Inchaurrondo Blues. Rafael Jiménez

Inchaurrondo Blues - Rafael Jiménez


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algún pueblo. Sí, ahora los veía, eran dos o tres hombres con una gorra y pajarita negras que tocaban la flauta y el acordeón mientras el tren estaba parado y rápidamente pasaban la gorra negra entre los viajeros, antes de que viniera el revisor y el tren se pusiera en marcha de nuevo.

      A medida que pasaban las horas, los tristes viajeros se dormían y el sol andaluz continuaba impertérrito, intratable, adorándolos como si fuera una madre que despide a su hijo. Las cortinillas no servían para nada y el sudor caía como una espesa capa que volvía la cara brillante, convirtiéndose el abanico en algo necesario ante tanto ímpetu del sol. Y si no tenías un abanico, un diario o un trozo de cartón también servían. El maquillaje de alguna mujer se derretía lentamente sobre sus mejillas.

      El tren continuaba avanzando lentamente con largas paradas inexplicables. Ya se había convertido en un inmenso cuarto en el que veía desfilar las montañas y los últimos olivos de Andalucía entre un ruidoso silencio que sólo rompía los chirridos metálicos de los raíles. Su corazón continuaba pensando en el día que haría el viaje de vuelta, mirando a los habitantes de los vagones para saber si en sus ojos podría adivinar los que algún día regresarían a casa. Pensó que en aquel tren no viajaba nadie por placer o por gusto o de vacaciones.

      Sin embargo, el paso de las horas poco tenía que ver con lo que realmente avanzaba el tren, como si el paso del tiempo no tuviera relación con el espacio recorrido y cuando el viaje parecía poner a prueba la capacidad de resistencia de sus ocupantes, llegaban los túneles, alguno como el de Despeñaperros, larguísimo, que, obstinados, sembraban de oscuridad y casi de asfixia el silencio de los viajeros. Cuando finalizaba el túnel, respiraban como si hubiera faltado el aire, abrían las ventanas y corrían las cortinas desde las que se veían los desgarbados picos de Jaén que, sin apenas vegetación, se iban terminando para dar paso al tedioso paisaje de Alcázar de San Juan, donde probablemente se hacía el cambio de vías más largo de la historia ferroviaria mundial.

      Lo que sí trataba de evitar Eloy era ir al lavabo. No sólo porque había uno cada dos vagones y las colas eran interminables, sino porque los retretes tenían la cerradura averiada y la deseada soledad para mear era una quimera. Además estaban sucios y malolientes. Una suciedad irreductible, perenne e ingrata. La huella de los efluvios de todos los tiempos se habían enquistado en su interior, adobándolo todo con un color negruzco impertinente. Y echar agua era lo peor que se podía hacer porque o bien subía toda la marea atascando el váter o se inundaba el suelo.

      Se preguntaba qué clase de ciudad sería San Sebastián. La aproximación con unos túneles interminables, polígonos industriales sin más vida que el convencimiento de estar viendo la nada, barrios periféricos sin alma, edificios impersonales en medio del paisaje urbano, le creó cierto desánimo ante su idea de la ciudad. Él creía que San Sebastián era Atocha, el campo de fútbol de la Real Sociedad, que por lo que sabía era pequeño pero albergaba al mejor equipo de España. Aunque les tenía un poco de rencor, porque el año pasado no pudo completar la colección de cromos de la liga porque los de la Real Sociedad no le salían nunca. Decía Blas que los cromos de la Real no llegaban a Atarfe, que estaba demasiado lejos.

      «¿Qué haré allí? ¿Dónde me habré metido?». Esas y otras preguntas le rondaban la cabeza sin encontrar respuesta alguna. Cuando el tren se acercó a su destino, el susto ante el paisaje de San Sebastián se mitigó en cuanto apareció a lo lejos el mar. Eloy sólo lo había visto una vez. Había sido el año pasado en Salobreña cuando fueron a pasar el día con su madre, su padre y Blas. Sergio decía que él no hacía mariconadas como tomar el sol o jugar a fútbol en la playa.

      —Para eso me quedo en la piscina de Arturo —decía Sergio.

      Arturo, el hijo del Alcalde, era otro bestia como Sergio y decía constantemente que Atarfe era suyo. Y como era suyo, todo le pertenecía. Arturo era todavía más insoportable que su hermano, y eso es mucho decir.

      El mar calmó su desasosiego. Luego apareció un gran paseo muy largo que bordeaba toda la zona con dos montañas a cada uno de los lados dejando a la playa encerrada como si fuera una concha. Observó restaurantes sobre la arena y unas curiosas casetas de los mismos colores que la camiseta de la Real Sociedad, dándole un aspecto totalmente distinto a la playa de Salobreña. Pensó que la angustia que le había invadido antes quizá había sido innecesaria.

      En el último tramo del trayecto se quedó adormilado por el cansancio y llegó a soñar. En Atarfe no soñaba nunca. No le hacía falta. Su vida era como un sueño y se dio cuenta ahora que estaba tan lejos, y si nada más llegar a San Sebastián ya había empezado a soñar, es que no le acababa de gustar lo que tenía ante sí.

      La llegada a la estación de San Sebastián le transmitió una magia que no había sentido en sus doce años de vida. Era una estación extraña, llena de hierros por el cielo que apenas dejaban ver la niebla que le acompaña todavía. «¿Será una tierra de duendes y fantasmas?», se preguntaba, tratando de aplicar algo de luz al cielo encapotado. Su madre, intentando animarle, le dijo que San Sebastián era una de las ciudades más bellas de España. Que tenía duendes, inventores y que hasta los Reyes habían veraneado allí. «¿Será por algo, no?», se decía, tratando de aportar algo de optimismo.

      Vio una locomotora muy antigua que echaba muchísimo humo y sonó el pitido del jefe de estación engalanado con su traje azul y su sombrero rojo como si fuera un almirante en tierra. Los cristales de colores se parecían a la iglesia de Atarfe con sus ventanales cromáticos. En el primer vagón se leía: «Primera Clase» y le pareció ver a una mujer mayor con sombrero y el pelo muy largo y rubio y un traje de otra época que, en mesas de caoba, contribuía a crear un ambiente de lujo que recuerda las fotos que le enseñaba el abuelo antes de morir. Decía su padre que el abuelo se murió de viejo y de pena.

      —Madre, ¿me puedo morir de pena? —insistía ante la frase de su padre.

      —¿Cómo te vas a morir de pena con doce años, Eloy ?

      Se quedó pensativo y recordó el último día que estuvo con anginas. A veces deseaba que le atacara una enfermedad de esas tan raras que te obligan a cambiar de aires. Como si fuera una alergia al clima de Inchaurrondo y que el médico le dijera a sus padres que ese niño necesitaba otro clima, que la humedad del norte lo iba a matar. Pero nada. Sólo anginas. Aunque la fiebre que le producían ya empezaba a hacer estragos en el rosario de plegarias a Dios que utilizaba su madre cuando rozaba los cuarenta grados.

      —¡Ay, que este niño se nos muere, Antonio! ¡Que tiene mucha fiebre! —decía su madre mientras Eloy caía en alucinaciones como si la fiebre fuera una droga que lo hiciera deambular como un funambulista al borde de un precipicio. El mundo se veía de otra manera cuando tenías fiebre. Dejaba de preocuparte lo cotidiano y parecía que estuvieras a punto de entrar en el cielo, pero en el último momento un ángel te pedía el carnet de identidad y te decía:

      —Tú, para abajo, que sólo es fiebre. Y eres muy pequeño todavía.

      «Y no te creas, que te entra un cabreo grande porque ya que estás allí, al menos no has hecho el viaje en balde. Y así no tendría que volver al cuartel», pensaba Eloy.

      Eso sí, cuando se recuperaba de la fiebre siempre daba un estirón. «Como continúe de esta manera, cuando vuelva a Atarfe no me van a conocer», se imaginaba Eloy con una leve sonrisa. A decir verdad, había crecido desde el último ataque de anginas. Cuando llegó a Inchaurrondo los pies no le llegaban al final de la cama, y ahora ya le colgaban y a veces uno estaba tapado con la sábana y el otro andaba tomando el fresco, como si una de sus piernas fuera más larga.

      Otro problema asociado a las anginas era la tos que le entraba, que hacía que cada vez que tosía crujieran sus pulmones como si tuviera dentro una jauría de grillos.

      —Mucosidades, Doña Soledad —diagnosticaba el teniente médico del cuartel que, por cierto, no le gustaba nada a su madre. Decía que muy mal médico tenía que ser para haber ido a parar a la Guardia Civil de Inchaurrondo pudiendo estar en un dispensario o en un hospital en cualquier otra parte del mundo.

      Cuando recordaba el viaje que le llevó hasta San Sebastián, la oscuridad teñía de negro todo el cuartel de Inchaurrondo,


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