Inchaurrondo Blues. Rafael Jiménez

Inchaurrondo Blues - Rafael Jiménez


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dorados para poder asirla y, por un instante, un solitario rayo de sol se reflejó en ellos y en los ramos de flores que estaban sobre la tapa. También, a pesar aquellos esporádicos rayos de sol, el día era negro. Un día perfecto para morir en Inchaurrondo.

      Como si fuera un retablo, el coche fúnebre esperaba junto a la verja del cuartel, a la misma altura donde el viejo nogal veía pasar cadáveres de jóvenes y viejos guardias casi todas las semanas. En ese momento, Eloy recordaba el aspecto que tendría su árbol preferido de Atarfe, el alcornoque en el que Blas y él se cambiaban los cromos de la liga o hablaban de sus incipientes erecciones matutinas. Notaba cómo se le erizaban las hojas y al imaginarlo, sentía que sus ramas comenzaban a volar como poseídas por una brisa milenaria y en ese momento veía a Blas caminando por los olivares entre los susurros del crepitar de las ramas al pisarlas. Cerraba los ojos y distinguía todos los árboles de Atarfe e intentaba ponerles un nombre a cada unos de ellos en un deseo incontenible de que el diario de sus sueños y sus recuerdos durara más tiempo en su memoria. Eran secretos exclusivos que había guardado para consolarse de la lluvia, del viento y de las ausencias. Los olmos, olivos y castaños de Atarfe tenían nombre. Casi se sentía embarcado, rendido ante la realidad de sus sueños.

      Su padre estaba rígido y sin mostrar el menor atisbo de trastorno, como si se hubiera acostumbrado a la muerte, como si ya no quedara nada de la vida real en sus entrañas, empezaba a caminar para hacer callar a alguna mujer que mostraba su dolor, áspero, tenso, sin espasmos, como un muñeco articulado por el deber. Pasó muy cerca de Eloy sin ni siquiera darse cuenta de que él estaba consumido por la palidez que produce el miedo. Su boca rígida y su mandíbula como una roca surcaban las arrugas de su frente y Eloy comprendió que su padre se había ido de su vida. No podía seguirle en su viaje.

      Se preguntaba si su padre recordaría el entierro del abuelo Melquíades y sus andares detrás del ataúd con un pañuelo entre las manos y una cinta negra en el brazo como si fuera el capitán de algún equipo de fútbol inexistente. En algún momento llegó a pensar que podría compartir con su padre algunos sueños y silencios pensando erróneamente que formaba parte de su vida más íntima. Pero nunca fue así. Él proyectaba sus fantasmas y sus sombras sobre Eloy y tapaba cualquier esperanza de complicidad.

      El coche fúnebre se puso en movimiento. Iba acompañado de otros dos vehículos negrísimos. Salió rápido, casi se podría decir que el amigo que le saludaba cada mañana por la ventana, con su fino bigote para parecer mayor, tenía prisa por descansar eternamente. Deseaba no tener más miedo, que ninguna granada o una ráfaga al doblar una esquina le removieran el alma. Tenía prisa por llegar a su pueblo. Tenía prisa por sentir el olor de su madre.

      Luego, al cabo de muchas horas, el coche fúnebre llegaría a cualquier pueblo. Quizá habría una loma junto a la iglesia y al cementerio. Alguien labraría el campo y el suelo removido mostraría el color más profundo de la tierra. Unas mujeres a la puerta de su casa verían pasar el cansado coche fúnebre y se volverían para mirarlo, mientras algunos pájaros se amontonarían dando círculos por el cementerio, como si fueran una nube de cuervos negros que quisieran asegurarse de la muerte de un niño que se dejó un fino bigote para parecer mayor.

      Era otoño y el escaso sol que trataba de calentar su rostro y secar sus lágrimas acariciaba el paisaje de Inchaurrondo, lo suavizaba. Se giró hacia el Dios Sol y lo miró fijamente como hacía en Atarfe, tratando de taparse la vista cuando alguna nube se interponía. Del sol no huiría nunca, lo cogería con sus manos, lo apretaría, se lo guardaría en el bolsillo como si fuera una canica y lo sacaría cada día al despertarse sin cansarse de absorber todo lo que le rodeaba en Atarfe, los campos, las pequeñas colinas, sus árboles, el olor de la tierra seca y el susurro de las hojas que iban cayendo en el dulce otoño granadino.

      La cercanía del mar en San Sebastián no era suficiente consuelo. Los cercanos y a veces lejanos disparos, los ladridos de perros, las sirenas, las procesiones fúnebres y las casas grises conseguían detenerle como un diminuto ser que no alcanza a ver lo que sus ojos miran.

      Eloy creía firmemente que la muralla del cuartel dividía dos mundos distintos en los que era perceptible, y lo sería todavía más a medida que pasara el tiempo, el objetivo de todos los muros del mundo. Separar. Dividir. Matar poco a poco.

      5. El miedo

      Se ha dicho en alguna ocasión que hay hombres capaces de dominar la sabiduría de comprender a otros hombres sin ni siquiera hablar el mismo idioma, incluso quizás haya quien ha aprendido a entender a las máquinas o a los animales, pero apenas hay nadie capaz de comprender a un niño.

      El niño dejará entreabierta la puerta de su cuarto para ver la luz de los adultos y así permanecerá largos minutos, en silencio, con cautela, escondido tras su bata, mientras ve los sollozos en que se convierte la vida. Luego cree, tal vez recordando las paredes del útero, que hay algo que le roza el rostro y, sus ojos, rojos e hinchados por el llanto, se transforman en dos luces cegadoras que, para su sorpresa, recobran la sonrisa y alejan los llantos.

      Los niños se pasan la infancia ignorando a la muerte en un supremo acto de madurez envuelta en dientes de leche, otorgando disculpas a diario sobre los placeres de los adultos. Vivimos separados de los niños por una barrera de miedo en la que olvidamos que un día fuimos pequeñas nubes en un cielo infinito. El miedo que invade a los niños en noches de oscuridad es como un ciclón desmesurado que lo arrasa todo, es como un barco sin banderas que naufraga en medio de los mares, y ellos, los niños, allí solos, a merced del temporal, esperan a ser rescatados del mundo avaro que se han encontrado. Y entre tanto, los adultos se refugian en un islote azorado esperando a que regrese la calma al mar enloquecido de la vida, para recordar lo que un día fueron en la tranquilidad de un recuerdo, de una foto aposentada en un marco que la aguantará incesantemente, mientras pasaron tragedias en el incendio deslumbrante de su vida, para perderse siempre en la quietud de su memoria, en una irreconocible fotografía.

      Es muy posible que el miedo nunca hubiera nacido si no existiera la noche. Ese miedo que acompaña a Eloy y a Ander disimulado tras una sonrisa.

      6. El día que conocí a Eloy

      En la vieja y desconchada consulta del doctor Elósegui solía haber mucha gente. Sobre todo por las tardes. Estaba cerca de mi casa y llevaba visitándola desde que el médico de Marsella dijo que no había nada que hacer con mi pata corta. La calle era muy tranquila y me gustaba mirarla porque había un parque enfrente donde los niños jugaban a fútbol y yo podía verlos desde la ventana de la consulta. La casa del doctor Elósegui era tan grande que cuando iba al lavabo, a veces me perdía por habitaciones vacías, deshabitadas y frías, y siempre acababa descubriendo algún nuevo recoveco que me dedicaba a investigar hasta que me cazaba la enfermera, que tenía muy mala leche y me devolvía a la consulta como si llevara un conejo agarrado por la nuca.

      La espera solía ser larga porque el doctor Elósegui se entretenía mucho con los pacientes. A mí me preguntaba de todo, aunque no tuviera que ver con mi pierna. Me gustaba ver su sonrisa adornada con la barba y la bata blanca y cómo parecía que, a pesar de la presencia de mi ama, mantuviéramos una conversación que sólo él y yo entendíamos.

      ***

      Allí, en la consulta del doctor Elósegui, conocí a Eloy. Era el mes de enero de 1983 y fue un invierno muy frío. Eloy se constipaba con mucha frecuencia, por lo que sus visitas al doctor Elósegui eran constantes, igual que las mías por mi pata coja, de modo que era sólo cuestión de tiempo que coincidiéramos. Estábamos los dos sentados en las sillas de la consulta con nuestros pies colgando sin tocar el suelo (bueno, yo sí tocaba el suelo), absortos en nuestros pensamientos, jugueteando con los dedos, limpiándonos los mocos, cuando empezamos a mirarnos de soslayo, con disimulo, como si quisiéramos evitar el cruce de miradas que se hizo inevitable. Sentados el uno frente al otro con los pies aún mojados por la persistente lluvia, nos turnábamos en las miradas aceptando un pacto irónico de no mirarnos fijamente.

      Estaba tan absorto que no me fijé en que, de pronto, Eloy se levantó y se dirigió hacia mí.

      —Hola,


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