde un antes y un después. Como si hubiera (antes) una sumisión de la educación al orden familiar y económico, para darse (después) un gesto de liberación que hace posible la escuela. Y como si hubiera (antes) un profesor artesano, vocacional, amoroso y con las manos libres que es domesticado por distintas estrategias de estandarización y de control para convertirse (después) en un profesional atado de pies y manos.
El relato implícito a la aproximación que estábamos haciendo (un relato, además, altamente dicotómico) hace difícil identificar a qué profesor nos estamos refiriendo cuando usamos unas u otras categorías. Además, ese esquema es ciego para los aspectos “esclavizadores” de la (antigua) constitución del oficio de profesor, de la misma manera que es insensible a los aspectos “liberadores” de las (nuevas) formas de habitarlo. No solo, tal vez, el profesor no fue nunca artesano, sino que tampoco, tal vez, los oficios artesanos eran lo que aquí estamos suponiendo.
Además, dijeron, esa historia de “manos libres” versus “manos atadas” lleva a que la conversación se encamine casi inevitablemente a pensar en qué se puede hacer para liberarnos, como profesores, de las sogas que matan el amor. Y que esa conversación se convertiría, casi automáticamente, en la de qué hacer para buscar una forma “propia”, personal, de ejercer el oficio, una forma que parta de las propias ideas, de las propias posiciones, de las propias convicciones o de la propia experiencia, “liberándose” así de unas constricciones que, por definición, siempre vendrían de afuera.
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Reconocí y agradecí las objeciones y traté de resituar el asunto del curso. Insistí en que no se trataba de hacer historia o sociología de los profesores, que tampoco se trataba de analizar y valorar “modelos de profesor” (todo eso del profesor normativo, el profesor técnico, el profesor reflexivo, el profesor dialógico, el profesor crítico, etc.), sino que el asunto era ver qué pasa al considerar el hacer de los profesores desde el punto de vista del oficio. O, dicho de otro modo, de probar si eso de considerar lo que hace el profesor “como si” fuera un oficio, y de mirarlo desde la perspectiva de los oficios artesanos podía llevarnos (o no) a una conversación interesante. Además, insistí, mi idea tampoco era construir un nuevo modelo (el de profesor vocacional o el de profesor artesano) para añadir a los ya existentes sino, simplemente, proponer un ejercicio de pensamiento cuyos posibles efectos yo ignoraba. De hecho, si había propuesto este curso era porque yo mismo tenía ganas