Inchaurrondo Blues. Rafael Jiménez

Inchaurrondo Blues - Rafael Jiménez


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Me extrañó su atrevimiento, su impulso por deshacer una situación embarazosa. Dos niños en una consulta médica y sin hablarse es una situación propicia para que uno de los dos, el más atrevido, se lance a romper el hielo. Eloy siempre fue mucho más atrevido que yo.

      —Claro que me gusta el fútbol —dije, con un tono algo seco y descortés.

      A Eloy no le afectó lo más mínimo la respuesta educada pero cortante y prosiguió:

      —Yo soy del Barça. Nunca he estado en Barcelona pero soy del Barça.

      —Pues no entiendo cómo se puede ser del Barça si no has estado nunca allí. Yo soy de la Real Sociedad y he nacido aquí —le dije como si no se pudiera hablar inglés y ser de Alemania a la vez.

      —Ya, tienes razón, pero es que yo soy de un pueblo que se llama Atarfe y su equipo es muy pequeño, el campo de fútbol es de tierra y no dan los partidos por la tele. Además, como sólo he vivido en Granada, un día decidí que sería del Barça.

      Me invadió cierta compasión por Eloy, consideré que no estaba siendo demasiado amable con él y que al fin y al cabo me encontraba ante una oportunidad única de poder hablar con alguien al que no parecía importarle que yo me hiciera el listo y que quizá cuando descubriera que era cojo, no saldría corriendo como todos. Lo sorprendente es que en ese momento yo no podía llegar a imaginar cómo sería nuestra relación. O por lo menos en ese primer contacto en la consulta del doctor Elósegui, rodeados de abuelos quejosos con bastón, madres con vestidos oscuros y medias torturadas por las varices, mientras los dos mirábamos por la ventana a los niños serpenteando en un partido de fútbol por el parque de Andonegui bajo un txiri miri tan frecuente como pertinaz.

      —¿Te das cuenta de que ese niño con el pantalón negro, sí, el que juega de delantero, parece como si jugara solo, como si el resto del equipo no le entendiera? —le dije, mientras valoraba todavía los pros y contras de su amistad.

      —¿Cuál, ese que es muy bajito?

      —Sí, ése. Y no es tan bajito. Tiene sólo once años y se llama Asier. Es muy amigo mío. —Mentira. Yo quería ser su amigo; él no.

      —Bueno, si sólo tiene once años no es tan bajito, claro. Juega muy bien y creo que tienes razón, los demás no le entienden. Está desesperado. No se la pasan.

      Los ojos negros de Eloy recordaban al cielo de Donosti cuando se preparaba para llover. Su mirada era entre indolente y brillante con una pizca de tristeza, una tristeza que no se extendía a su forma de ser y de hablar, a su fervorosa positividad. Pero era una mirada triste, al fin y al cabo. O yo, al menos, la recuerdo melancólica. Me preguntaba si cuando se enterara de que no podía jugar a fútbol, ni correr muy deprisa, ni tan siquiera ir en bicicleta (y además no tenía bicicleta), o cuando descubriera que mi fragilidad iba más allá de mi pata coja y se extendía a mi asma y a mi miedo casi reverencial a que un nuevo contratiempo me acercara a la religión como único salvavidas ante tanta desgracia, saldría corriendo como Asier, Arkaitz, Mikel, Egoitz o Buba «el Moro» (tenía el pelo muy rizado y era muy moreno y no entendía ni papa de euskera).

      ***

      Estuve al menos dos semanas sin volver a ver a Eloy. Nuestra conversación sobre fútbol en la consulta del doctor Elósegui parecía un vago recuerdo de algo que realmente no había ocurrido. Tiempo después, Eloy me dijo que le traje mala suerte (y la que le esperaba) porque cuando llegó al cuartel ese día, empezó a notar cómo le entraba un nuevo y clásico dolor de garganta que vaticinaba un par de semanas con fiebre, mucho dolor y sobre todo, el abatimiento producido por los antibióticos. Eloy era frágil, su sistema inmunitario y el mío eran bastante parejos, como si nuestros linfocitos T estuvieran tan absortos en atacar al enemigo, tan entrenados por todo lo que oíamos y veíamos en Inchaurrondo, que ellos, los linfocitos T, se habían convertido en unos expertos guerrilleros preparados para todo. Y eso hacía que a veces confundieran las bacterias o los virus con las alergias o un simple resfriado.

      Tuvo que ser el doctor Elósegui y su consulta la que nos juntara de nuevo. En todos estos años muchas veces he pensado en el papel que desarrolla en nuestras vidas la casualidad, el determinismo o el destino. Nada podemos hacer por cambiar aquello que nos va a marcar irremediablemente en la vida. Ni en lo bueno ni en lo malo. Nada. Yo no tenía motivo para visitar de nuevo al médico, pero un grano desagradable, austero y sin encanto que me salió en la cara me llevó de nuevo al castillo, que era como llamábamos a la consulta del viejo doctor Elósegui. Y allí me encontré otra vez a Eloy. Estaba desmejorado, pálido, ojeroso y no hizo gesto de alegrarse por mi llegada. Se encontraba sumido en la más absoluta indiferencia, mirando el techo o las cortinas y dando constantes golpecitos en la pata de la silla hasta que su madre le dijo que se estuviera quieto.

      El aspecto de Eloy era realmente deplorable. Llevaba su inseparable abrigo azul descolorido, casi blanco, abrochado hasta donde la cremallera alcanzaba, y parecía no oír los insoportables gritos de un bebé que esperaba también en la consulta y que estaba consiguiendo que yo empezara a considerar que un bebé llorón no sólo no era el origen del mundo sino algo insensato, inútil y una pérdida de tiempo para todos los que tenemos que soportarlo. Pues bien, a Eloy parecían no afectarle aquellos berridos y su atención se centraba en la ventana donde ese día no se veía ningún partido de fútbol porque, para variar, llovía a mares. Decidí levantarme y dirigirme a él con disimulo, no quería que pensara que me moría de ganas por entablar conversación.

      —¿Qué haces? —dije torpemente.

      —Ahora, hablar contigo —me dijo con un hilo de voz y malhumorado.

      Con una vocecita apenas audible y gesticulando con su mano hacia el cuello, me vino a decir que no podía hablar mucho, que le dolía la garganta, y por cómo se ponía la mano sobre la frente, deduje que también debía tener fiebre o que le dolía la cabeza.

      —¿Te duele la garganta?

      Asintió y deduje que el dolor debía de ser insoportable. Al acercarme vi sus pupilas dilatadas, su tez blanquecina y sus labios profundamente rojizos mientras la tristeza inherente a su mirada era excesivamente lánguida, como si hubiera decidido que el dolor le había vencido. Estaba cansado y su respiración era jadeante.

      De pronto se fue poniendo cada vez más blanco, su cara estaba adoptando un color deslucido, hundida su mirada y tambaleante su cuerpo hasta que por fin cedió, cayendo al suelo con un golpe mayúsculo.

      —¡Rápido, rápido! ¡Doctor, doctor! ­—gritó su madre, logrando que la enfermera que me cogía por el cuello como si fuera un conejo entrara desvaída en la sala de espera del doctor Elósegui. De repente, la consulta se convirtió en un reguero de lamentos y desdichas, mientras Eloy yacía en el suelo tenso como un palo, desprendiendo tanto calor que debería rondar los cuarenta grados de fiebre, cuando por fin el Doctor Elósegui lo cogió en brazos con asombrosa facilidad, le tocó la frente, miró sus pupilas y como si fuera un mago, consiguió que Eloy volviera a abrir los ojos. En el exterior se oía la llegada de la ambulancia.

      ***

      No se me daba mal la mentira, me acostumbré a utilizarla a la tierna edad de cuatro o cinco años cuando me empeñaba en camuflar mi irremediable cojera con alguna lesión futbolística de esas que sufrían Arconada o Satrústegui y que les tenían unas semanas de baja. Era cuando aún tenía la esperanza de que mi pierna, un día, amanecería en su debido sitio y dejaría de ver el mundo a trompicones. A mi ama le pareció de lo más natural que me fuera al parque de Elorrieta o a la puerta del Hotel Londres donde se concentraban los jugadores de la Real antes de los partidos. Llevaba un par de días sin ver a mi aita. A veces desaparecía y mi ama me decía que había tenido que ir a Iparralde a comprar cosas para la tienda.

      No era la primera vez que entraba en el hospital, pero sí la primera que lo hacía solo. Me pareció diferente a como lo había visto hasta ese momento, su frialdad, sus paredes blancas donde imperaba el eco y donde siempre era de día, enmascarando el negro olor que desprenden los quirófanos, los visitantes con trajes deslucidos y cara preocupada, y de pronto yo, allí en medio, con mis zapatos limpios y mi chaqueta preferida,


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