Inchaurrondo Blues. Rafael Jiménez

Inchaurrondo Blues - Rafael Jiménez


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por todas las baldosas, escuchó cómo su padre se lo contaba a su madre. Decían que era mejor que Sergio, su madre y él se quedaran en el pueblo, que su padre se iría solo, que era lo más sensato. Que esa gente del norte, los vascos, eran muy suyos y no querían ni ver a la Guardia Civil, y el padre no quería que sufrieran en un jardín de árboles sin flores ni hojas, ni tronco, ni vida, ni días, ni sueños, ni paz, ni ríos, sin tiempo ni premura, sin vida y sin alfombras voladoras, ni aceitunas, ni sol, ni brisa, ni amor.

      ­—Es mejor que os quedéis, Soledad —decía su padre.

      ­—De eso ni hablar, Antonio. Son quince años los que llevo junto a ti. Tus ojos, tus oídos, tu pelo, tus piernas y tus brazos estarán junto a mí. Estaremos juntos, como las hormigas o como las gaviotas, pasaremos miedo, pero toda la familia estará unida. Yo no me casé contigo para tenerte a mil kilómetros de distancia, para que este pequeño mundo lleno de obstáculos y de fronteras sea como el enfermo que espera a que le digan que tiene que irse de este mundo. No. Nos vamos todos juntos.

      ***

      Cuando tienes doce años y dejas de pronto de ver tu universo, cuando ya no puedes jugar a estudiar cómo matar moscas granadinas sin manchar las paredes blancas, cuando tu amigo no te acompaña a darte un chapuzón al río o cuando el balón perdido entre las praderas de Granada forma parte de un partido de fútbol bajo un tórrido sol que ya no puedes jugar, es cuando a Eloy le subía un escalofrío por la nuca que le hacía correr como un loco por el patio del cuartel de Inchaurrondo, dando gritos de desesperación, como si chillar fuera a curar sus heridas.

      Esta mañana, o ayer, o quizá mañana, Eloy se volvería a levantar en la oscuridad de un día más con el cielo gris, con un cielo que penetraba en su cuarto y permanecía dentro de la casa todo el día. Veía la cara de su madre mirando por la ventana, siempre vestida de negro, como si su luto perenne fuera un mal augurio. Su madre andaba todo el día ida, ausente, con ojos vidriosos y mirada semidormida incluso ahora, a las doce del mediodía. Ese día también llovía. Y cuando se acercaba a su madre a abrazarla, se daba cuenta de que en poco tiempo sus piernas y su cintura que tanto le protegían y que eran tan tiernas, se habían vuelto duras, como si fueran una estatua. Ese día también hacía frío. Y Eloy se había vuelto a constipar. En Atarfe no se ponía enfermo nunca. Ignoraba qué tenía este viento del norte, pero sus anginas ya no podían más. Dolían mucho al tragar y a veces no podía ni respirar.

      En el libro de sus pequeños recuerdos, no podía sacarse de la cabeza a Belén, la niña de su clase con una larga melena negra que le tenía sin vivir desde que iban juntos a la guardería del pueblo. Sus enormes ojos negros que le miraban y se escondían cuando se daba cuenta, le perseguían en Inchaurrondo. Como los ojos de Blas. No se pudo ni despedir de Belén. Eso tampoco se lo perdonaba a su padre. La verdad es que desde que llegaron aquí, no le perdonaba nada a su padre. Creía que tenía la culpa de todo, hasta de que se le hubieran puesto a su madre las piernas tan duras y tensas y de que su hermano Sergio fuera cada día más insoportable. Aunque aquí era normal que Sergio se encontrara en el paraíso. En el pueblo nadie lo aguantaba. Eloy deducía que se había peleado con la mitad de los niños de su edad y el resultado era siempre el mismo. Por definición, su hermano podía con todos. Era grande como un armario y abusaba de los demás. Dejó una legión de cicatrices en las caras de sus amigos. Y lo peor es que zurraba a sus amigos y a los que no lo eran. Por eso entendía que su hermano se encontrara tan a gusto en Inchaurrondo. Aquí había encontrado a dos o tres armarios como él que se pasaban el día jugando a ser guardias civiles y, según decían, se pasaban el día salvando a la patria. Eloy no sabía de qué la tenían que salvar. Ni qué era una patria. No lo entendía. Rara vez había tenido una conversación más o menos seria con Sergio y lo suyo, más que una relación de hermanos, era una constante colisión entre el rostro y la debilidad de Eloy y los empujones y los «quita de en medio, enano» de su hermano.

      El último día en Atarfe fue muy triste. Todavía hoy no se le habían secado las lágrimas. Es más, desde aquel día le dolían los ojos y consideraba que de continuar así, se le iba a desfigurar la cara y cuando volviera a ver a Belén, porque un día volvería a verla, ella no le reconocería. La última tarde en Atarfe la pasó con su madre, su padre y su hermano en Granada, donde fueron a comprar todo lo que necesitaban para emprender el más largo, triste y absurdo viaje de su vida. Recorrieron toda la ciudad en busca de ropa de abrigo, zapatos, comida y compraron los billetes del tren que les tenía que llevar hasta Inchaurrondo. Decía su padre que era mejor ir en tren porque el coche no lo iba a utilizar allí. Decía que era muy peligroso, algo que Eloy no acababa de comprender.

      —¿Por qué es peligroso conducir en Inchaurrondo? —dijo en voz baja, pero su hermano lo escuchó.

      —Pero, ¿no ves que no eres más que un enano? —insistía Sergio.

      —A ver, ¿por qué soy un enano? ¿Se puede saber? ¿Son malas las carreteras?

      Le faltó tiempo a su madre para decirle a Sergio que se callara. Y Eloy se quedó sin saber por qué era peligroso conducir en Inchaurrondo.

      El viaje en tren fue más largo que un día en la cama con anginas. Antes de partir de la estación de Granada, llegó a pensar en irse, esconderse en los lavabos, y esperar allí hasta que el tren hubiera partido. No se atrevió. Tan sólo se acercó a la entrada de la estación y vio a lo lejos las Alpujarras con sus casas blancas reflejando el sol. Durante un rato anduvo a solas por la estación como perdido.

      —Eloy, ¿dónde estabas? ¿No ves que está a punto de salir el tren? —le dijo su madre entre enfadada y cómplice.

      «¿Y por qué se tienen que complicar siempre las cosas?», se decía una y otra vez mientras subía las escaleras del tren ante la atenta mirada de su padre, que no sabía si reñirle o volver a insistir en que en Inchaurrondo estarían bien.

      Con un gesto de mal humor se sentó en su asiento dispuesto a cerrar los ojos y no volver a abrirlos hasta que llegaran a San Sebastián, aunque no aguantó demasiado por el sobresalto que se produjo cuando el tren se puso en marcha. Los vagones se movían de manera brusca, como si también se resistieran a marcharse de allí. Abrió los ojos y Granada estaba ahí, al otro lado de la ventanilla. Con las horas había ido perdiendo su color entre dorado y azul, pero vio a la gente caminar por sus calles y a los autobuses que iban al pueblo pasando con el largo quejido de motor. Supo que nunca iba a olvidar Granada. Pensó que algún día sería el dueño de su propia vida y volvería al pueblo para no salir de él. Jamás.

      El viaje duró unas veinte horas y tuvieron que hacer dos transbordos caóticos con las maletas y el sueño a cuestas. El trayecto le suscitaba cientos de preguntas mientras se quedaba con la cara pegada al cristal del pasillo del tren, donde los paisajes se sucedían en lo que le parecía una velocidad de vértigo y que, sin embargo, era muy limitada, con constantes paradas en medio de la nada sin saber muy bien por qué, hasta que de pronto pasaba un tren por la otra vía a toda velocidad y entonces sí, emprendían de nuevo la marcha. Era como si el tren fuera el último de la clase y, como Blas, tuviera que esperar a que todos fueran saliendo mientras él se quedaba castigado.

      El tren producía hambre. Al menos eso pensaba Eloy, a quien las tripas le hacían un extraño ruido. La gente comía de todo, desde bocadillos sin más arte que un trozo de mendrugo con algo en medio, hasta, como la madre de Eloy, manjares venidos a menos por el mero hecho de no poderlos comer en casa. Fiambreras con bacalao o pollo empanado dejaban impregnado el tren de un profundo olor que, con el paso de las horas, se hizo irrespirable.

      En alguna parada de madrugada, adormilado en la litera, oyó las voces de trabajadores de alguna estación olvidada. Sus acentos y sus risas le produjeron una tremenda envidia, pues sabía que ellos, después de pasar el tren, volverían a sus casas, a su cama, a sus vidas.

      Cuando ya no pudo dormir, se levantó y observó cómo comenzaba a llover. El agua se deslizaba por los cristales de la ventana como queriendo entrar a limpiar las almas de tantas caras tristes que había en el tren. No todo el mundo viajaba en litera y había bastantes personas que iban de pie, pero que, sin embargo, no emitían ningún lamento y casi ni se apoyaban en la pared. Eloy pensó que quizá alguno de ellos también iba a Inchaurrondo. Había


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