Inchaurrondo Blues. Rafael Jiménez

Inchaurrondo Blues - Rafael Jiménez


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Era la más grande y bonita de todas porque, como decía el listo de Sergio, el comandante era Dios y Dios debía tener una casa muy grande, tan grande como el universo para poder verlos a todos.

      Sin embargo, el piso del bloque de casados era pequeño y oscuro con sólo un par de ventanas por las que entraba poca claridad. Al entrar en el comedor con escasa luz, apenas se veía nada. Poco a poco se distinguía el mantel de la mesa con sus colores alegres. Era el mismo mantel que tenían en Atarfe. La mesa, las sillas, una vieja nevera y una lámpara muy antigua que parecía aprisionar la bombilla eran las primeras visiones al acceder al piso. A menudo se oían pasos por las escaleras. Pasos lentos, pesados, de alguna vecina que subía cargada. No se oían ruidos de niños. La señora Dolores venía a casa cada día para ver cómo se encontraba Soledad. Era una alegre señora ya algo mayor que se ocupaba de fregar la escalera. Entre los pasos lentos de la señora Dolores se oía algún portazo de alguien que salía al patio. Cuando la vecina entraba en casa, ésta se inundaba de un perfume denso que llenaba el comedor cerrado, rancio. Las viejas sillas, el espejo del aparador y el armario llevaban décadas allí. Por la puerta entornada aparecía la cabeza de Dolores que solía decir:

      —Hola Soledad. ¿Ya está levantada? ¡Venga, arriba! Y tú, Eloy, a lavarte que llegarás tarde al colegio.

      Soledad contestaba habitualmente que le había preparado el desayuno a su marido y que como no tenía nada más que hacer, se había quedado adormilada.

      —Como hay tan poca luz en este piso, parece que te mueras de sueño —decía Soledad.

      ***

      El silencio imperaba en el bloque. Se oía un reloj de algún vecino que daba las campanadas cinco minutos antes que el reloj de la iglesia. Aquí todo estaba desfasado, como si vivieran en un mundo irreal donde el tiempo poco importaba excepto para contar los días que faltaban para regresar a Andalucía o a Extremadura. Algún pájaro intentaba emitir algún sonido poco acústico, pero se callaba enseguida, como si a él tampoco le importara demasiado. Eloy se untaba lentamente la mantequilla en la tostada, evitando que se deshiciera, mientras abría el bote de la mermelada que pulverizaba el ambiente inundándolo de olor a melocotón. De una de las habitaciones se oían los ronquidos de Sergio que, como de costumbre, también había soñado despierto aquella noche.

      «¡Te cogeré, hijo puta, no escapes, que voy a por ti!», insistía el hermano en sus habituales peleas nocturnas contra un enemigo que Eloy desconocía. Luego los gritos de Sergio se volvían confusos, como si su boca se trabara igual que la de un borracho. La habitación de Sergio estaba llena de objetos extraños para Eloy. Tenía un pequeño armario cerrado con llave y ni siquiera su padre podía abrirlo. Eloy pensaba que allí dentro debían de haber secretos inalcanzables para él. Quizá estuviera lleno de bebidas con las que se emborrachaba por las noches y por eso hablaba en sueños, o de armas sofisticadas para darle una paliza a alguien como hacía en Atarfe. Un día, Eloy lo vio guardar una especie de palo muy raro que le recordaba a la espada de La guerra de las galaxias, pero Sergio cerró rápidamente la puerta de un portazo y le advirtió, cogiéndolo por la solapa, que ni se le ocurriera mirar su armario. Sergio ni siquiera quería que limpiaran su habitación. Él se encargaba de ventilarla, pasar la escoba y lavar su ropa. Todo para que no entrara nadie en su mundo de reproches.

      ***

      —¿Debe ser muy tarde, no? —le preguntaba Soledad a la señora Dolores, que abría las ventanas para que se fuera el olor a cerrado.

      —Las nueve, Soledad, las nueve son ya.

      —Es hora de levantarse.

      —Sí, Soledad, es hora de levantarse.

      Cuando la madre de Eloy se incorporaba de la cama, Eloy ya estaba preparado para cruzar todo el cuartel en dirección al colegio, pero antes trataba de comprobar si al abrazar a su madre notaría sus carnes más suaves. Se hacía de nuevo un silencio al abrazarla. Luego se oía algún llanto de un niño, y el propio Eloy dudaba si era él mismo que no se daba cuenta y lloraba por dentro. Al momento, la señora Dolores entraba de nuevo sigilosamente y echaba en el váter el cubo de agua sucia. Luego se metía en la habitación de Eloy y empezaba a barrer. De nuevo, Eloy oía el llanto de un niño mientras cerraba la puerta de casa y su madre, con los ojos encogidos por el insomnio y el pelo alborotado, se quedaba en la semioscuridad del comedor recogiendo las migas de pan del mantel de colores alegres.

      ***

      En su trayecto hacia el colegio, Eloy siempre recordaba que el primer día que llegó se puso a llorar y no sabía muy bien el porqué.

      —Ya está bien de lloriquear —le dijo su hermano.

      —No estoy lloriqueando, sólo estoy llorando —dijo Eloy.

      —¿Es que no ves que lloriquear y llorar es lo mismo? —insistió el listo de Sergio.

      —Cuando te pones así te daría un codazo. A ver si te enteras, llorar es lo que yo estoy haciendo ahora y lloriquear es lo que hace madre cuando está sola. Los hombres lloramos y las mujeres lloriquean, ¿no? Eso mismo me dijo mi amigo Blas en el pueblo cuando nos despedimos…

      Al rato ya recuperaba su universo pequeño. Después de todo, Sergio se creía que porque Eloy tuviera sólo doce años no se enteraba de nada.

      Lo que sí le fascinaba era el olor del cuartel; todos tenían sus propios olores y a él le sedujo el aroma de lavanda que lo inundaba todo. Era como los niños, cada edad tenía sus olores y su madre ya no le ponía esa colonia de botella de litro sino una más pequeña que olía a violetas y que la tenía guardada con la radio y sólo se la ponía cuando iba al salón de juegos. El cuartel de Inchaurrondo era el que mejor olía de todos los que había conocido; no sabía si era porque el comandante era Dios y tenía en cuenta hasta el olor que desprendía el cuartel, o porque estaban bajo una colina llena de arbustos y Eloy suponía que algún árbol desprendía aquel olor. Porque eso de que el comandante fuera Dios, no se lo acababa de creer. Sería muy importante, pero no era Dios.

      A medida que avanzaban los interminables días de Inchaurrondo, Eloy se iba sumiendo en una bruma de tristeza; cada vez hablaba menos con su padre, que se había convertido en un hombre ocupadísimo, en el presidente de su vida, y Eloy en un niño postizo a quien no pertenecía nada de cuanto lo rodeaba. A partir de ese momento fue cada vez más evidente el sentimiento de frustración de su padre y de su madre. Ni siquiera atiborrarse de medicamentos conseguía que su madre emitiera algún signo de alegría, únicamente de sueño; siempre estaba dormida o recostada frente a la ventana del comedor. A veces creía que incluso se le caía la baba de tanto mirar por ese pequeño cuadrado en el que entraba poca luz y en que las gotas de lluvia encharcaban su mirada y sus ojos. Su padre la había querido muchísimo pero ahora no tenía tiempo para demostrárselo. Siempre creyó que el hecho de dejar el pueblo sin apenas consultárselo fue algo que Soledad no le perdonaba. Pero ya era tarde; la madre de Eloy se había ido a su mundo húmedo de remordimientos y su padre era, ahora, el teniente Navarro.

      ***

      Parecía que los guardias que llevaban el féretro tenían el traje negro de tanto usarlo. También eran negros la mayoría de los coches situados en el patio del cuartel. Casi todas las mujeres iban de negro formando un grupo idéntico de caras desahuciadas y llorosas en las que el miedo les brotaba por los ojos en forma de lágrimas también negras. El grupo de guardias civiles que levantaban a hombros el féretro eran el vivo reflejo del miedo, del desaliñado y sombrío miedo, mientras que el sacerdote parecía otro cuervo más en aquella jaula de lamentos y dolor.

      Eloy estaba seguro de que allí fuera, en las inmediaciones del cuartel, era donde se encontraban los verdaderos cuervos, emprendiendo su vuelo desde lo alto de las azoteas o de los árboles, como si fueran sombras de Satanás desprendidas de las brasas, dibujando remolinos en círculos para deleitarse de las lágrimas negras del cuartel. Graznaban como los cuervos sobre sus cabezas, emitiendo un sonido de júbilo que creía que solo él escuchaba produciéndole melancolía y angustia. De vez en cuando sobrevolaba alguna gaviota que trataba de espantar a tanto cuervo. Con un profundo nudo en el estómago veía el espectáculo y a su madre allá, a lo lejos,


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