Inchaurrondo Blues. Rafael Jiménez
Madrid o al Barça en Atocha. En ese mundo, ni era cojo ni vivía en un barrio tan triste como Inchaurrondo, ni me sobresaltaban ruidos extraños parecidos a las bombas de las películas de guerra, ni al mirar por la ventana de mi cuarto veía un muro gris en el que a lo lejos me parecía ver algún niño rodeado de gente vestida de color verde. Pero no era así. Los besos que le daba a Ane sólo existían en mis sueños y jamás se los pude dar de verdad. Y ser Arconada todavía me parecía más difícil. Me conformaba con ir algún día al campo de Atocha a ver un partido.
El apellido de mi aita, el mío y el de la abuela Mari Lamiak era el mismo. Mi abuela se llamaba Edurne Beguiristain, aunque todo el barrio la conocía como Mari Lamiak, y como nadie sabía quién era el aita de mi aita, o sea mi abuelo, pues el párroco de Santa María aceptó ponerle el mismo apellido de la abuela. ¿Cuál le iban a poner, sino? El párroco insistió una y otra vez en preguntarle a Mari Lamiak por el paradero del padre del niño, pero la abuela se negaba en redondo a responder. Incluso se mostraba altiva y le soltaba al cura que eso ni a él ni a Dios les interesaba. Que si no lo quería bautizar, pues no lo bautizaba y sanseacabó. O mejor, se acabó, sin el san.
La cuestión es que mi aita salió bautizado de la iglesia y con la confianza que le dio el saber que ya estaba en manos de Dios, asomaba la cabeza cada dos o tres segundos del regazo de la abuela como si buscara a su padre. Se imaginaba que de pronto aparecerían unas manos fuertes y lo mecerían de una manera asombrosamente fácil con movimientos musicales. Pero no fue así. Él, mi aita, pretendía en sus sueños infantiles ser el hijo de algún príncipe antiquísimo de dos metros de altura con manos de hierro para los demás y suaves, muy suaves para él. Tendrían que pasar unos años para encontrarse con la realidad de que no aparecía nadie con aspecto de príncipe y del que poder presumir ante los impávidos habitantes de Inchaurrondo Alto. Probablemente el barrio más desagradablemente inoportuno que he visto en mi vida.
4. La fortaleza
La pequeña radio no paraba de liarse con los cables de los auriculares mientras la guardaba en su bolsillo. Se la había regalado el Sargento Bermúdez, muy amigo de su padre. Era su distracción preferida después del balón y jamás se separaba de ella a pesar de que las había más modernas, de colores más llamativos y con unos cables más cortos que evitarían que se pasara tanto rato desenredando el nudo. También disponía de un espacio para poner casetes, pero como no tenía ninguno, la utilizaba para escuchar la radio. A veces no entendía muy bien lo que decían porque, como le explicaba su padre, sólo tenía doce años y con doce años, aún no se entiende nada. Y si encima es en un idioma muy raro, se entiende todavía menos. Aunque algo sí que entendía. Eloy sabía que estaba viviendo en el cuartel de Inchaurrondo (le costó muchísimo aprender a pronunciar aquel nombre tan raro) desde hacía casi un año; recordaba que hacía casi un año porque entonces tenía once y estaba a punto de fichar por el equipo de fútbol del pueblo y no pudo ser porque al teniente Navarro, o sea su padre, le dio por ascender y lo mandaron a Inchaurrondo. Seguro que ahora estaría jugando en el Real Atarfe y seguro que sería titular, porque como le decía Blas:
—Juegas muy bien a fútbol, más o menos como el delantero centro de la Real Sociedad, Satrústegui, que se parece mucho a ti porque tiene el pelo rizado. Aunque no tienes bigote como él.
Eloy se miraba cada mañana en el espejo deseando despertarse un día con un fino pero rotundo bigote como el delantero de la Real Sociedad.
Su hermano Sergio se pasaba todo el día diciéndole lo mayor que era, aunque a Eloy le había parecido siempre un ser sin edad y sin cabeza y por mucho que tuviera quince años y se creyera un hombre, le parecía que era como un pájaro que aún no sabía cuál era su destino. Eloy sí lo sabía. Sería el delantero centro del Real Atarfe y su foto saldría en los cromos de la liga a pesar de que siempre le había invadido el temor de que el Real Atarfe no ascendiera de tercera en la vida. Sergio iba a lo suyo, no le hacía ni caso e iba diciendo que quería ser guardia civil como su padre. Se pasaba el día estudiando, haciendo deporte y diciendo unas palabras muy raras cada vez que ponían la bandera del cuartel a media asta; sí, casi cada semana el cabo Canicas se subía a un andamio que había junto a la bandera y le añadía un trapito negro y la dejaba a la mitad y entonces Sergio y otros amigos suyos se ponían a decir de todo. El caso es que había días que ni le hablaba. Eloy suponía que no tenía mucho tiempo para hablar con un niño de doce años, porque también le decía que no entendía nada y que era un enano.
La única persona que le trató como si fuera Satrústegui fue Soledad, su madre. Eloy siempre había dudado si los abuelos le pusieron ese nombre para llamarla como a la abuela o porque madre siempre estaba sola. Comentaba su padre, el teniente Navarro, que su madre no se había aclimatado a esto de vivir en Inchaurrondo y que estaba enferma. Dolores, la vecina del tercero, decía que tenía nostalgia. Eloy descubrió en Inchaurrondo el significado de esa palabra; era algo así como lo que sentía cuando recordada a Atarfe y su campo de fútbol y su piscina y a Blas, su mejor amigo. Pero Eloy se decía una y otra vez que él no estaba enfermo de nostalgia. Madre sí. Se pasaba el día mirando por la ventana, mirando el reloj cada vez que su padre salía a la calle y a veces se ponía a llorar cuando eran las diez de la noche y su padre aún no había vuelto. Pensaba que le había pasado algo o que no iba a volver, como la semana pasada el capitán Manrique; se fue con tres guardias más y no volvieron. Bueno, volver, sí volvieron, porque al día siguiente el cabo Canicas bajó la bandera, le puso el pañuelo negro y todo el mundo lloraba y tuvo que venir alguien muy importante (ya lo había visto varias veces) y la iglesia se llenó de gente. Eloy se ponía un poco triste cuando se llenaba la iglesia y también cuando el otro día la mujer del capitán Manrique se puso a chillar, a chillar de una manera inhumana porque eso no eran lágrimas como las que le salían a Eloy cuando se acordaba de Atarfe, eso eran gritos de un dolor muy grande, no se podía imaginar que la Señora Manrique tan peripuesta y conocida en el cuartel como la «Capitana Manrique» (porque mandaba más que su marido, bueno, de lo que mandaba antes) se pusiera a llorar de esa manera tan desconsolada.
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Cuando se llenaba la iglesia de Inchaurrondo, incluso los niños dejaban las clases para estar allí. Parecía que esos días el cielo era diferente mientras oían llantos a lo lejos, y entonces, en ese preciso instante, Eloy se ponía a pensar en Atarfe y veía su cielo de color azul, blanco y rosa, como si fuera una bandera, su bandera. Y por encima de todo eso, a veces creía ver a Dios, una imagen allí al lado del color azul que le miraba y que se parecía mucho al crucifijo que había en la iglesia del pueblo.
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Siempre que iban todos a la iglesia y venían esas personas tan importantes y las mujeres se vestían de negro, el ataúd pasaba por delante de todos envuelto en la bandera de España, la misma a la que el cabo Canicas le ponía el pañuelo negro; la banda de música tocaba una melodía bastante triste y cuando ya había acabado todo, se llevaban la caja a toda prisa, sin que a nadie le diera tiempo de acercarse a verla, como si el guardia que había muerto ansiara escapar de Inchaurrondo, como si esas personas tan importantes no quisieran que la gente empezara a gritar y así conseguir que la viuda del guardia no contagiara a todas las mujeres y los hombres y los niños que allí estaban.
En la iglesia de Inchaurrondo siempre hacía frío y parecía que las viudas con su traje negro y su cara blanca habían envejecido veinte años de golpe, y a pesar de que en la iglesia no cabía nadie, Eloy notaba tanto silencio mezclado con el frío que alguna vez se llegó a orinar encima.
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El cuartel de Inchauuuurrondo, «jo, mira que es difícil pronunciarlo», se decía Eloy, era muy muy grande, tan grande que a veces pensaba que no vivía en un cuartel, sino en una pequeña ciudad. Ya había vivido en otros cuarteles, aunque la verdad es que su casa siempre había sido un cuartel; no había conocido otro hogar que los cuarteles de la Guardia Civil, en Atarfe y ahora aquí. No estaban mal, pero éste le impresionó el primer día que lo vio, aunque eso pasó hace unos meses y era más pequeño y todo le impresionaba más. Todo cuanto iba descubriendo hacía que se quedara con la boca abierta y con cara de tonto, como decía su hermano. En el cuartel había de todo