El profesor artesano. Jorge Larrosa
unos con otros, reaccionan unos a otros, se recortan los unos sobre los otros. Por eso, el descubrimiento de una vocación requiere a veces de extraños rodeos:
Nunca se sabe cómo aprende alguien; pero, cualquiera que sea la forma en que aprenda, siempre es por medio de signos, al perder el tiempo, y no por la asimilación de contenidos objetivos. ¿Quién sabe cómo un escolar se convierte de pronto en un “buen latinista”? ¿Qué signos (si es preciso amorosos e incluso inconfesables) le han servido de aprendizaje? Nunca aprendemos en los diccionarios que nuestros maestros o nuestros padres nos dejan. El signo implica así la heterogeneidad como relación. Nunca aprendemos actuando como alguien, sino actuando con alguien que no tiene relación de semejanza con lo que se aprende.
Por eso, a menudo, una vocación no se descubre a priori sino a posteriori, no antes sino después, no al principio sino al final de una vida cuyos signos y avatares, sin embargo, es como si nos hubieran estado predestinados. Es como una predestinación que solo al final se muestra como tal, en su necesidad y en su verdad.
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A partir de aquí la conversación se centró, primero, en el sentido a la vez receptivo y activo de la atención, en los signos del mundo como lo que nos “llama la atención” pero también como lo que nos “pide atención”, en la atención como una forma de receptividad que se convierte en exigencia (y al contrario). Versó después sobre los rodeos del aprendizaje, sobre el descubrimiento de la vocación, que no es lineal sino sinuoso; sobre cómo no aprendemos, tal vez, en los diccionarios de los padres, pero sí, a veces, con los amigos; sobre qué es y qué significa pertenecer a una nueva generación; sobre quiénes y cómo nos condujeron a lo que somos; sobre quiénes orientaron nuestra atención y cómo, y nos descubrieron los signos a los que somos sensibles. Hicimos también alguna consideración sobre el profesor como el que hace hablar ese mundo escolarizado y convertido en materia de estudio; sobre el profesor como el que hace que el mundo (las matemáticas, la geografía, la historia) diga alguna cosa. Hablamos también del azar y la necesidad, del sujeto y sus circunstancias, de cómo el relato del descubrimiento de la vocación (de los signos a los que estamos predestinados) solo tiene sentido al final, en una especie de historia retrospectiva, cuando el asunto ya no es “lo que podríamos ser” sino “lo que hemos sido”; no “lo que podríamos amar” sino “lo que hemos amado”; no a qué aprendizajes y a qué oficios “estamos predestinados” sino “qué hemos hecho con nuestra vida”.
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Dejamos en el aire la pregunta sobre cuáles son los signos que llevan a alguien a ser profesor: si son los de una materia de estudio (si es el amor a alguna disciplina de conocimiento el que lleva a querer compartirla y transmitirla), los de la infancia (si es el amor a los nuevos el que lleva a querer vivir y convivir con ellos, a dedicarse a ellos) o los de la escuela (si es el amor a la escuela, a la materialidad de la escuela, a las formas escolares de trabajo, el que lleva a querer permanecer en ella, a hacer de ella el lugar de nuestro interpretar, de nuestro hacer y de nuestro pensar).
Por último, hice alguna consideración sobre cómo debiéramos estar agradecidos a todos aquellos que nos “llamaron la atención” sobre ciertos signos; a los que nos enseñaron a mirar, oler, escuchar, palpar o degustar la piel sensible del mundo; a los que alguna vez nos dijeron: “¡fíjate en esto!” y permitieron que se comenzara a formar nuestra sensibilidad y, tal vez, nuestra vocación. Les hablé de los recuerdos de infancia de Nabokov, teñidos de nostalgia, esos en los que hay un homenaje a esa larga lista de profesores e institutrices que le enseñaron a percibir, a atender y a discriminar algunas de las formas de la belleza:
El otoño alfombró el parque de los variadísimos colores de las hojas, y Miss Robinson nos enseñó una maravillosa técnica. Consistía, primero, en ir cogiendo del suelo y, después, ordenando sobre una gran hoja de papel, una serie de hojas de arce que formaban un espectro casi completo (solo faltaba el azul…), con verdes que pasaban gradualmente al amarillo limón, amarillos limón que pasaban gradualmente al anaranjado, y así sucesivamente pasando por los rojos hasta los morados, otra vez los rojos y de nuevo hasta el verde (que resultaba cada vez más difícil de encontrar, como no fuera en ciertos fragmentos de algún último y valiente borde) pasando por el amarillo limón. (17)
Y dejé sobre la mesa la pregunta de si alguien nos había enseñado, a alguno de nosotros, la escuela de un modo amoroso; si nos había llamado la atención hacia ella como un lugar bello (y lleno de dificultades y contradicciones, claro) en el que quizá no se está tan mal. Y la pregunta de quién o quiénes habían sido los que nos comenzaron a enseñar a amarla y, quizá, a interpretarla.
De actores y farsantes
(Con Luiz Augbursguer, Friedrich Nietzsche, Fernando González, Manoel de Barros y Antonio Machado)
Uno de los asistentes ocasionales al curso, Luiz Ausgburguer, un jovencísimo profesor que estaba de paso en Barcelona y que me había pedido permiso para venir a clase, se presentó en el aula, para mi sorpresa y mi júbilo, con el fragmento 356 de La Gaya Ciencia que, me dijo, tenía que ver con lo que estábamos tratando en esos días. El fragmento, muy hermoso, comienza con una referencia genérica a cómo los europeos se identifican, como si fuera un destino, con un papel social en cuya elección ha intervenido el azar o el capricho, y continúa con una reflexión sobre cómo, en ese proceso, el papel que se representa se convierte en carácter, y lo que había comenzado como arte y artificio se convierte en naturaleza. Después dice cosas como las siguientes:
Épocas hubo en que se creía, con seguridad presuntuosa, en la predestinación a determinados oficios, a ciertas ocupaciones, y de ninguna manera se admitía lo fortuito, lo caprichoso, en el reparto de papeles; las castas, las corporaciones, los privilegios hereditarios de ciertos oficios llegaron, merced a tal creencia, a erigir esas monstruosas torres sociales que distinguen a la Edad Media y en las cuales hay que alabar al menos una cosa: la duración (y hay que admitir que la duración es en el mundo una excelencia de primer orden). Pero existen épocas contrarias a estas, épocas democráticas, en que se va perdiendo cada día más esa creencia y en que una idea opuesta, un punto de vista temerario, domina; tal fue la creencia de los atenienses, que por primera vez se observa en la época de Pericles, y tal es la creencia de los norteamericanos de hoy, que está en camino también de ser la opinión europea; épocas en que el individuo está persuadido de que es capaz de hacer cualquier cosa, de que está a la altura de casi todos los papeles, y en las cuales cada uno se ensaya a sí mismo, improvisa, prueba otra vez, gusta de intentar, y en que todo lo natural se trueca en arte. Cuando los griegos adquirieron esta creencia en el papel –creencia de artistas, si se quiere– fue cuando entraron, paso a paso, en aquella singular transformación que los convirtió a todos en verdaderos actores (…). Lo que me inquieta, lo que puede observarse ya a poca atención que se ponga, es que los hombres modernos hemos entrado en el mismo camino, y cada vez que el hombre empieza a darse cuenta de la medida en que representa un papel, de la medida en que puede ser histrión, se vuelve, en efecto, un actor (…). Entonces surgen las más interesantes y también las más locas épocas de la historia, en que los actores, actores de todas clases, son los amos. (18)
Mientras leíamos ese párrafo, recordé un mail que me había enviado pocos días antes Fernando González, un profesor especialmente lúcido respecto a las contradicciones del oficio y a las imposturas de la vida (de cualquier vida y de cualquier aspecto de la vida). Lo que me contaba Fernando es que mientras estaba dando la primera clase del curso, en la licenciatura de Antropología, mientras estaba presentándose a los estudiantes y explicándoles cómo había pensado el curso que comenzaba, comenzó a oír una voz que le decía una sola palabra: “¡farsante!”. Esa voz se fue haciendo cada vez más insistente, lo acompañó en el camino hacia su casa, solo pudo desprenderse de ella al final de la tarde, cuando se sumergió en la lectura de la novela que lo ocupaba en esos días, y volvió a manifestarse de forma aún más insidiosa cuando se metió en la cama.
El profesor como actor, como farsante o, tal vez mejor, el profesor como el que, al mismo tiempo que lo es de verdad, o que trata de serlo, y al mismo tiempo que exige a sus alumnos que sean estudiantes también de verdad –que no se pasen el curso haciendo “como si”, que le pongan a lo que hacen todo su empeño, su inteligencia,