Inchaurrondo Blues. Rafael Jiménez
en gritos, sirenas y miedo.
—¡Venga, fuera de aquí! ¡Apártense! ¡Urgencias! ¿Dónde está urgencias? ¡Llamen a un médico, por favor, rápido!
Pasando muy cerca de mí, llevaron inmediatamente al quirófano a un hombre con una especie de uniforme oscuro producto del humo o la metralla y con la cara amarillenta, sin apenas sostenerse sobre sus piernas. Al llegar a mi altura me aparté hacia la pared para dejar paso al gentío que se arremolinaba en torno al herido en una carrera frenética hacia la sala de operaciones. Con el torso semidesnudo, el herido me miró con cierto desdén, como pidiéndome explicaciones por mi presencia en el hospital. Lo observé desde tan cerca que vi con absoluta claridad cómo su ropa y sus uñas estaban tiznadas de negro, y cómo de las palmas de sus manos brotaba sangre, que le impregnaba toda la ropa.
En ese momento, debido a mi curiosidad, hubiera dado cualquier cosa por saber qué piensa exactamente un hombre solo en una mesa de operaciones, cuánto tiempo dura esa soledad, en qué piensa un hombre que sabe que han querido matarlo y sin embargo han fallado. ¿Por qué han fallado? ¿Qué circunstancia incontrolable ha hecho que lo que debería haber ocurrido, que es su muerte, no se haya producido? ¿A quién le debe dar las gracias? ¿A Dios, a que el asesino se ha resbalado en el último momento, a que el arma se ha encasquillado o quizá a una distracción porque pasaba por allí una bella muchacha? En ese momento mi pensamiento se alejaba de lo que realmente había ido a hacer al hospital, para pensar fugazmente en la suerte de aquel hombre que probablemente salvó su vida.
Pasados unos minutos y como si el hospital fuera en realidad un escenario más de una guerra en la que momentos de aparente paz sucedían a los bombardeos, me dirigí hacia la habitación donde me dijeron que se encontraba Eloy.
Eloy Navarro López, segunda planta de pediatría, habitación 208.
Así me enteré del apellido de Eloy. Al principio me sorprendió porque casi todos mis amigos tenían apellidos como Goicoetxea, Uriarte, Bengoetxea, Lasarte o Gerritabeitia y hasta ese día no había conocido a ningún Navarro. «Será de Navarra», pensé, aunque creía recordar que me había dicho que era de un pueblo de Granada.
Cuando entré en la habitación Eloy estaba solo, apoyado sobre un sofá de color verde aceituna mirando por la ventana la concentración de ambulancias, coches de policía y algún periodista haciendo fotos en la entrada del hospital.
—¡Hola! —le dije, con una efusividad no acorde con nuestra todavía muy incipiente amistad.
Miró hacia la puerta con cara de sorpresa como diciendo «Y éste… ¿que hace aquí?» y comentó:
—Hola… ¿Cómo te llamas? Que se me ha olvidado.
—Ander, ¿no te acuerdas? De la consulta del doctor Elósegui. ¡Pero si yo estaba cuando te pegaste aquel trompazo!
—Sí, sí, ya me acuerdo. Es que creo que el golpe me ha perjudicado la memoria un poco.
—Bueno y ¿qué te ha pasado? ¿Por qué te caíste en la consulta del doctor Elósegui?
—Jo, no me acuerdo muy bien del golpe pero —dijo señalándose su sien izquierda— mira qué morado me he hecho. Además me han operado de anginas. Me las han quitado y no te puedes ni llegar a imaginar cómo llega a doler. Me molesta hasta el aire que respiro.
—¿Las anginas? —dije como si fuera imposible vivir sin ellas, como si fueran el hígado o el corazón.
—Sí. Dice el doctor Elósegui que cuando dan tantos problemas es mejor quitarlas. Que si no me las quitan me podía entrar reúma en el corazón. Y eso es muy peligroso.
—¿Reúma? ¿Y eso qué es?
—No lo sé —dijo Eloy como empezando a cansarse ante tanta pregunta.
En ese momento entró en la habitación un hombre de unos setenta años algo encogido en su porte, pelo canoso y ralo y un bigotito muy fino y muy negro que me recordaba al de los actores americanos de las películas de guerra que veía en el cine de Inchaurrondo. Su rostro tenía un color cobrizo, como si pasara mucho tiempo a la intemperie y el viento del Cantábrico no parara de chocar contra su cara. A pesar de ello tenía una tenue elegancia en sus formas. Fue, cuidadoso al entrar y cerrar la puerta, y mostró una sonrisa dulzona hacia Eloy y vacilante hacia mí. El rostro era más severo que la voz y su bigote había adquirido un tono artificial descolorido. Tras sus ropas se escondía un cuerpo que en su día fue musculado y que ahora se encorvaba levemente.
Mientras le estrujaba las manos, le dijo a Eloy:
—Pero bueno, ¿qué diablos haces aquí?
—¡Hola Canicas! Pues mira, que me han quitado las anginas.
—Bueno hombre, yo tampoco las tengo y mira, aquí me tienes más peripuesto que un don Juan.
—¿Y no las echas de menos? Es decir, ¿nunca más te has acordado de ellas?
—En absoluto. Y tú tampoco te acordarás.
Mientas Canicas intentaba animar a Eloy tratándolo como si fuera un adulto, que es como nos gusta a los niños que nos traten, observé que la cálida voz de aquel hombre parecía de otra época, no sólo por su edad sino por su vocabulario entre agradecido y solemne.
—Bueno, Canicas, ¿no crees que habrá que huir de este hospital? —dijo Eloy.
Canicas emitió una sonrisa cómplice y le dijo:
—Estaba yo pensando que cuando te den el alta podríamos irnos de excursión a los Montes de Lasarte. Conozco unos árboles que en el interior de la corteza tienen unos duendecillos que emiten sonidos de miles de años atrás. Y los prados que hay son mejores que el césped de Atocha. ¿Qué te parece?
A Eloy se le iluminaron sus tristes ojos imaginándose correteando por los prados de Lasarte.
—Sí, claro, y podría venir mi amigo Ander, ¿verdad?
—Bueno, si sus padres no ponen inconveniente…
—Sí, sí, sí. Mis padres, nada, no hay problema. Si hoy me han dejado venir solo al hospital. Mis padres me dejan hacer de todo. Tengo trece años pero voy a hacer catorce muy pronto y mi aita dice que a esa edad él ya trabajaba.
—En ese caso lo prepararemos todo para cuando Eloy esté bien.
***
Canicas había perdido la medida del tiempo desde que cinco años antes se había jubilado de la Guardia Civil después de más de cuarenta luciendo el color verde del uniforme y el emblemático tricornio. Canicas siempre decía que el día que desapareciera el tricornio, desaparecería la Guardia Civil. Le podrían dejar el mismo nombre, pero sería como un león sin melena o un vasco sin txapela.
Canicas había nacido en San Juan de Gaztelugazte, muy cerca del Palacio de Urgoiti, donde sus padres trabajaban cuidando las tierras y las vacas de los Aguirrezabalaga, propietarios en aquellos tiempos de todo cuanto rodeaba a la ermita. La primera vez que su madre le dio el pecho lo hizo en euskera, sus primeros pasos fueron acompañados de la vieja txalaparta que su padre tocaba sentado en una roca del agreste acantilado de la costa de Vizcaya, donde el mar trabaja sin parar en su empeño de erosionar rocas y crear túneles marinos con cuevas milenarias, y donde las gaviotas trazan vuelos en círculos como si fueran un escuadrón para protegerse del viento que las arrastra mar adentro.
Canicas se había esfumado de las fronteras que le marcaba su aita, ahora pertenecía a un mundo donde la paz de Gaztelugazte no tenía cabida. El límite de la realidad era un laberinto de espejos que distorsionaban su pasado de niño vasco e imágenes retorcidas de su edad adulta vistiendo el traje verde.
Un matrimonio fracasado del que se culpó toda su vida le hizo despedirse de sí mismo y le dejó como herencia una sonrisa vaga entre escéptica y melancólica.
El acceso a San Juan de Gaztelugazte era sobrecogedor. Una estrecha vereda que partía de tierra firme y cruzaba sobre las rocas por un puente de piedra permitía